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“Llegó a una hondonada, al lado de una chacra donde habían plantado un poco de maíz junto a una zona pedregosa, cuando sucedió lo inimaginable: de pronto se levantó una enorme piedra, de casi un metro cuadrado, en medio del campo, mimetizada con otras similares del lugar, y de abajo se asomó un hombre, como emergiendo de la tierra.” La descripción realizada por Pablo Vierci en su libro La redención de Pascasio Báez (Sudamericana, 2021) es parte de un híbrido que mezcla ficción y no ficción para abordar un tema pesado: la muerte de dos prisioneros, uno de ellos inocente. El crimen de Báez había ocupado la primera plana de los diarios en junio de 1972, cuando los soldados desenterraron su cuerpo en un campo cercano, y permaneció en el imaginario del Uruguay como uno de los mayores errores de los tupamaros.
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Un par de años después de editado el libro de Vierci, Leonardo Haberkorn decidió tomar otro camino, calculando que el paso del tiempo —la biología, como decía el expresidente Tabaré Vázquez— se está llevando a los protagonistas de la historia reciente. Convencido de que aún quedaban por contar algunos episodios relevantes de boca de sus actores, Haberkorn apretó el acelerador para ganarle a la biología y obtuvo dos testimonios hasta ahora inéditos. El de Ismael Bassini, autor material de la muerte del jornalero Pascasio Báez con una sobredosis de pentotal, en diciembre de 1971, y el de Enrique Osano, que vivió los hechos de cerca y fue quien lo capturó cuando atravesaba el campo, quizás buscando un caballo.
Bassini y Osano eran entonces militantes del MLN-Tupamaros, la organización armada que decidió la muerte de Báez luego de que este conociera, sin querer, un enorme escondite subterráneo ubicado en la cabaña Spartacus, cerca de Pan de Azúcar, al que, en clave, llamaban Caraguatá. Tomando como base las declaraciones de estos dos entrevistados, que en varios puntos aportan versiones bastante divergentes, el autor construyó el libro Caraguatá. Una tatucera, dos vidas (Planeta, 2023), una exhaustiva investigación periodística que no se queda solo con las versiones de estos dos protagonistas, sino que recurre a otros tupamaros, a fuentes militares, policiales, políticas, a historiadores y a la prensa de la época para reconstruir los hechos tan nombrados y a su vez tan mal conocidos.
El Verija
Pascasio Ramón Báez Mena —recuerda Haberkorn— tenía 46 años cuando se topó con el Caraguatá. Nadie le llamaba Pascasio. Para la familia era Ramón y en Pan de Azúcar lo conocían como el Verija. Más que peón rural era un jornalero que hacía varios oficios, “un changador que lo mismo trabajaba en la construcción como hacía una zafra de cortar paja”, al decir de su sobrino Delfín Zeballos Báez.
Antes de llegar a sentarse en el living de la casa de Bassini en Villa Colón, el autor había hecho un intento fracasado y muchas lecturas y entrevistas relacionadas. Una de esas lecturas, la de una página de Internet, decía falsedades tan difundidas como que Bassini, después de salir de la cárcel, se había recibido de médico e incluso había llegado a ser director del Hospital de Clínicas. Cuando recibió al periodista en su casa, en la primera entrevista conocida, desmontó rápidamente esas “inexactitudes”: no había querido volver a la medicina y se había dedicado a criar abejas.
“Bassini tiene 88 años pero mantiene una buena memoria”, advierte el periodista antes de internarse en la historia que da sentido al libro: cómo se gestó el error de haber matado al peón rural en lugar de buscar alternativas no cruentas para mantener en secreto la gran tatucera que habían construido en la cabaña a cargo de la familia Sclavo.
Bassini, Osano (que se había salvado casi por milagro de ser ejecutado durante la toma de Pando en octubre de 1969) y otros protagonistas de ambos bandos describieron las características de la obra realizada bajo tierra. Era un enorme depósito de armas y municiones, joyas y oro robados, un polígono de tiro y refugio para clandestinos en el que habían trabajado muchos técnicos de la organización. Para Osano, que fue enviado a Montevideo unos días antes, la muerte del paisano no se justifica de ninguna manera. Bassini, puesto en una posición mucho más delicada porque fue el elegido para ejecutar la orden, tiene una posición menos tajante y un historial de “buena persona” porque, además de fabricar explosivos y participar en acciones, como estudiante avanzado de Medicina había atendido a mucha gente, incluso a un policía herido de bala.
Un punto divergente entre los recuerdos de Bassini y Osano es que, según el primero, Báez no había descubierto ninguna puerta, sino que Osano, que estaba de guardia, lo vio venir y, en lugar dejarlo seguir, lo encañonó y lo llevó a la tatucera. La versión de Osano es muy diferente y sostiene que lo responsabilizan de eso “para rebajar en algo sus propias culpas por la barbaridad que terminaron haciendo”, pero que Báez en realidad se topó con grandes parihuelas llenas de balas que estaban secando al sol por la humedad que había abajo, una versión parecida a la aportada por el historiador francés Alain Labrousse.
Una de las acusaciones fuertes de Osano es que hicieron una asamblea para decidir si mataban o no al prisionero y que cuando él se opuso, incluso sacándole la anilla a una granada y amenazando a todos, le prometieron que no eliminarían a Báez, para que volviera a poner el seguro. “Creí. Y después nos sacaron de Caraguatá para poder matarlo”, afirma. También cuenta lo que le habría dicho la víctima al despedirse: “Váyase de acá porque lo van a matar igual que a mí”.
El libro, además de reconstruir las circunstancias del asesinato del trabajador y de trazar un perfil suyo, se entretiene en la historia de vida de sus dos entrevistados centrales, pero también aporta otros dos aspectos poco conocidos que ayudan a la comprensión más cabal del caso: la muerte innecesaria del tupamaro Walter Sanzó, al que el Ejército hirió y dejó desangrar durante largas horas en Caraguatá con el intestino perforado antes de llevarlo a un hospital en Maldonado, y la posición posterior de la mayoría de los dirigentes tupamaros que buscaron eludir responsabilidades por lo que habían hecho. El caso de Sanzó es mucho menos notorio. No tuvo tanta prensa, ya que la muerte del jornalero —que era inocente y no un combatiente— fue utilizada como elemento clave de propaganda para desacreditar a los tupamaros como luchadores sociales.
Sanzó fue herido de bala por un oficial de Infantería 11 cuando ya se había rendido y estaba boca abajo a la salida de la tatucera y lo dejaron tirado durante horas. El libro recuerda que llegaron a operarlo en Maldonado, pero que después fue trasladado a Montevideo y murió. Haberkorn detalla también algunos desmanes cometidos por integrantes del batallón con asiento en Minas, como robar las joyas y otros valores que había en el local tupamaro.
A su vez, el libro recuerda que el historiador Labrousse había confirmado parcialmente que la decisión de matar a Báez, en lugar de sacarlo del país o abandonar Caraguatá, fue tomada por la dirección del MLN-Tupamaros, entonces integrada por Henry Engler, Adolfo Wasem, Mauricio Rosencof, Donato Marrero y Mario Píriz Budes. Salvo Engler, ninguno de ellos ha asumido la responsabilidad.