De la calle al Mides, de un romance de “pendeja” a la cárcel, de lucharla por años a perderlo todo por una “estupidez”

escribe Victoria Fernández 
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Dona escucha que hablan de ella en la radio. La llama un amigo taxista y le cuenta que dijeron que es una buena madre. Que hubo oyentes que la apoyaron, que dijeron que era un disparate que vaya cuatro años a la cárcel. Pero que otros la criticaron por no haber pensado en sus hijos antes de hacer lo que hizo. Que el arrepentimiento le llegó tarde.

Dona sabe del artículo que publicó Búsqueda semanas atrás, que narra su caso como un ejemplo “paradigmático” de lo dura que resulta sobre las mujeres con hijos la nueva política de persecución al microtráfico. Y sigue, medio a la distancia, las repercusiones. Escucha cómo ella y sus niños son el puntapié de un debate más profundo sobre la desproporción de algunas sanciones penales. Sobre los cambios que trajo la Ley de Urgente Consideración (LUC). Sobre las mujeres que como ella quedan atrapadas en una “maraña” legal que las castiga con más firmeza que a los narcotraficantes.

Pero ella no participa. Ella no habla. Su historia la cuentan otros.

Dona decide que también quiere hacerse escuchar.

“Lo hizo porque no pensó en los hijos”, dicen. Yo pienso en mis hijos todos los días. Estoy yo con ellos, más nadie. Yo los visto, los calzo, les doy de comer, los llevo a la escuela, los traigo. ¿Los padres saben si comen o no? No saben. ¿Si tienen pan todos los días? No saben. ¿Si llevan merienda, si hacen los deberes? No saben. Pero sí saben criticar.

“Sí que saben criticar, nada más”, repite con amargura. “‘¿Total? Es negra’. Eso es lo que piensan”. Ya no parece hablar solo de esos padres ausentes.

Para Dona, no es nuevo que la juzguen. Ahora, porque intentó entrar 56 gramos de marihuana a la cárcel. Desde siempre, por ser pobre, por ser negra, por su trabajo sexual, por tener muchos hijos.

“Lo único que sabe es yirar”, dicen. Pero yo yiro para darle de comer a mis hijos. Para más nada. No porque me guste hacerlo. No me divierto, la verdad que no. No la paso bien. Y nadie sabe. No saben si estoy triste, si estoy feliz, si como todos los días. Tampoco saben eso. El único que sabe es el de arriba, y es el único que puede juzgar, más nadie.

“Empecé a repechar”

La charla empieza por el principio. “Mi nombre es Dona Samer Fleitas Olivera”, se presenta, seria. “Tengo 39 años. Viví en Casarino (Canelones) hasta los 20, con mi tía. Mi madre falleció cuando yo tenía 6 años”. ¿De qué? “Supuestamente de una falla en el corazón”. Tenía 37.

Dona tiene nueve hermanos y hermanas. A los 24 años tuvo a su primer hijo. Más adelante, con dos niños, se peleó con su pareja y volvió a casa de la tía. No fueron precisamente bien recibidos. No podían usar el baño, y el “bochinche” de los niños irritaba a la dueña de casa. Dona se las arregló como pudo. Trabajó como limpiadora en una casa en Pocitos. Como bachera en un local cerca del shopping. En una empresa de limpieza. En el Mundo de la Pizza. Y “en la noche”, cuando no alcanzaba.

Quedó embarazada de su tercer hijo. Tiempo después tendría al cuarto.

Un día, cuando Dona se fue a visitar a una amiga en Las Piedras —“para poder estar más limpia, porque ella no dejaba que usáramos la ducha”— la tía le dijo que no volviera más. Ella y sus hijos quedaron en la calle. Fue entonces cuando entró a uno de los programas del Ministerio de Desarrollo Social (Mides). Era febrero de 2020.

“Ahí me empezó a ir, no bien, pero mejor de lo que estaba”, cuenta Dona. “Me permitió tener un lugar limpio y ordenado para mis hijos”, y algo de dinero gracias a la tarjeta del Mides y los tickets de alimentación. “Ahí empecé a repechar”.

Pero la remontada duró poco.

“Cómo toda pendeja, me puse a chatear por Facebook”, dice, y se permite sonreír. Así conoció a Darío, con quien al tiempo empezó a “salir”. Como él estaba preso en el ex-Comcar, ella lo visitaba en la cárcel. “Pensaba que iba a ser todo color de rosas, y siempre las rosas terminan siendo espinas”.

El 27 de julio Dona festejó el cumpleaños de su hijo más chico. El 28 de julio fue a visitar a Darío. El 29 de julio volvió a su casa con una tobillera electrónica y un proceso penal por microtráfico.

“En este lío me metí yo sola, por tonta”, se apura a aclarar, más de un año después, con una condena a cuatro años de cárcel y una poco auspiciosa apelación pendiente.

Las cosas sucedieron más o menos así: un rato antes de ir a la cárcel, Dona recibe un mensaje de Darío, que le dice que le van a entregar un paquete para que lo entre. Cuando está en la fila, ya cerca de ingresar, una mujer se le acerca: “Esto manda Darío”. Le explica que vaya al baño y lo esconda en su cuerpo. Le dice cómo. “Yo no soy de hacer estas cosas”, cuenta Dona que le respondió. “Dice que lo entres porque si no, va a tener problemas adentro”. Va al baño. Parecían dos tizas, recuerda. Solo se escondió una, la otra no entró. No supo cómo. Cuando pasa por el escáner, la agarran. La llevan a un cuarto. “Es la primera vez que yo ando en esto”, dijo nerviosa. “Pero yo no eché para atrás ni me puse a llorar ni gritar ni nada. Cuando ella (la policía) me pidió, enseguida se lo entregué”. Le preguntó si sabía abrirlo. Estaba envuelto en cinta negra. No sabía. “Se nota que sos primeriza”.

Estuvo detenida hasta la medianoche. Explicó que tenía hijos, que estaba sola con ellos. ¿Y dónde están?, se preocupó su abogada de oficio. Estaban en el hotel Aramaya, donde el Mides aloja, de forma transitoria, a madres sin hogar con hijos. Con suerte alguna compañera de piso los estaría cuidando. “Dejame ver qué puedo hacer”, le dijo la defensora.

Dona sabía que había metido la pata. Pero creía que como castigo le suspenderían las visitas, algo que no le preocupaba demasiado porque Darío saldría en libertad al mes siguiente. Pero las cosas eran un poco más complicadas.

“Mirá que agarraste justito la ley nueva, que ya no es que te vas para tu casa con una advertencia. Ahora esto lo pagás con cuatro años de cárcel”, recuerda Dona que le explicó la abogada.

Y se me vino el mundo abajo.

La LUC y el combate al microtráfico

Ingresar droga en la cárcel es un delito, y no es nuevo. Previo a la LUC, si la persona que lo hacía era primaria —sin antecedentes— podía recibir una pena de cárcel de pocos meses, una libertad vigilada, o una suspensión condicional del proceso (la causa quedaba en suspenso y la persona en libertad, y si no cometía un nuevo delito en el plazo de un año, se cerraba). La Ley de Estupefacientes N° 17.016, de 1998, consideraba como agravante el ingreso de droga a una cárcel, pero no imponía un mínimo de cárcel.

Pero la LUC, aprobada el 14 de julio de 2020, no recogió esa redacción sino la de un decreto ley anterior, de 1974, que penaba el ingreso de drogas a las cárceles con una pena de cuatro a 15 años. La LUC también derogó la suspensión condicional del proceso —un instituto que tenía el apoyo casi unánime de la academia y de la Fiscalía, porque habilitaba una salida no punitiva para los crímenes leves de primarios— y eliminó la posibilidad de redimir pena por estudio y trabajo para varios delitos, entre ellos el ingreso de drogas a las cárceles.

Estas normas impactaron de forma especial en las mujeres porque son ellas las que suelen cometer ese delito, sea para llevar droga a una pareja o un hijo preso, o a un desconocido a cambio de dinero.

Tras la repercusión que generó el caso de Dona, que varios actores, entre ellos el comisionado para el sistema penitenciario, Juan Miguel Petit, y el representante de Naciones Unidas Jan Jarab consideraron “dramático” y representativo de un punitivismo excesivo, varios legisladores del oficialismo expresaron su voluntad de “revisar” algunas de estas normas para evitar injusticias.

El tema también ingresó en el debate político sobre la LUC, ya que las normas que endurecen las penas contra el narcomenudeo están entre los 135 artículos que el Frente Amplio, el PIT-CNT y otras organizaciones buscan derogar en el referéndum contra la ley.

Mientras no haya cambios, el comisionado penitenciario y la ONG Gurises Unidos, que en convenio con el Mides da apoyo a Dona y sus hijos, aspiran a que la Justicia le permita cumplir la pena en prisión domiciliaria, junto a sus hijos. Si va a la cárcel, los menores serán separados de su madre —la única adulta responsable de ellos—, y deberán ingresar al Instituto del Niño y Adolescente (INAU). Esa fue la situación que plantearon en un amicus curiae que presentaron al juez, a quien pidieron que priorice el derecho de los niños a criarse con su mamá.

Dona no ambiciona una reforma legal, ni se emociona con la atención mediática. Sus deseos son más inmediatos. Espera una llamada. Una llamada que le diga que ya está, que la pesadilla se terminó.

Cuatro años sin ver a mis hijos, no. Vengo luchando con ellos toda la vida, ¿y que me los saquen así?

“Mamá no llora”

Cuando habla de sus hijos, Dona se ríe. Que se pasan peleando, como todos los hermanos. Que si uno le dice que la quiere, el otro se pone celoso. Que el más grande ya tiene novia y que le tiene que recordar que no vuelva tarde. Que se pasa con la computadora. Que el más chiquito es terrible. Que ella vive rezongando, que salgan de ahí, que no toquen eso. Que a veces los manda a bañarse para que se entretengan, porque en el hotel los espacios comunes para jugar son pocos y si hacen mucho ruido se arma lío. Que los hace salir cuando ya tienen los dedos arrugados.

“Son mis tesoros. Si los pierdo, pierdo todo. Mi vida se va a pique totalmente”, dice, todavía sin quebrarse.

Hay madres que no sé si tienen lo que yo tengo para darle a ellos, o ahí mismo donde vayan a estar, si les darán el cariño que yo les doy, ¿será así? No sé. Solo de pensarlo me da cosa. Trato de decir no, ya va a pasar todo.

Solo en ese momento Dona deja ver su tristeza. Los ojos se le cubren de lágrimas. “Lo que no me dio mi madre se lo estoy dando yo a mis hijos. Y lo que no me dio mi tía, que nunca me dio un cariño, un abrazo, un ‘te quiero sobrina’”.

No fue fácil contarles lo que pasó. “El más grande cuando se enteró me quería matar. Ni me miró a la cara”. Los otros la abrazaron. Son más chicos y no se dan tanta cuenta de lo que pasa. Cuando fue a la audiencia judicial donde recibió la condena, les explicó que no sabía si volvería. Que capaz ya la mandaban presa. El más chiquito le dijo que no se preocupe: “‘Yo llamo a la ambulancia que rompa la cárcel y vos salís’, me dijo. Como si fuera un juego, uno de los dibujitos que él mira. Yo no sabía si reírme o llorar”.

A veces parece que él entendiera más que los demás.

Cuando ese día ella demoró en volver, porque la audiencia se alargó más de lo previsto, los niños se asustaron. Los encontró llorando.

Ni siquiera logra imaginarse estar cuatro años separada de ellos. Hace cálculos. Cuando salga, la nena va a tener 14, el grande va a ser mayor de edad. El de cinco va a tener nueve. El más chico, siete. “¿Perderme toda la crianza por una estupidez?” No. No se resigna a creerlo. “Yo siempre les dije que iban a estar conmigo”.

Cuenta que el mayor sueña con irse a Japón a estudiar gastronomía. Dice que se los va a llevar a todos con él. ¿Pero si ella no está? Capaz se va igual. O no se va, y se queda a cuidar de sus hermanos. “Y ahí ya le mato la visión de él de irse a Japón”, se reprocha Dona. “Si yo llego a entrar ya lo veo a él acarreando con los hermanos, que no tiene nada que ver”.

La vocación del mayor por la gastronomía no es antojadiza, viene de familia. A Dona le encanta cocinar, y dice que le gustaría aprender más y poder trabajar de eso. Cuenta que cuando estaban alojados en el hotel Aramaya, había una cocina amplia y ella, sin poder salir por la tobillera, se pasaba “todo el día metida ahí”. Cocinaba para sus hijos, para otras madres, para vender afuera. Pero ahora, en el hotel Kolping, la cocina es muy chica, tiene que anotarse para usarla y lo máximo es una hora. Así que cocina solo para ellos, en una olla en el cuarto del hotel.

Y espera.

Estoy deseando que se termine de una vez porque creo que en cualquier momento me vuelvo loca. Es como un martillo que está pam pam pam en mi cabeza.

Si está por volverse loca, no lo muestra. Ni en la entrevista, ni a sus hijos, ni a nadie. Dice que prende la radio “a todo lo que da”, para no escuchar nada más. O se queda un rato abajo del agua, en la ducha. Con la música tapando todos los pensamientos. O va a la rambla y conversa con alguien “de cualquier otra cosa, no de lo que me está pasando”. Así se serena.

Las ganas de gritar, de llorar que tengo... pero me las guardo para adentro. Suspiro y digo ‘ta’. A veces me dan ganas de llorar, de estar un rato sola en el cuarto, pero los veo a ellos y digo no, no me voy a poner a mariconear delante de ellos. Ellos no tienen por qué verme llorar. Y no me ven a mí llorar. No me van a ver llorar. A veces me ven que estoy moqueando y me preguntan, ¿estás llorando mamá? No, mamá no llora.

Contratapa
2021-09-30T00:59:00