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    Collar de perlas y manos con tinta

    Una historia personal, autobiografía de Katharine Graham, presidenta de The Washington Post

    Posiblemente, el nombre de Katharine Graham haya vuelto al ruedo cuando se estrenó la película The Post: Los oscuros secretos del Pentágono (2017), dirigida por Steven Spielberg. Allí, la figura de Graham fue interpretada por Meryl Streep en un papel discreto, mucho más discreto de lo que fue la vida y el temperamento de esta mujer que pasó de ser una ama de casa al cuidado de cuatro hijos, una “esposa-felpudo”, como ella misma se definía, a estar al frente de un conglomerado periodístico integrado por varios medios de comunicación, cuyo más importante y prestigioso fue The Washington Post.

    Su trayectoria como columnista de “temas ligeros”, como hija y esposa de hombres influyentes y como distinguida señora de la burguesía que llegó a desafiar al poder político, lo cuenta en su autobiografía: Una historia personal. Sobre cómo alcancé la cima del periodismo en un mundo de hombres, editada por primera vez en 1998 y reeditada ahora al español (Libros K.O, 557 páginas). En estas memorias, Graham se revela como una gran narradora, que no tiene reparos en contar los múltiples errores que cometió, los aspectos personales más dolorosos y, claro, también los triunfos.

    Había nacido en 1917 en Nueva York, con el nombre de Katharine Mayer, pero vivió el grueso de su vida en Washington. Su padre, Eugene Meyer, fue un acaudalado hombre de negocios, un banquero que se interesaba por el arte y coleccionaba manuscritos. Su madre, Agnes Meyer, era una mujer culta que escribía artículos sobre educación.

    Un día de 1933, Meyer adquirió en una subasta un diario que estaba en bancarrota. Era The Washington Post. Hoy parece increíble que hubiera estado en poder de un mujeriego y jugador de póker que llevaba a su amante al consejo de redacción y poco le importaban las noticias. Se llamaba Edward Beale McLean, y solo se recuerda porque fundió el diario.

    Con su visión de empresario, Meyer sacó a flote al Post. A mediados de 1948 llegó a tener 800 empleados y un tiraje que pasó en 15 años de los 50.000 ejemplares diarios a los 180.000.

    Katharine ingresó en 1939 como columnista. En ese momento, en los albores de la II Guerra Mundial, el diario publicaba editoriales comprometidos y en coincidencia con las políticas de la administración Roosevelt. Sin embargo, Katharine estaba lejos de esos temas y escribía “cuestiones poco importantes”, con títulos muy sugestivos: El hecho de ser caballero, Cerebro y belleza o Bebidas mezcladas, fueron algunos de ellos.

    En 1940, se casó con Phil Graham, un joven estudiante de Derecho, interesado en la política. Enseguida Phil congenió con Meyer: primero fue su mano derecha y después director del diario. Cuando Meyer envejeció, creó un fideicomiso para que, en caso de venta, el Post continuara con sus fines de servir al público. Nombró además como propietarios a su hija y a Graham, y una comisión que aprobara o rechazara a futuros compradores.

    En una carta pública, el señor Meyer anunció su alejamiento: “Para sobrevivir, un periódico debe tener éxito comercial. Al mismo tiempo posee una relación con el interés público que lo diferencia de otras empresas comerciales (…). Los ciudadanos de un país libre necesitan de una prensa libre para obtener la información necesaria que les permita ejercer de forma inteligente sus deberes como tales ciudadanos”. Con estos objetivos que marcarían la trayectoria del diario, a los 33 años Phil y a los 31 Katharine se convirtieron en los propietarios del Post.

    “El edificio del diario, ruinoso e infestado de cucarachas, se encontraba en pleno centro de Washington”, cuenta Katharine. Allí, entre “nubes de humo que flotaban sobre hombres con sombreros e inclinados sobre sus máquinas de escribir”, Phil y el editor de información Russ Wiggins crearon la sección de información nacional. En 1950 se mudaron a una nueva planta y tuvieron su propia imprenta.

    Periodismo y política.

    “La derecha manipulaba de forma demagógica los temores de los norteamericanos y la atmósfera se iba envenenado a medida que se hacía más intensa la guerra fría”, recuerda Katharine. Lo cierto es que el diario fue tildado de “progresista” o incluso de “rojo” por su defensa y denuncia de atropellos a los derechos civiles. Por otro lado, los sectores de izquierda lo calificaban como un medio “conservador”.

    Los ataques se agudizaron con la caza de brujas llevada adelante por McCarthy. “La guerra entre MacCarthy y el Post fue sucia y aterradora”, dice Katharine. De hecho, el término “macartismo” surgió en el propio diario acuñado por el caricaturista Herblock, que lo escribió en una etiqueta sobre un barril de alquitrán para una de sus ilustraciones de 1950.

    Como director, Phil mantuvo un equilibrio peligroso con el poder y con la Casa Blanca. Si bien siempre defendió la información, llegó a negociar en algunos momentos con Truman cuando fue presidente y luego con Kennedy, de quien fue amigo. Incluso intercedió para que Lyndon Johnson fuera su vicepresidente.

    “Muchos de los nombres designados por Kennedy eran amigos nuestros o pasaron a serlo. Ahora nuestra generación gobernaba el país”, recuerda la narradora con cierto orgullo.

    Mientras todo este entramado ocurría, ella se mantenía al margen de las grandes decisiones del diario. Colaboraba con sus notas “ligeras”, pero sobre todo se ocupaba de su hogar y del cuidado de sus cuatro hijos. “Durante gran parte de los años 60 viví en un mundo masculino, sin hablar con ninguna mujer en todo el día, a excepción de las secretarias, pero no era nada consciente de lo extraordinario de mi situación ni de las dificultades que afrontaban las mujeres”.

    Con el tiempo fue víctima de los cambios de humor de Phil, que sufría de depresión y se había vuelto alcohólico. También Katharine se enteró de que tenía relaciones con otras mujeres. Años después a Phil lo diagnosticaron como maníaco-depresivo, una enfermedad que lo llevó a suicidarse en 1963.

    Todos los hombres y ella.

    Después del suicidio de Phil, a Katharine le llovieron ofertas para comprar el Post. Nadie consideraba que ella pudiera ponerse al frente de la empresa familiar. Tampoco ella lo creía. Pero en setiembre de 1963 la nombraron directora ejecutiva de The Washington Post Company. “Lo que hice, en realidad, fue dar un paso, cerrar los ojos y saltar al vacío. Lo sorprendente es que aterricé de pie”, cuenta en el libro.

    En ese momento la empresa tenía muchas fortalezas. Había comprado 10 años atrás otro periódico, el Times Herald, que le había dado estabilidad al Post. También eran propietarios de la revista Newsweek y de emisoras de televisión. “Además de todo esto, yo disponía de otra ventaja importante: mi apasionada devoción por la compañía y el Post. Tenía tanto afecto al periódico y tantos deseos de mantenerlo en la familia que, pese a mi falta de conocimientos y mi inseguridad, pensaba que tenía que salir adelante”.

    Entonces comenzó a ir a las juntas directivas, a comidas de trabajo con colegas y a los almuerzos editoriales del Post. “Fui entendiendo la jerga, el lenguaje que utilizaban redactores y funcionarios del gobierno”.

    Lo que mejor aprendió fue a reconocer el trabajo de los buenos periodistas, a entender sus puntos de vista, a tener olfato. Apenas estaba en el cargo, recibió una llamada para que no saliera una noticia sobre un encuentro entre Jackie Kennedy, el subsecretario de Comercio y Aristóteles Onassis, que quería hacer negocios con el gobierno. “Fue la primera de muchas, muchas llamadas que he recibido a lo largo de los años y que me han llevado a ser frecuentemente de intermediaria entre los redactores y los aludidos. En general, los redactores suelen tener razón”.

    Tal vez el mejor olfato de Katharine fue la elección de un nuevo director periodístico. Al Friendly lo había sido durante varios años, pero ya estaba veterano y el diario necesitaba un cambio. Entonces Katharine convocó a un periodista que había pasado brevemente por el Post: Ben Bradlee. “¿Qué le gustaría hacer a largo plazo?”, le preguntó. “Daría mi brazo izquierdo por ser director del Post”, le contestó Bradlee. Así, a los 43 años, se convirtió primero en director adjunto de información nacional e internacional y poco después en el director.

    Con Bradlee entre 1966 y 1969 el Post incorporó 50 nuevos periodistas a la redacción. “Su llegada me cambió la vida de forma inesperada. Era la primera persona a la que yo había colocado en un puesto importante y ello supuso una diferencia asombrosa entre mi relación con él y la que mantenía con casi todos los que estaban en el Post (…). Ben y yo fuimos socios desde el principio, iguales en la medida en que teníamos objetivos comunes”.

    Con esta sociedad, la relación entre periodismo y política estuvo mucho más clara. La guerra de Vietnam estableció la distancia precisa con la Casa Blanca, que se profundizó en 1969 cuando Nixon llegó al gobierno. “Tenía, desde hacía mucho tiempo, un conflicto con la prensa en general y el Post en particular”, recuerda la escritora.

    Hubo dos investigaciones que llevaron al Post a ser uno de los diarios más respetados. Una fue la llamada Papeles del Pentágono, investigación sobre la política que llevó adelante Estados Unidos en la guerra de Vietnam. La publicación implicó una trama judicial que puso en riesgo la libertad de expresión. Tanto el Post como The New York Times, que había descubierto los documentos, ganaron en los tribunales y salieron fortalecidos. Y sobre todo para el Post fue un antecedente para su otra gran hazaña: el caso Watergate.

    Un sábado de 1972 cinco desconocidos habían intentado entrar al edificio Watergate, sede del Comité Nacional del Partido Demócrata, con guantes quirúrgicos y habían sido detenidos. La noticia era extraña, pero algo había. “Lo que estábamos viendo era, por supuesto, la punta del iceberg. Y podríamos no haber conocido nunca la dimensión de ese iceberg si no hubiera sido por los extraordinarios esfuerzos de investigación de Bob Woodward y Carl Bernstein, ahora nombres famosos, pero dos jóvenes que nunca habían trabajado juntos”. De la mezcla de sus talentos, surgió una investigación que hizo caer a Nixon. En la redacción llamaron a esa mezcla “Woodstein”.

    Con los años el diario tuvo altibajos, enfrentó una larga huelga de gráficos y siempre la tuvo a Katharine Graham al firme, con sus modales de señora de alcurnia, pero inflexible. “Las mujeres han sufrido, tradicionalmente, de un deseo excesivo de complacer, un síndrome tan inherente a mi generación que ha inhibido mi comportamiento durante muchos años”, reflexiona en el libro sobre lo que aprendió en carne propia sobre feminismo.

    Katharine abandonó la presidencia del Washington Post en 1991 y se puso a escribir estas memorias jugosas, que son un registro histórico, además de personal, y que obtuvieron el Premio Pulitzer. Murió en 2001, cuando asistía en Idaho a una conferencia sobre cargos directivos en los medios de comunicación. Seguro que lucía un collar de perlas y su melena impecablemente peinada.