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    Brutal sequía

    Otro Woody Allen, ahora con lluvia

    Ashleigh (Elle Fanning) está entusiasmada porque la revista de su colegio le consiguió una entrevista con el famoso realizador Roland Pollard (Liev Schreiber) en Manhattan. Además, ella tiene un novio que se llama Gatsby Welles (ah, esos nombres tan intelectuales…) y viene de una familia con muchas pelas (o teca, o pasta, o morlacos, o guita), de las que dan grandes fiestas en su casa. Y Gatsby (Timothée Chalamet), que no es un intelectual pero es muy inteligente y prefiere las apuestas, le ha prometido un día en Nueva York que incluye restaurantes, visita a museos y otras particularidades. Woody Allen se refugia en lo que le queda. Ashleigh llega a la Gran Manzana y encuentra al cineasta en plena crisis estética (bien previsible), y en esa horrorosa, insufrible depresión artístico-existencial, realmente para pegarse un tiro, le ofrece ver su película en una función privada, donde también estará el guionista Ted Davidoff (Jude Law), otro genio, que también sufre una crisis, esta vez de pareja. Es el sueño de cualquier estudiante de periodismo o de cine: ver una privada con Tarkovski, o Kubrick, o Kurosawa, o quizá el propio Woody Allen, y que después te digan que la vida es un asco y solo vos estás ahí para registrar al extraordinario y depresivo artista. Y como no parece alcanzar este sueño, Ashleigh también debe cruzarse con el gran actor latino del momento, que es Diego Luna. A todo esto, Gatsby espera a que su novia termine la entrevista para llevarla de paseo por la ciudad. Se suceden los desencuentros y, para darle un toque cool al asunto(ya estaba el toque jazzero, como siempre), se larga a llover. Entonces tenemos la última película de este señor de 83 años, precisamente Un día lluvioso en Nueva York. La adolescente perdida en el mundo intelectual de vernissages y fiestas y copas de vino y porros; su novio esperando, con todas las dudas y la melancolía del mundo en sus hombros y en su atormentado rostro de estudiante a punto de hacer un pacto fáustico.

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    Oh, sí, claro que es linda Nueva York. Y todavía es más linda y poética y melancólica un día de lluvia. Pero la película es una insufrible monserga, acentuada por los años del cineasta y la machaconería y tal vez alguna medicación y el aliento de gente que sigue aplaudiendo como focas este rollo una y otra vez. Y con un elenco de actores veteranos y juveniles que inmediatamente se ponen en actitud Allen y todo, absolutamente todo, lo hacen como lo haría Allen, desde preguntar dónde está el baño hasta no, gracias, no quiero más vino. Por lo visto no hay otra forma.

    Woody Allen tiene más de 50 películas a un enloquecedor ritmo —que él mismo se impone, el hábito se lo indica, o el aburrimiento— de una por año. Ya ni siquiera recordamos de qué iban las últimas. ¿Cuál era Hombre irracional? ¿La de Joaquin Phoenix, el guasón? Hay que desaprovechar a Phoenix… ¿Y Café Society? ¿Y cómo se llamaba aquella de la familia que vivía en un parque de diversiones? Una vez más, tenemos que ir hasta Match Point (2005) y Dulce y melancólico (1999) para encontrar auténtica vibración. Y volvemos a confirmar —todos los años lo mismo, con la crítica de su última película— que su gran período fue hace tiempo, en los 70 (Manhattan, Dos extraños amantes) y en los 80 (Zelig, La Rosa Púrpura del Cairo, Días de radio, Broadway Danny Rose, Hannah y sus hermanas).

    ¿No pensó en unas vacaciones? Nada más que leer, o ver cine, o tocar el clarinete, o disfrutar un buen vino californiano. O pasear por Manhattan. Pero no hacer películas.