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    Criatura de las profundidades

    Por Ch.

    Enfundado en una túnica blanca, Nick Cave se presenta como alfarero en su taller de trabajo y nos muestra una serie de estatuillas del diablo: el diablo de niño, el diablo de joven, el diablo cuando va a la guerra, el diablo y su casamiento, el diablo envejeciendo y finalmente la muerte del diablo, tomado de la mano de un niño que se apiada de su alma. Por su forma y tamaño podrían ser esas típicas estatuillas de porcelana que se encuentran en la cristalería de alguna abuela. Pero son de Nick Cave, de su producción, de su agrado, de su conexión emocional.

    Así comienza This Much I Know To Be True(2022), un documental de Andrew Dominik ( Choper, El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, Mátalos suavemente), que acaba de estrenar Mubi y que registra en un amplio salón de tipo palaciego temas de Ghosteen y Carnage, los dos últimos discos del cantante, compositor y poeta australiano junto con el tecladista y violinista Warren Ellis.

    La música, como es habitual en Cave, se expande por el ambiente de un modo suave, alucinado, oscuro, ligeramente inquietante. El recitado, las leves notas del piano y los arreglos de cuerdas se sobreponen a cualquier otro instrumento que pueda estar asociado al rock. Casi no hay guitarras. Casi no hay percusión. Son baladas infernales. Dominik y Cave ya habían colaborado en el documental One More Time with Feeling (2016), también sobre la música de Cave.

    A los 64 años se mantiene en forma con esa melenita de negro azabache que le cae por detrás como una cortina de teatro maldito, flaco, la mandíbula ausente, mirada de niño terrible y un tanto arrugado, con un aire asociado a Lee Marvin. De hecho, dicen que Nick Cave integra la hermandad secreta de los hijos de Lee Marvin. Suena realmente esotérico. ¿Se juntarán a ver películas del padre? ¿A quemarropa?, ¿El emperador del norte? Sea como sea, Cave está enterito. Atrás quedaron sus días oscuros, la adicción al alcohol y la heroína, la tormentosa relación con PJ Harvey y otras parejas, la pérdida de su hijo Jethro. El contraste se hace todavía mayor cuando aparece brevemente Marianne Faithfull para hacer un recitado. No quiere que la filmen, pero se entrega resignada a la cámara. Si bien es cierto que le lleva más de 10 años a Cave, verla obesa, con dificultades para caminar y con una sonda de oxígeno… Dios santo, es que la vejez le sienta muy mal al rock, peor que a cualquier otro estilo musical. Un concertista clásico de pelo blanco es un druida; un blusero quebrado por los años es el blues en su más pura esencia; un jazzero septuagenario soplando una trompeta es el corazón del jazz. Pero un rockero o una rockera envejeciendo… son sencillamente pacientes en un sanatorio. El daño lo hizo Elvis al hacernos ver el rock como un baile eterno, contoneos de cadera aceitados sobre una pista de piel tersa, siempre juvenil. No hay duda alguna: Mick Jagger y Keith Richard hicieron un pacto con el diablo.

    Lo que nuestro poeta no abandona es su predilección por el buceo en las zonas más oscuras del alma humana. Allí es donde abreva el arte de Nick Cave, un arte delicado, de formas exquisitas, no apto para optimistas ni alegres declarados. El poeta se mueve levemente. Los brazos y su cuerpo ondulan como liquen bajo el mar. Son los movimientos de un actor, no de un cantante. Así lo hizo desde su aparición en Cielo sobre Berlín, de Wim Wenders. A través de sus canciones nos recuerda que nunca, jamás, tuvimos control de la realidad; sí una imprescindible libertad para tomar decisiones, pero nunca, jamás, para tener el dominio de nuestras vidas, que se escapan por cientos de rendijas aunque pretendamos habitar en una casa blindada a las desgracias. Nuestro poeta igualmente tiene esperanza: espera que su amado niño llegue en el próximo tren, espera que el amor triunfe ante la adversidad, espera la redentora mano de Dios. Incluso apuesta a la remotísima posibilidad de un reino de felicidad en los cielos. Tal vez exista, dice Cave. Quién sabe.

    Además de las canciones, la mayoría de las veces captadas con una cámara que gira lentamente alrededor de los músicos, tenemos significativas declaraciones. Ante su computadora Cave nos informa sobre los miles de mensajes que le llegan a su blog The Red Hand Files. Cientos, miles de almas tristes, cuando no atormentadas, a las que el músico siente la necesidad de contestar, si esto es posible. Pero ¿cómo contestar a alguien que dice que ha perdido a su esposa, su trabajo y toda esperanza? El poeta solo puede hacer canciones y lanzarlas al aire para que al menos oficien como un remanso, un plazo de gracia. Generar belleza bajo un cielo de tormenta. Eso fue lo que hizo Nick Cave en su inolvidable concierto montevideano en el Teatro de Verano. Mientras los truenos del horizonte se acercaban más y más sobre nuestra miserable humanidad, el poeta no dejaba de cantar. Fue un momento excepcional. Pero así también es la vida: un efímero momento excepcional.

    Hay un cuento de Dino Buzzati —no voy a precisar nada más allá de la poderosa imagen que me provocó— que comienza así, de una, con un gigantesco puño real que todos ven, el puño de Dios, a punto de caer sobre un pueblito y hacerlo pedazos. Cave sabe que la mano de Dios se nos puede brindar abierta para acariciarnos y salvarnos, y también cerrada para golpearnos otras veces. Es que Dios en su inevitable omnipotencia también es malo y no puede contener su furibunda ira. Debemos vivir bajo la posibilidad de que en cualquier momento nos caiga encima una lluvia sombría, un misil en el edificio, el puño de Dios. Y si no queremos culpar a Dios, para eso tenemos la colección de estatuillas del diablo.

    En la espera, escuchemos a Nick Cave.