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    Biblioteca oculta de emociones

    Olive Kitteridge, una notable miniserie de HBO con Frances McDormand, Richard Jenkins y Bill Murray

    En la región de Nueva Inglaterra, al noreste de Estados Unidos y contra el océano Atlántico, dominan las montañas y los bosques con cerezos, fresnos y ciervos. Es una zona muy poco poblada, con depósitos glaciares y carreteras serpenteantes entre un frondoso verde donde apenas se ve la figura de un humano. Por lo general allí se ambientan novelas o películas de terror. Claro, en Maine —uno de los seis estados de Nueva Inglaterra— nació, creció y actualmente vive Stephen King. Pero esta vez, lo que nos convoca en un pequeño pueblo de semejante geografía es la profesora de matemáticas Olive Kitteridge, uno de los personajes más complejos y apasionantes que haya dado el cine y la televisión en los últimos tiempos.

    Olive Kitteridge, la miniserie de cuatro capítulos que actualmente emite HBO y que dirige Lisa Cholodenko, tiene un elenco de primera: Frances McDormand como la protagonista, Richard Jenkins como su abnegado marido que regentea una farmacia y Bill Murray en el papel de un viudo que ha perdido todo placer por la vida.

    Olive tiene las características de Nueva Inglaterra en su alma: austeridad, mal humor, una naturaleza capaz de irrumpir ante cualquier estímulo y soledad, mucha soledad. Olive es terrible si se enfrenta a cualquier adversario, pero también es hipersensible, aunque no lo parezca. En la primera escena de la miniserie se dirige al centro del bosque para quitarse la vida, lejos de su marido y de su hijo, lejos de cualquier testigo. La historia abarca 25 años de su vida, donde no solo entran su familia sino también varios personajes del pueblo: un ex alumno que ha vuelto y no parece estar en sus cabales, la ayudante tilinga y entrañable en la farmacia de su marido, una pareja de amigos que comparte con los Kitteridge una cena (desencantados de sus hijos y de sus nietos), la nuera de Olive, los padres de su nuera (que vienen de la soleada California, claro), un veterano y oscuro profesor de poesía (Peter Mullan, que no para de fumar, un papel escrito a su medida) y la pianista y cantante que anima —anima es un decir— las veladas en un restaurante (la cantante canadiense Martha Wainwright).

    Cada sujeto es un complemento de la amarga Olive, pero también un pequeño cosmos donde se manifiesta la vida en toda su complejidad, aciertos que debemos a la guionista Jane Anderson y más atrás a la novela homónima de Elizabeth Strout.

    Para hacer posible esta miniserie (240 minutos que de corrido resultan una brutal experiencia cinematográfica) en la que los espectadores se verán reflejados o al menos reconocerán afectos —o la ausencia de ellos— de su entorno, figuran como productores ejecutivos Tom Hanks y la propia McDormand. Cuando le preguntaron a McDormand si ella también dirigiría la empresa, contestó tajante: “¡Con un director en casa alcanza y sobra!”, en alusión a su marido Joel Coen.

    Lisa Cholodenko fue, entonces, la elegida para dar las indicaciones y mover la cámara, un acierto pleno. Cholodenko (Los Ángeles, 1964) es responsable, entre otros títulos, de Mi familia (The Kids are all Right, 2010), sobre humor y disfunciones en un matrimonio lésbico (grandes actuaciones de Julianne Moore y Annette Bening) y Laurel Canyon (2002), una furibunda mirada a las “familias creativas” que habitan en las colinas de Hollywood (también con McDormand).

    La cineasta tiene dos virtudes básicas para concretar el emprendimiento: primero que nada un talento incuestionable para captar detalles y matices visuales (los matices son la piedra angular de toda gran obra), y en segundo lugar una sinceridad sin cortapisas para alcanzar profundidades en las que otros directores no se atreverían ni siquiera a poner un pie. Olive Kitteridge habla con frontalidad sobre los afectos y las frustraciones, sobre lo que es ser padre y ser hijo con igual porcentaje de desilusión.

    Y llegamos a los actores. Richard Jenkins va y viene en variaciones sobre el hombre común que debe interpretar, marido paciente y bondadoso capaz de callar —porque sabe más de lo que parece— cuando descubre desde la luz de una puerta a su mujer llorar desconsoladamente, en una de las tantas escenas memorables.

    Bill Murray, acostumbrado a provocar risa con su rostro de piedra, aquí se presenta primero en una tienda leyendo el diario, ajeno al mundo, de espaldas, y luego tirado literalmente al costado de un banco en un parque. Murray, el grande, quien merecía un Oscar por Perdidos en Tokio y ya volverá por lo suyo.

    Finalmente, Frances McDormand. Olvídense de Fargo, de Mississippi en llamas, de Agenda secreta, de Simplemente sangre, de la película que quieran con esta actriz que no es linda ni fea: es monumental. Viaja por el tiempo y los afectos (hay que verla en su breve visita al hijo en Nueva York), se muestra con el perfil de la queja y la ironía y oculta una biblioteca de emociones, todo a puro temple. Este es su capo laboro, sin lugar a ninguna duda.