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    Balada de un hombre flaco

    Zama, de Lucrecia Martel

    Adaptar una novela es meterse en un terreno pantanoso. Lucrecia Martel no solo se introduce en ese campo denso, extraño y potencialmente peligroso, sino que también, desde allí, extrae oro. La particularidad es que sumerge al espectador con ella. Si y solo si el espectador decide aceptar el reto.

    No es nada sencillo. Zama, la adaptación de la novela homónima publicada en 1956, obra del mendocino Antonio Di Benedetto, se alimenta de la fidelidad y la paciencia de quienes aceptan el reto y se permiten entrar en ese mundo. Porque es precisamente eso lo que logra Martel: generar la sensación de que por un rato (un rato de 115 minutos que a veces se sienten como si fueran más), uno estuvo en otra parte, en una especie de laberinto imposible, de infinitas ramificaciones, donde en lugar de paredes hay un espacio despejado, caluroso y amenazador.

    La fotografía (de Rui Poças) es impresionante. La música es impresionante. También lo son esos planos cortos y esos exóticos e inquietantes efectos sonoros (labor de Guido Berenblum). Lo mismo la dirección de arte (de Renata Pinhei­ro) y el vestuario (Julio Suárez). Los ambientes, la atmósfera, los colores son impresionantes. Cada plano está vivo. Cada rubro contiene un latido particular, denso y fascinante. Y, sea intencional o no, esas marismas sensoriales a veces parecen funcionar de manera aislada, durante demasiado tiempo, lo que puede atentar contra la atención y la capacidad de involucrarse en el mundo que se expande en la pantalla. El desconcierto gana y uno puede salir aturdido, un poco grogui de la función. Preguntándose qué fue lo que estuvo viendo. Preguntándose si no convendría ver eso otra vez.

    Este es un largometraje que relata una espera. La de Don Diego de Zama (el mexicano Daniel Jiménez Cacho, a quien se lo vio recientemente en La cordillera), corregidor de la Corona que aguarda la autorización para marcharse de esa tierra ajena y alucinada que es la costura entre el Chaco y los dominios de Portugal. Zama quiere volver a la ciudad, a Lerna, y ver a su esposa e hijos; al menos, a sus hijos legítimos. Para que esto suceda es necesario, primero, que el gobernador envíe una carta al rey, quien habilitará su traslado. Pasan los días, los meses, los años, y el atribulado funcionario se ve obligado a aceptar con sumisión las tareas que le ordenan los gobernadores que se suceden mientras él sigue ahí, estancado. De todos modos, la anécdota, podría decirse, no es lo más importante aquí.

    Postulada por Argentina para ser nominada como Mejor Película de Habla No Inglesa en la 90ª edición de los Premios Óscar, Zama se presentó en importantes certámenes internacionales (Toronto, Venecia) y fue premiada en el Festival Latin Beat de Tokio, entre otros. Es una obra de Martel, la gran cineasta argentina, directora de La mujer sin cabeza, La ciénaga (premio en Sundance) y La niña santa (nominada a la Palma de Oro en Cannes), lo que quiere decir que la arquitectura narrativa está por fuera de las convenciones. El trabajo con las imágenes y las capas de sonidos produce la sensación de que puede percibirse ese calor, esa humedad, esos olores. La extrañeza es ley. Refuerzan esa sensación los diálogos, precisos y enigmáticos, los planos cortos de Diego de Zama en los que no se escucha a Zama sino a los demás, a los que hablan con él o alrededor de él o en sus recuerdos o en su imaginación. El asunto no es lo que se dice sino lo que Zama decide escuchar o piensa o recuerda que se dice.

    Lo desconcertante se vuelve corriente, cotidiano. Lo corriente, lo cotidiano, desconcierta. Caballos, perros y gallinas conviven con hombres y mujeres de una manera que los conecta en una salvaje hermandad. Y está esa llama que se mete en la habitación como si nada y a la que nadie le dice nada. Y ese funcionario que acompaña al gobernador con la mirada de un niño perturbado y asustado. Y esas mujeres que son como réplicas de una misma mujer y que deambulan como fantasmas. Y los indios cubiertos de arcilla roja y los negros y los esclavos. Y esa singular y fluctuante sexualidad extendida como una segunda piel sin distinciones de clase ni especies.

    El tiempo es un caldo y Zama, “el hombre que hizo justicia sin emplear la espada”, aguarda con silenciosa desesperación. La búsqueda de un elusivo criminal portugués con estatura de leyenda (nivel Coronel Kurtz de Apocalypse Now) conocido como Vicuña Porto (el brasileño Matheus Nachtergaele, que está soberbio) conduce hacia lo mejor del filme, que transcurre durante la última media hora y es sencillamente magistral. Claro, para llegar hasta allí Martel optó por un camino espacioso y moroso, no apto para recorrer sin armarse de cierta resistencia. Lo mejor, quizás, sea ver Zama con la disposición radicalmente opuesta a la de su protagonista. Simplemente sumergirse en el pantano, sin esperar nada.

    Zama. Argentina, Brasil, España, 2017. Dirección y guion: Lucrecia Martel a partir de la novela Zama, de Antonio Di Benedetto. Con Daniel Giménez Cacho, Lola Dueñas, Matheus Nachtergaele, Juan Minujín, Rafael Spregelburd. Duración: 115 minutos.