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    Británicos menos amables

    Hace ya un rato que ocupa la pantalla chica a través del portal Netflix. Si Peaky Blinders(Gran Bretaña, 2013) no mereció antes la atención de esta página se debe únicamente al alud de insumos culturales de toda índole que nos rodea. Pero ocurre que la serie acaba de lanzar su cuarta temporada en 2017 (están todas en Netflix) y, con una visión más completa, es tiempo ahora de echarle una mirada crítica.

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    Los Peaky Blinders del título son una pandilla de gángsters —varios de ellos de origen gitano— que históricamente existió en Birmingham, Inglaterra, durante la era victoriana, entre fines del siglo XIX y principios del XX. Sus miembros masculinos se distinguían por una vestimenta característica que incluía trajes entallados de medida, sobretodos de anchas solapas, chalecos abotonados, bufandas de seda, botas de cuero y boinas chatas con visera. Las mujeres no se quedaban atrás en cuanto al lujo y la vistosidad de sus prendas. Las boinas que usaban los varones tenían un aditamento: en el borde trasero llevaban cosida una hoja de afeitar y eso transformaba a la boina en un arma blanca: tomada desde la visera y aplicada como un cachetazo contra el adversario, le infligía una herida gravísima en el rostro. De ahí el sustantivo blinder, cuya traducción literal sería “anteojera”, pero que al derivar de blind (ciego, enceguecer) significa que ese golpe y esa herida podían dejar ciega a la víctima al rasgarle los ojos o simplemente al empapárselos en sangre por un corte en otra parte del rostro.

    Los Peaky tuvieron el control de una importante zona de suburbios de Birmingham durante más de 20 años. En ese lapso se enfrentaron a otras bandas que disputaban el poder, como los Birmingham Boys, liderada por Billy Kimber, y la Sabini Gang, liderada por Charles Sabini. Estos buenos muchachos fueron entonces los dueños de una parte de la ciudad en la que impusieron su ley de la selva vendiendo protección a familias y comerciantes, sobornando a las autoridades, robando, fabricando y contrabandeando bebidas alcohólicas y regenteando el juego clandestino en apuestas de carreras de caballos y peleas de boxeo. Naturalmente, con el paso de los años y el avance tecnológico, ya en la cuarta temporada no se usan tanto como arma las gorras y sí las pistolas, rifles y ametralladoras.

    El humo de la pólvora se mezcla con el humo de las acerías y talleres de Birmingham, donde los hornos lanzan continuamente llamas que auguran los incendios humanos, que se suceden en la trama entre corredores de apuestas, huelgas sindicales, activistas comunistas, brutalidad policial, mentes dañadas por la I Guerra Mundial, barriles de licor y arsenales de armas.

    Mayormente rodada en Liverpool, Leeds y en el barrio Small Heath de Birmingham, la serie —producida por la BBC— tiene una notable dirección de arte. Y más que eso: la recreación de un clima de época sumerge literalmente al espectador en ese momento histórico. Steven Knight, el creador de la serie y su libretista, tiene un reciente y lustroso antecedente: en 2013 dirigió la notable Locke, con protagonismo único y sobresaliente de Tom Hardy en un memorable viaje en auto que ocupaba todo el metraje.

    Esa inmersión en el relato que logra Peaky Blinders y que provoca una momentánea desconexión del espectador con la realidad, solo la consiguen el cine, la literatura o el teatro cuando están bien logrados. Aquí está cimentada no solo en un muy buen libreto sino en un excelente y numeroso elenco. Nadie desentona, no puede señalarse uno solo que pifie en su papel, importante o breve. Cillian Murphy es Thomas Shelby, el jefe implacable de los blinders. Ojos celestes con una mirada helada, su personaje crece interiormente desde un gángster casi caricaturesco al principio, hasta un complejo antihéroe en los episodios de la cuarta temporada. Sam Neill brilla como Chester Campbell, un tenebroso inspector de Policía irlandés enfrentado al clan mafioso en las dos primeras temporadas. Pero hay tres figuras descollantes: Paul Anderson como Arthur Shelby, el mayor de los hermanos Shelby, un oligofrénico violento, alcohólico, drogadicto, traumado por la guerra, con ataques de ira que dan miedo y momentos de desvalimiento conmovedores. Helen McCrory es Polly Gray, tía de los Shelby y tesorera del grupo. Con una máscara de enorme expresividad, es una gitana golpeada por la vida, dura y sensible, un temperamento de hierro capaz de cualquier cosa. Alfie Solomons, panadero, contrabandista de licor y jefe de la mafia judía, es Tom Hardy, otro personaje siniestro de presencia inquietante. Una voz cavernosa, un acento incomprensible, medio rostro casi siempre ensombrecido por el ala ancha de un sombrero. Terrible actor en temible personaje. Y aunque solo aparece en la temporada final, hay que agregar a ese trío a Adrien Brody como Luca Changretta, el mafioso ítalo-neoyorquino que viene a Birmingham a ejecutar una vendetta contra la familia Shelby. Por momentos una caricatura, la estampa de Brody con esa mirada lánguida y una media voz donde se mezclan por igual el italiano y el inglés, es otro punto altísimo.

    Algunas escenas memorables de esta cuarta temporada: una visita de hospital y el encuentro de una madre adoptiva con quien fue su hijo durante años; la inefable negociación entre el mafioso italiano y el judío para erradicar el dominio de los Shelby; la conversación insoportablemente tensa entre Arthur Shelby y la madre de alguien que él mató; el encuentro de Thomas Shelby y Alfie Solomon con su perro en una playa desierta.

    Hay algunas conexiones entre la ficción de la serie y la realidad de la historia y de sus protagonistas. El verdadero jefe de los Peaky Blinders se llamaba Thomas Gilbert, o sea, un nombre de pila igual al del jefe en la ficción: Thomas (Shelby). En su última escena el gángster judío Alfie Solomons dice tener cáncer y pide que cuiden mucho a su perro Cyril cuando él no esté. Tom Hardy, el actor que encarna a Solomons, en su vida real es promotor de una asociación contra el cáncer, adoptó dos perros abandonados y filmó un comercial a favor de la adopción de mascotas. Stephen Knight, libretista de la serie, es hijo de padres nacidos en Small Heath, barrio de Birmingham donde ocurren los hechos; sus tíos abuelos fueron Blinders y su madre, cuando niña, trabajó un período breve como corredora de apuestas.

    Peaky Blinders no es una obra de arte pero sí un viaje fascinante y siempre entretenido a un tiempo y un espacio de Inglaterra poco o nada visitado por el cine. La hermosura y la amabilidad de Downton Abbey nos resulta mucho más familiar, pero en esa misma época esta saga de violentos mafiosos era también una Inglaterra turbadoramente viva.

    Vida Cultural
    2018-01-25T00:00:00