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    Con muñecos así, no todo está perdido

    Arte eterno XIX: en 1982 se estrenó “E.T.”, de Steven Spielberg, una de las películas más taquilleras de todos los tiempos y un ícono del siglo XX

    La idea original era realizar una película pequeña, con muy pocos efectos especiales, a propósito de la amistad entre un niño de padres divorciados que vive en los suburbios y un extraterrestre muy feo, aunque de gran corazón, que queda varado en la Tierra. Pero esa historia banal, inocente, se transformó de inmediato en uno de los mayores éxitos comerciales de la historia del cine. Y su personaje principal, feo, cabezón, de grandes ojos, largo cuello y pequeño cuerpo, un engendro total, terminó siendo uno de los principales emblemas del siglo XX, un representante de la bondad y la ternura, valores que no cotizan en ninguna bolsa.

    A treinta años de su estreno en 1982, E.T, el extraterrestre sigue siendo una película de una eficacia demoledora. Todo funciona a la perfección. Steven Spielberg (Cincinnati, Ohio, 1946) ya tenía una suficiente y sólida filmografía en sus espaldas con la inquietante “Reto a muerte” (Duel, 1971), la ganchera “Tiburón” (Jaws, 1975) y las divertidísimas “Encuentros cercanos del tercer tipo” (1977) y “Los cazadores del arca perdida” (1981). Pero aquí dio un paso más: consiguió darle a una sencilla historia de amistad y regreso a casa (el guión es de Melissa Mathison) el tono de una fábula imperecedera donde los personajes resultan arquetípicos y las situaciones fantásticas, pero gracias a su particular nomenclatura, todo se vuelve creíble.

    No hay forma de no sentirse identificado con el personaje de Henry Thomas; no hay forma de no querer al cabezón extraterrestre. El humor está intercalado con suma eficacia (en Halloween todos somos extraterrestres; en los cuartos infantiles también) y los oscuros y sin rostro representantes de la ciencia que persiguen al muñeco con el hombre del llavero a la cabeza, son los malos de turno, los verdaderos alienígenas.

    Según relató Peter Coyote, en el set de filmación imperaba la misma buena onda que en la ficción. Drew Barrymore, que en aquel entonces era una niña, lloraba de amor auténtico por la criatura del espacio exterior, que a veces era una máquina articulada por varios operarios, a veces un niño sin piernas con el traje de goma y a veces un enano disfrazado. Pero no cortemos la magia: E.T. existe más que Papá Noel y más que los Reyes Magos.

    Un juvenil Spielberg, siempre de gorrita con visera y calzado deportivo, iba y venía por el set dando indicaciones sonrientes. Todos disfrutaban como si se tratase de un juego, de un baile de disfraces, de una fiesta entre amigos y familiares. Quienes se arrancaron los pelos luego del estreno y del inmediato taquillazo mundial fueron los directivos de Columbia, que no creyeron en el proyecto y se lo cedieron a Universal.

    El diseño de esa cabezota que sería más célebre que las latas de sopa Campbell de Andy Warhol, otro ícono pop (las latas y el propio Warhol), fue responsabilidad de Carlo Rambaldi, quien falleció en agosto de este año a los 86 años. Si uno ve fotos del diseñador italiano, está claro que E.T. es su fiel autorretrato.

    Y el niño que atraviesa la enorme luna con su bicicleta y el cesto donde se esconde el extraterrestre, sería otra de las imágenes imperecederas del siglo XX, precisamente la que hoy representa a la propia empresa de Spielberg, Amblin Entertainment, una compañía de sueños ilimitada.

    Además de los siempre agudos detalles del cineasta, de su intuición para colocar la cámara donde debe ir y de su certeza para la exacta duración de cada toma, tenemos la impactante música del recontraoscarizado John Williams, que todavía hace más fuerza para que esas bicicletas lleguen a tiempo y permitan a nuestro amigo de las estrellas regresar a su morada.

    Cuando concluyó el rodaje, Henry Thomas, quien también era un niño, se había convertido en el héroe de su escuela: el terrícola que había dado cobijo en su casa al extraterrestre más bueno de todos, el único capaz de dar lugar a una esperanza del espacio exterior que terminaría echada por tierra merced a invasores de cuerpos como Alien, el Depredador, las asquerosas calaveras de John Carpenter que solo se ven si te ponés unos lentes especiales, los malvadillos verdes de Tim Burton y las agresivas criaturas de “Guerra de los mundos” (2005), que también dirigió un Spielberg ahora más desencantado y pos 11/S (es muy significativo el ataque de pánico de Dakota Fanning ante las primeras explosiones: “¿¡Son los terroristas, papá!?”).

    Salvo E.T. y “El hombre de las estrellas” (Starman, 1984), de Carpenter, los extraterrestres buenos perdieron por goleada su lugar en la pantalla, como lo ejemplifica “Cocoon” (1985) de Ron Howard, una de las películas más boludas que una mente humana haya concebido. ¿A quién se le ocurre llegar a la Tierra e ir a un geriátrico a rejuvenecer a los ancianos internados? A los extraterrestres de Howard. Los planetas también existen para ser conquistados. ¿Alguien cree que es viable para el presupuesto terrícola viajar a otra galaxia para salvar plantitas o bichos de cinco patas? Por favor, solo habría que hacerlo por E.T. y por lo que le debemos personalmente a él.

    Spielberg es un genio, de eso no hay dudas. Heredero de un cine épico y poético en la mejor tradición de John Ford, hasta el momento nos ha dejado valiosas películas como “El color púrpura” (1985), “Jurassic Park” (1993), “La lista de Schlinder” (1993, su primer Oscar a la dirección y mejor película), “Rescatando al soldado Ryan” (1998, segundo Oscar a la dirección), “Sentencia previa” (Minority Report, 2002), “Atrápame si puedes” (2002) y “Munich” (2005), así como la obra maestra “El imperio del sol” (1987), ejemplo soberbio de la infancia perdida y recuperada, uno de los recurrentes temas del cineasta.

    Este hombre, a quien han llamado “el Rey Midas” debido a sus frecuentes éxitos comerciales, también tiene películas olvidables y fracasos. Olvidadas han quedado “Loca evasión” (The Sugarland Express, 1974), “Siempre” (1989), “Amistad” (1997), “Inteligencia artificial” (2001), “La terminal” (2004) y la cuarta entrega de “Indiana Jones”. Y fracasos rematados fueron “1941” (no hace reír a nadie y solo se salva John Belushi) y la horrenda “Hook” (1991), que durante años fue uno de los proyectos más preciados de Spielberg por aquello del niño que nunca crece. En cuanto a sus dos últimos títulos, “Las aventuras de Tintín: el secreto del unicornio” y “Caballo de guerra”, me abstengo de comentarios, aunque intuyo que irán a parar a la categoría de olvidables.

    Spielberg se crió en un típico ambiente de clase media. Su padre era ingeniero y se dedicaba a la electrónica; su madre era concertista de piano y daba recitales en su casa para otras amigas. Desde niño, Steven estuvo fascinado con las cámaras de súper ocho: filmaba sus propios juegos, los trenes chocando, los autos arremetiendo contra los soldados de plomo y de plástico.

    Como no podía ser de otro modo, se dedicó a estudiar cine en la Universidad de California. A los 20 años ya se encontraba dirigiendo un episodio de “Galería nocturna” para la televisión, y nada menos que con la diva Joan Crawford en el papel de una ciega que recuperaba la vista en el exacto momento de un apagón, situación que posibilitaba al joven director una serie de sorprendentes y creativas posibilidades visuales.

    Según el ensayista y también chismógrafo Peter Biskind, Spielberg era una especie de nerd para sus colegas. Entre los 70 y los 80, mientras los otros directores le daban duro y parejo a la marihuana, al ácido, a la cocaína y también a las mujeres, el buenazo de Steven se alejaba de las barbacoas púrpuras y de las piscinas con chicas desnudas y se iba a un rincón donde hubiera una tele. Su primera esposa, Amy Irving, le trajo varios dolores de cabeza: al parecer, era de las chicas que adoraban estar en la piscina.

    Spielberg también deseaba distanciarse del judaísmo ortodoxo. Para molestarlo, John Landis lo llamaba por su nombre hebreo: Shmuel.

    Alejado de las farras y de las bromas, se recluyó en su casa, donde instaló, fiel a los juguetes que siempre le gustaron, uno de los primeros y sofisticados sistemas de seguridad. Y su fama creció en proporción directa a las nuevas alarmas, que hoy detectan la sinapsis de dos neuronas discordantes o un simple pensamiento paranoico y se disparan en una sirena insoportable.

    Sexagenario campechano y millonario temeroso, este empresario, productor, guionista y director sigue pensando en imágenes: ha completado “Lincoln” —que, esta vez, en la piel de Daniel Day-Lewis, se dedicará a los derechos civiles y no a la caza de vampiros—, emprenderá la quinta entrega de Indiana Jones y la historia de ciencia ficción “Robopocalypse”. Por suerte, hay Spielberg para rato.

    Vida Cultural
    2012-09-27T00:00:00