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    Bendita rareza

    La escritora y cronista Hebe Uhart estuvo en Montevideo

    Su nombre figuraba en el staff de El País Cultural en los años 90, cuando escribía crónicas sobre el interior del país, pero sus libros son conocidos solo por un núcleo selecto de lectores uruguayos. Sin embargo, en su país, Hebe Uhart (Moreno, 1936) es una de las más prestigiosas narradoras y cronistas. “Es la mejor escritora argentina”, dijo de ella su colega Rodolfo Fogwill, fallecido en 2010; mientras que Haroldo Conti, escritor desaparecido en la dictadura argentina en 1976, escribió un elogioso prólogo en el que destacaba la simpleza y al mismo tiempo la hondura de su narrativa. “Eso no lo voy a contestar”, dice cortante Uhart cuando se le pregunta por estas apreciaciones. A ella no le gusta hablar sobre su forma de escribir, pero contesta con entusiasmo sobre su trabajo más reciente: las crónicas de viaje y el estudio de la inteligencia animal. El 11 de noviembre presentará su último libro De aquí para allá (Adriana Hidalgo, 2016), un conjunto de crónicas sobre comunidades indígenas. Pero mucho antes, desde los años 60, Uhart había publicado cuentos y novelas cortas que tratan sobre la extrañeza en la vida más cotidiana, y pueden girar sobre gatos ariscos o compañeros, sobre empleadas domésticas o prostitutas o sobre niños que juegan a la Escoba del 15. En El gato tuvo la culpa (Blatt & Ríos, 2016), disponible en Montevideo, se recopilan algunas de estas narraciones. Uhart tiene un taller literario exitoso en Buenos Aires en el que enseña que todo arte es el arte de escuchar y de detenerse en los detalles. Cuando Búsqueda llega a la cafetería del hotel, ella está escribiendo en una libreta con letra prolija. Puede ser algún detalle que escuchó o que vio, o tal vez lo que va a decir un rato más tarde, cuando dé una charla en el ciclo Todos somos raros, organizado por el programa La máquina de pensar de Radio Uruguay. A la media hora de entrevista, la escritora pregunta,“¿Te falta mucho?”, ansiosa por salir a fumar. “Hebe tiene una mirada rara”, escribió sobre ella el filósofo Tomás Abraham. Quienes puedan leerla o escuchar la grabación del programa que irá el viernes 23 a las 19 h, agradecerán su prodigiosa rareza.

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    —¿De qué origen es su apellido?

    —Vascofrancés, de la zona campesina de Bayona, de donde eran mis abuelos paternos; los maternos eran genoveses y toscanos. Tengo más referencias de mis abuelos italianos que de los vascos, que son más cerrados y contaban menos sobre sus orígenes, aunque sé que eran montañenses y que mi abuelo era carpintero. Por mi mamá, que ha sido una gran contadora oral, supe, por ejemplo, que el abuelo era un patriota y que se volvió a Italia para hacer el servicio militar. La abuela le decía: “¿Qué te da de comer la patria”, y él le contestaba: “Apátrida”.

    —Es egresada de Filosofía de la UBA y fue docente durante años. Sin embargo, optó por una literatura sin reflexiones eruditas o citas sobre escritores. ¿Por qué?

    —Te voy a decir algo. Tengo libros de filosofía en el estante de arriba de la biblioteca y cuando bajo alguno, tengo que leerlo dos o tres veces. Estoy desacostumbrada porque va hacia una dirección diferente a la literatura, hacia la abstracción. La literatura para mí es la ciencia del detalle, de la particularidad. Lo que no me gusta es la literatura que habla del escritor. Les doy permiso a pocos, a Chéjov, a Lu Sin, porque hablan con distancia y con ironía. Pero cuando veo esa narrativa que se empieza a ocupar del escritor que no puede escribir, de la página en blanco, no la leo más, no me interesa. El escritor está en los personajes, no tiene por qué ponerse él. Claro que todos los escritores somos narcisistas, pero tiene que estar oculto en la obra. Es poco elegante que aparezca.

    —¿Le gusta participar en mesas redondas, por ejemplo en las ferias de libros?

    —Si me invitan a viajar, voy, y he dado muchas charlas. Lo que pasa es que en las mesas redondas no sale mucha luz. En la Feria del Libro de Frankfurt tuve que ir a mesas a pedido de la agregada cultural. Y algunas cosas que escuché no las hubiera ido a escuchar ni que me pagaran. Prefiero ver la tele. Es muy raro que haya algo que te sorprenda en esas ocasiones.

    —Haroldo Conti hizo un prólogo muy elogioso de su escritura. ¿Lo conoció personalmente?

    —Sí, lo conocí porque era muy amigo de algunos de mis amigos. Él me pidió que fuera prejurado del concurso de cuentos del Cordobazo de 1969. Había 800 originales, fue terrible.

    —¿Y le pagaron?

    —No. A cambio me hizo el prólogo, que fue muy elogioso, pero tuve que leer esos 800 originales (se ríe).

    —¿Se puede transmitir un estilo literario en un taller?

    —No. Inevitablemente, los talleres van a tener la impronta del conductor, pero los alumnos son muy distintos. Un taller es como una de esas radios viejas que sacudías y empezaban a andar. La persona sacudida se larga y escribe. Pero hay de todo. Los talleres son solo un estímulo.

    —Una de sus recomendaciones es que quien escribe no se sienta escritor. ¿Por qué es importante?

    —Y claro, la gente tiene que mirar al escritor como a cualquier persona. Es un oficio con las palabras que a la larga se convierte en una especie de artesanía. En general, yo mido el valor de los escritores por la poca importancia que le atribuyen a su rol. Cuando los veo muy inflados, seguramente no me van a interesar. Es mejor que un escritor se parezca a la gente de la calle. Ya de hecho vienen medio raritos de factura, entonces se tiene que parecer un poco a los demás. Hay que saber la importancia de lo que vas a decir, pero no decir que sos escritor. Cuando falla un escritor hay un problema de colocación. Mucha gente podría escribir mejor, pero está mal colocada, se pone en un rol central y no en el contenido de lo que escribe.

    —¿La importancia que les da a los detalles, a detenerse a mirar, es una de las coincidencias con Felisberto Hernández?

    —Sí, él era un gran mirón. Decía que se sentaba frente a una ventana y robaba las cosas que estaban afuera, y que si esas cosas hubieran sabido que estaba tan contento mirándolas, lo envidiarían.

    —También le gusta Juan José Morosoli. ¿Qué le atrae: la forma de escribir, los temas?

    —Lo de Morosoli es un mundo. Está el paisano sociable, el paisano huraño, el sieteoficios, el que está politizado. También aparece el guacho que no sabe quién es el padre. Hay un personaje que dice: “Aquel no estaría lejos de ser mi padre”. Hay un cuento excelente que conlleva las dos vertientes que tenemos nosotros. Son dos viejos, uno criollo y otro inmigrante. El criollo actualiza su vida, no le importa el mañana, si tiene que gastar plata, la gasta. El inmigrante tiene miedo del futuro por el pasado, entonces el personaje se cuida. Además, Morosoli terminaba muy bien sus cuentos. Esta frase final es notable: “Se sintió más solo que cuando estaba solo y no lo sabía”. Lo he difundido en mis talleres y también en Colombia, donde hicieron una edición preciosa de sus cuentos. En Buenos Aires nunca se aceptó el cuento campero. Por un lado con razón, porque los cuentos demasiado costumbristas cansan, son reiterativos. Pero en el caso de Morosoli podrían haberlo aceptado porque tiene eso entre pueblero y campero.

    —Usted le da importancia a la forma de hablar de la gente.

    —Hay que tener el sentido del lenguaje. ¿Viste que hay personas que dicen malas palabras y suenan obscenos y en otros suena natural? Eso me interesa, igual que la parte antropológica del lenguaje. Por ejemplo, todo lo que en la provincia de Buenos Aires termina en “or”, en Córdoba es “on”, entonces dicen “calorón”. El acento cordobés no se parece a ningún otro porque viene de los indios comechingones, de allí le viene el cantito. Lo leí en un libro de crónicas de hace 200 años.

    —En uno de sus cuentos, Mi tío de Lima, el personaje dice “¿con quién vives ti?”. ¿Ese tío fue real?

    —Sí, ese tío vino a mi casa. Los parientes de mis abuelos emigraron a Lima. El tío se vino para Argentina y esa era su forma de hablar. Es curioso, mi abuela tardó en llegar a clase media como 40 años, era muy humilde. Pero los parientes peruanos, por el hecho de ser blancos, mandaban fotos de Lima y estaban todos con cadenas lujosas. Eran blancos en un país de mestizos y, por ese racismo, en diez años se hicieron ricos.

    —Abandonó la ficción para volcarse a la crónica. ¿Por qué ese cambio?

    —Es que encontrás afuera algo que no podés producir por vos misma. En mi último libro de crónicas, hay una sobre las comunidades indígenas. Visité a una señora encantadora de origen mapuche que vive en un barrio comunitario cerca de Buenos Aires. Están integrados a la sociedad, andan con celulares y todo eso. Le pregunté a la señora si tenía televisión y qué miraba. Me dijo: “Boxeo”. Y también me contó que a veces a su marido le pregunta: “Viejo, ¿por qué no hacemos un poquito de boxeo nosotros?”. Eso a mí nunca se me hubiera ocurrido en un cuento. Acá estuve en Conchillas. Llegué y no había nada, ni un lugar para tomar un café. Le pregunté a una señora si había alguien mayor para hablar sobre el lugar, y me dijo que había un señor, pero que ya había hecho un papelón en la televisión. No lo dejaban hablar, ¿no es gracioso?

    —¿Y cuál sería el valor de la crónica?

    — Creo que es (Juan) Caparrós que dice que una crónica es exitosa cuando hace interesar de algo a alguien que nunca se hubiera interesado por eso. Hay que tener interés por el motivo que te convoca. La profundidad del interés es fundamental, y mantenerlo en el tiempo. Porque yo voy a transmitir mi interés a otro.

    —Está preparando un libro sobre animales. ¿Desde cuándo los estudia?

    —Me interesa la inteligencia animal, y desde hace mucho vengo leyendo sobre los monos. Pero ahora estoy estudiando la inteligencia de las aves, que se descubrió hace 20 o 30 años. Es un territorio desconocido por primacía del hombre. Ha habido mucha parcialidad, sobre todo de los lingüistas y de los conductistas, que han tenido mucha desconfianza de la inteligencia de los animales. Los lingüistas no lo consideraban un lenguaje, los conductistas creían que los monos aprendían 200 o 300 palabras con el estímulo. Pero ahora se sabe que conocen mucho más que eso.

    —¿Visita los zoológicos en sus viajes? ¿No le dan lástima los animales encerrados?

    —Ahora hay una corriente antizoológico. Sin embargo, ¿viste que el león parece cansado en la jaula? Bueno, no, no está cansado, está contento porque es un animal muy haragán. Come y duerme y no tiene que cazar. He ido al zoológico de San José, acá en Uruguay, fui al de Asunción, al de Nueva York, al de Frankfurt, al de Mendoza, hace rato que visito a los animalitos.

    —¿Y cómo va a ser ese libro? ¿Son también crónicas?

    —Son crónicas literarias, muy libres. Estuve leyendo un libro sobre Buenos Aires de 1810, cuando era un barrial inmundo y llegaban pumas en los camalotes del Río de la Plata, y creo que voy a escribir sobre eso. Pero me puedo basar en lo que leo o en lo que veo. Estuve observando a los paseantes de perros en Buenos Aires y me di cuenta de que les van hablando. Hace poco escuché a uno que le decía a un perro: “Es la última vez que te lo digo”, como si fuera un niño. La observación de animales es una buena escuela para la observación en general.