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    Buena parte del país apoyó el golpe, el sistema político falló, mientras colorados y comunistas evaluaron una resistencia armada

    A las 7.05 del 27 de junio, medio siglo atrás, en el Palacio Legislativo la situación era patética: el campeón de Maracaná Víctor Rodríguez Andrade, que trabajaba de portero, fue testigo casi solitario del momento en que dos generales insurrectos —Esteban Cristi y Gregorio Álvarez— encabezaban la invasión que consumó el golpe de Estado e instauró una dictadura por casi 12 años.

    Los rumores de que se preparaba la disolución de las cámaras con la excusa del desafuero no votado a Enrique Erro corrían desde hacía varios días. Esa misma madrugada, el Senado había sesionado ya sin cuórum para dar la posibilidad de que los legisladores, entre ellos, el caudillo blanco Wilson Ferreira y el presidente de la Cámara, Eduardo Paz Aguirre, hicieran discursos contra la tiranía.

    Para llegar al único levantamiento militar del siglo XX en Uruguay (el de 1933 fue dado con los bomberos y los militares no intervinieron en forma directa) antes tuvieron que pasar muchas cosas en la economía y la política del país que derivaron en una fuerte conflictividad social, además del factor de la guerrilla.

    En todo caso, la llegada de los militares al poder no fue una completa sorpresa. Durante un almuerzo de la Lista 15 en el Club Alemán, en 1965, cuando los tupamaros aún no pesaban, el legislador Ledo Arroyo Torres le reprochó a Jorge Batlle que al apoyar la reforma constitucional, que eliminaba el gobierno colegiado, le entregaba la presidencia al general Óscar Gestido.

    “Don Ledo, en el Uruguay del futuro hay general por votación o por botación. ¡Elija!”, fue la expresiva respuesta de Batlle, según recoge el libro Las historias que cuentan, del periodista Víctor Bacchetta.

    Los políticos, sin embargo, están acostumbrados a recurrir a la historia según los intereses del presente. El propio expresidente Batlle dijo muchas veces, igual que su correligionario Julio María Sanguinetti, en línea con la llamada teoría de los dos demonios, que si no hubiera existido el movimiento guerrillero alentado por Cuba y la Unión Soviética, que arrancó 10 años antes del golpe con el asalto al Tiro Suizo, los militares no hubieran llegado a tanto. No se hubieran convertido en el otro “demonio”.

    Esta interpretación sigue siendo polémica. Lo que sí admiten más actores y analistas es que la violencia empleada por los tupamaros no solo ayudó a sacar a los militares de los cuarteles y a su intervención de dudosa legalidad en asuntos internos, sino también a que buena parte de la opinión pública recibiera el golpe como una buena noticia, una especie de alivio.

    “El Uruguay atravesó en (…) 25 años por un modelo autoritario de gobierno, antes de ser dictadura, rasgos autoritarios que precedieron a la dictadura y que después se continuaron bajo el régimen dictatorial”, señaló el investigador de la Facultad de Humanidades, Álvaro Rico, al cumplirse 40 años del golpe.

    De octubre a junio.

    Sanguinetti, igual que la mayoría de los propios militares, ha insistido en que el golpe fue en febrero y que para resistir solo estuvieron los partidos tradicionales, porque los dirigentes de la izquierda vivían “una cierta ficción” de peruanismo, salvo el director del semanario Marcha, Carlos Quijano.

    Durante una conferencia en la Universidad ORT, en 2013, Sanguinetti dijo que “la izquierda aprendió los derechos humanos en la cárcel” y que, a diferencia de lo que muchos creen, “todos los tiros fueron contra la democracia”. También, que “la huelga general de la que tanto se habla, en realidad, fue tan corta y tan poco efectiva”.

    En un libro sobre Sanguinetti publicado el año pasado, la periodista María Urruzola critica la interpretación del expresidente acerca de la fecha del golpe de Estado, que la sitúa en febrero y no en junio. También presenta, para refutar el peso adjudicado a la guerrilla, una larga lista de intervenciones de los militares antes de 1971, no relacionadas con los movimientos armados sino con simples conflictos sindicales.

    Para quitar entidad a lo que ocurrió en febrero, la investigación se detiene en la crisis de octubre de 1972, en la que también cayó un ministro de Defensa. En esos días, Cristi, jefe de la División I, que abarca Montevideo y Canelones, convalidó que continuara la detención en el 6° de Caballería de cuatro médicos que habían sido puestos en libertad por la Justicia militar luego de haber sido torturados en ese cuartel de Piedras Blancas, donde hoy están detenidos agentes del Estado procesados y condenados por violaciones a los derechos humanos durante la dictadura.

    La crisis, que entonces llevó a la renuncia del ministro de Defensa, Augusto Legnani, se produjo poco antes de la detención de Jorge Batlle, entonces convertido en blanco de los golpistas a raíz de su supuesta intervención en la llamada “infidencia”, cuando hubo una fuerte devaluación del peso, en 1968.

    El 25 de octubre de 1972, informado de que iban por él, Batlle tomó la delantera y, coincidiendo con el día de su cumpleaños, habló por cadena de radio y televisión denunciando operaciones conjuntas de militares y tupamaros en el Batallón Florida y en Artillería I. Horas después sería detenido, procesado por la Justicia militar y alojado por unos días en la sede de la División I.

    El caso de los cuatro médicos, la detención de Batlle, alentada desde la ultraderecha pronazi atrincherada en el semanario Azul y Blanco, y luego el pedido de desafuero de Erro, acusado de ayudar a los tupamaros, fueron solo algunos de los hechos que cimentaron el camino al golpe. Fue un proceso que tuvo un punto de quiebre entre el 8 y el 9 de febrero de 1973, cuando al son de marchas militares emitidas por radio y televisión el Ejército y la Fuerza Aérea se levantaron contra la designación del general Antonio Francese en el Ministerio de Defensa, un fracasado intento del presidente Juan María Bordaberry de frenar el desborde castrense.

    “El golpe se dio en febrero. La mayoría no quiso verlo porque esperaba que la cuestión se diluyera. Se convocó a la Comisión Permanente de la Asamblea General y no hubo cuórum”, dijo en 1993 el senador colorado Amílcar Vasconcellos, autor del icónico libro Febrero Amargo.

    “No había clima para hacer nada”, le resumió el también colorado Antonio Marchesano a Bacchetta respecto a junio. Y Batlle tenía la misma impresión: “Si hacían un plebiscito a los 90 días del golpe, ganan por muerte”.

    En febrero, antes de sacar los tanques a la calle, tomar canales de televisión y rodear a la Marina, que se mantenía leal al presidente y desplegada en la Ciudad Vieja y la costa, los golpistas informaron de todos los pasos a la sección militar de la Embajada estadounidense en Montevideo. Luego de un fin de semana muy tenso se creó el Consejo de Seguridad Nacional (Cosena) y se adoptaron otras decisiones en el secreto cónclave de la base aérea de Boiso Lanza, donde —luego se supo— Bordaberry entregó el poder para mantenerse en el cargo.

    En junio, al firmarse el decreto de disolución de las cámaras, se terminó de acomodar la interna militar para el asalto final al poder, aunque el ruido producido por los comunicados 4 y 7 del Ejército y la Fuerza Aérea, que tenían múltiples lecturas, continuó durante años.

    Para entonces, ya habían pasado a retiro dos comandantes constitucionalistas: el del Ejército, César Martínez, y el de la Marina, Juan José Zorrilla, mientras que el de la Fuerza Aérea, José Pérez Caldas, que había sido edecán de Luis Batlle y que cuando llevaron preso a su hijo Jorge estuvo a poco de sacar los bombarderos, se había dado vuelta y terminó como embajador de la dictadura en Estados Unidos.

    Resistencias

    Después del golpe de Brasil en 1964, apoyado por Estados Unidos, el movimiento sindical uruguayo creó una comisión de alto nivel para planificar tácticas y estrategias de una eventual huelga general de resistencia en caso de golpe de Estado en el país. Tenían al menos tres preocupaciones: dispersar las unidades de transporte, controlar el combustible y también los alimentos, según relató uno de los integrantes de la comisión, el exdirigente textil y de los Grupos de Acción Unificadora (GAU) Héctor Rodríguez.

    Cuando comenzó la huelga, para paralizar el transporte sin perjudicar el funcionamiento futuro de las unidades, la opción era quitar una pieza, pero por diversas razones eso no funcionó.

    “La información que teníamos en la CNT sobre el nivel de organización existente en el transporte era falsa. Tal vez para un conflicto reivindicativo había funcionado, pero en la huelga se desplomó rápidamente”, admitió el entonces dirigente de los públicos Luis Iguini a Bacchetta, 20 años después de los hechos.

    La huelga general, sin embargo, comenzó de forma automática con ocupaciones de empresas y centros de estudio, tal como había sido resuelto con antelación. Los dirigentes de la CNT se reunieron en La Teja, donde la Federación del Vidrio había dispuesto cierta logística, incluyendo seis autos, y luego en una fábrica textil de la zona.

    Durante la huelga hubo varias reuniones de dirigentes sindicales, incluido su presidente, José D’Elía, con militares, entre ellos el propio Cristi. Sin embargo, las conversaciones no llegaron a ningún acuerdo porque los sindicalistas no aceptaron como condición el levantamiento de la medida. Finalmente, la CNT fue ilegalizada y los principales dirigentes, requeridos.

    “Fue el inicio de la resistencia, a veces visible, otras invisible, pero siempre presente, en el volante, en la pintada, en el mitin relámpago, verdadero puente hacia la eclosión popular de los 80 con la primera demostración masiva, otra vez a cargo de los trabajadores, el 1º de mayo de 1983”, evaluó años después Wladimir Turiansky, entonces dirigente comunista de la CNT.

    El historiador Carlos Demasi comparó lo ocurrido entre 1933 y 1973. En el primer caso, explicó, “hubo algunos grupos políticos, algunos dirigentes que tomaron un poco la bandera, hicieron un movimiento revolucionario; fue asesinado Julio César Grauert en la lucha por la dictadura, pero eso en 1973 no ocurrió”. El historiador evaluó que “el bloque de poder ya estaba consolidado y estructurado antes del golpe de Estado” y que cuando llegó el momento, descontando las declaraciones, los exiliados en Buenos Aires y movilizaciones como la del 9 de julio, “el sistema político, la clase política en general, se fue para su casa. Es decir, no hubo una reacción política de los partidos. La única reacción política la tiene justamente el movimiento sindical. Es el único sector que se moviliza contra el golpe de Estado. Esto es curiosísimo (…), es la única vez en la historia del Uruguay del siglo XX que los partidos políticos abandonan el protagonismo y quien asume el protagonismo es un movimiento social, que es el movimiento sindical”, concluyó.

    Para el historiador Daniel Corbo, en cambio, en este medio siglo, salvo en casos puntuales, se ha soslayado el papel jugado por el Partido Nacional. Consultado por Búsqueda, Corbo recordó una serie de hechos ocurridos antes, durante y después del 27 de junio. Entre ellos destacan: la declaración de defensa del orden constitucional en febrero, la denuncia de las decisiones de la Junta de Comandantes en Jefe contra el Parlamento, en marzo, una declaración muy fuerte el 23 de marzo, firmada por el presidente del honorable directorio, capitán Omar Murdoch, exhortando a repudiar a los que se presentan como “salvadores del país” mediante la “demagogia y la fuerza”, una declaración respaldada dos meses después por 350 delegados a la Convención en la que advierte a los militares golpistas que “no tolerará en silencio cualquier intento de ataque a las libertades”.

    El panorama en los tres bloques políticos más grandes era bastante diferente. Antes de hablar en la última sesión del Senado y salir para Buenos Aires, Wilson Ferreira había denunciado el golpe en un acto en el Cine Gran Prix, mientras el herrerista Martín Echegoyen pasó a presidir el Consejo de Estado. Pivel Devoto, como delegado de Ferreira, había redactado con Seregni, el 5 de julio, un documento de rechazo al régimen y dos días después el capitán Murdoch fue detenido por segunda vez luego de que los blancos denunciaran a Bordaberry ante la Suprema Corte de Justicia. Para ese entonces ya circulaba la publicación clandestina Resistencia Blanca, por la cual fueron detenidos el luego presidente Luis Alberto Lacalle y el oficial de la Fuerza Aérea Miguel Galán, a quien los militares habían torturado con saña.

    Los colorados también estaban divididos: la Lista 15 se había retirado del gobierno luego de la prisión de su líder, aunque en la serie de artículos publicados en el diario argentino La Opinión Sanguinetti sostuvo que en febrero habló con Bordaberry “como amigo” para que renunciara.

    En junio, el sector encabezado por Batlle emitió una declaración que comenzaba con un desafiante “Muera la dictadura”, pero aclaraban que no estaban preparados para el uso de las armas y convocaban para “una salida electoral”, destacó Demasi.

    El pachequismo, por su parte, apoyó el golpe. Su líder, Jorge Pacheco Areco, siguió como embajador en Madrid, desde donde envió, con cierto retraso, un mensaje de respaldo a Bordaberry, aunque algunos de sus dirigentes estaban en las listas confeccionadas por militares acusados de corrupción.

    Los colorados Batlle, Sanguinetti y Vasconcellos tenían buenos contactos en las Fuerzas Armadas. En la última sesión del Senado, Vasconcellos dijo que estaría esperando en su casa con el revólver cargado, pero no tuvo necesidad de usarlo, igual que el entonces diputado herrerista Lacalle, decepcionado por la pasividad de sus colegas parlamentarios.

    El líder de la Lista 15, que en octubre, antes de entregarse, se había escapado de su casa armado con una pistola 45, contó durante un coloquio en la Universidad ORT, en 2013, que habían hecho gestiones con uniformados de su confianza para organizar una resistencia militar, pero que habían llegado a la conclusión de que era imposible.

    “Nosotros, en alguna oportunidad, nos juntamos y pensamos si no teníamos posibilidades, con ciertos militares, de enfrentarnos con las armas, claro que lo pensamos, y en alguna reunión estuvimos”, reveló a los estudiantes.

    Algo parecido ocurrió con el Partido Comunista: durante la huelga mantuvo a buena parte de su aparato militar acantonado, pero desistió de usarlo porque evaluó que no existían condiciones. Al contrario, para hacer un gesto al Ejército, apostando a la línea “peruanista”, el PCU operó para levantar la huelga en el transporte, según contó en un seminario en México el entonces enlace de los dirigentes comunistas Iván Altesor.

    Luego de una reunión entre el general Liber Seregni y el dirigente de la Resistencia Obrero Estudiantil (ROE) León Duarte, se decidió convocar a la manifestación del 9 de julio por 18 de Julio como cierre, antes de levantar la huelga. La masiva manifestación fue apoyada también en una declaración conjunta del Frente Amplio con el Partido Nacional, aunque luego el directorio recibió fuertes críticas por el tono “radical” del comunicado, redactado por Seregni y Pivel.

    Además de los generales Seregni y Víctor Licandro y el coronel Carlos Zufriategui, que fueron detenidos, en la manifestación que fue reprimida por la Policía y el Ejército participó el general blanco Ventura Rodríguez.

    Aún con la perspectiva histórica que dan 50 años, la discusión sigue. ¿El golpe se dio en febrero, como sostienen algunos, incluidos los propios protagonistas? ¿Fue en junio, cuando se disolvieron las cámaras y el movimiento sindical reaccionó en todo el país, mientras en febrero habían quedado paralizados con la excusa del asueto veraniego?

    Algunos historiadores, politólogos y analistas afirman que fue un golpe en dos pasos. Otros prefieren hablar de proceso, algo parecido a lo que ocurre con la fecha de la independencia nacional, que se conmemora sin convicción cada 25 de agosto, mientras que quienes sostienen que fue junio se basan en cómo fue percibido por la sociedad, porque en febrero todo era más confuso.

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    2023-06-21T18:49:00