Estudió Derecho pero lo dejó a mediados de los 60 para dedicarse al periodismo, su verdadera pasión. Fue redactor de “Época”, “Hechos”, “Ahora”, “Sur”, “El Debate” y “El Día”. También fue corresponsal de diversos medios extranjeros y productor de programas televisivos locales. Raúl Ronzoni ingresó a Búsqueda en 1991 y se desempeñó básicamente como cronista de Judiciales; en la actualidad es uno de los columnistas del semanario. Es autor de los trabajos periodísticos “Criminales” (2011) y “Asesinos & Cía” (2012) y coautor junto a Mauricio Rodríguez de “¡Vidas bien vividas!” (2012), todos editados por Fin de Siglo. A continuación publicamos el primer capítulo de su nuevo libro, Mercedes Pinto, el retrato de una herida mujer española que supo abrirse camino en el Uruguay de principios del siglo XX.
Una tarde de fines de julio de 1999, al finalizar el primer tramo del invierno, el centro de Buenos Aires quedó atrapado por una agobiante humedad que se adhería pegajosa a la piel. Como siempre en esa ciudad, pero peor. Las nubes negras que amenazaban desde temprano se partieron de golpe luego del estallido de un trueno y, también de golpe, se desató una conspiración de lluvia y frío. Una tromba de agua congeló mi cabeza. Desesperado busqué dónde guarecerme mientras esquivaba a quienes se empeñaban en desafiar al viento con sus paraguas convertidos en marionetas incontrolables. Cuando intentaba protegerme debajo de una cornisa de la que caían gruesos goterones, divisé a pocos metros una librería de viejo. No lo dudé: corrí, me empapé y entré. Confortado por la temperatura interior, decidí esperar allí el fin de la adversidad climática mientras una aguanieve desnutrida golpeaba las vidrieras.
Con una forzada cortesía el dueño de la librería refunfuñó un parco: «Buenas tardes» para responder a mi saludo. Ni siquiera me ofreció asesoramiento. Comprensible. Su intuición comercial le decía que ese extraño con la ropa chorreando había entrado por razones utilitarias y que nada le compraría. Peor aún: se vería obligado a trabajar secando el suelo sobre el cual yo había dejado un charco infame. Me quité la chaqueta empapada, la colgué de un perchero y ocurrió lo inevitable: un nuevo charco se añadió al anterior. Debí sentirme culpable, lo admito. Pero no lo hice. Fueron más poderosos el calor y el aroma a papel y a tinta que se colaba a través de mis narinas y, sin pensar en otra cosa, comencé a hurgar en las estanterías mientras el librero secaba el piso y me observaba de reojo.
Había transcurrido poco más de media hora cuando cesó la lluvia, pero igual decidí permanecer dentro de la librería. A esa altura poco me importaba el clima y nada me apremiaba en otro sitio. Los poderosos anzuelos de autores que han desaparecido de los escaparates tradicionales, las antiguas tapas de suave cuero gastado con títulos dorados o repujados y las carátulas de cuando el diseño se definía con la imaginación y los pinceles del artista me mantenían atrapado en mi nostalgia. En el recuerdo de pérdidas pasadas. Porque eso y no otra cosa es la nostalgia.
Cuando terminé con el sector de las estanterías más bajas se despertó mi gula por ejemplares más antiguos. Debía buscarlos en los estantes superiores, trepando por una escalera de madera de dudosa firmeza. Sobre sus tambaleantes peldaños —visiblemente reforzados con clavos torpemente martilleados—, intenté mantener el equilibro mientras indagaba. Me asaltó la imagen del anciano del cuadro del alemán Carl Spitzweg, El ratón de biblioteca. Pero el protagonista de esa estupenda obra del romanticismo me llevaba una apreciable ventaja: Spitzweg pintó bajo los pies de ese viejito una escalera con plataforma sostenida por cuatro patas.
En esas reflexiones estaba cuando perdí el equilibrio. Para no caer debí asirme de un estante superior y allí fue cuando lo vi. Entre dos pequeños ejemplares de la antigua colección Crisol de la Editorial Aguilar, mi vista tropezó con un título que me sacudió: Él. Me disgusté al observar algunos deterioros en la tapa y el lomo. El metafórico diseño de la carátula (un águila con las alas extendidas y sus garras presionando la cabeza de un hombre con ojos desorbitados) se mantenía en buenas condiciones. Abajo, a la izquierda, lucía nítida la firma del autor del diseño, el pintor ítalouruguayo Alfredo de Simone (1896-1950). Al hojear el libro comprobé que las ilustraciones interiores de Fernández y González estaban impecables. Las recordaba como son: en negro sobre blanco, sombrías y conmovedoras; una revulsiva y fiel interpretación del padecimiento de la protagonista. Tan intensas y dramáticas como el propio relato.
Con la novela en mi poder, puse fin a la búsqueda y al esfuerzo por mantener el equilibrio. Bajé con prudencia. Para sorpresa del librero —debo admitir que también mía—, no solo no me caí, sino que con el poco dinero que me quedaba compré el libro cuyo valor probablemente el comerciante desconocía: 17 dólares. Una ganga por una primera y escasa edición que unos años después, ante su indoblegable insistencia, le regalé a mi colega y amigo Matías Prado.
Esa historia de la española Mercedes Pinto, nacida en Tenerife —la mayor de las siete soleadas islas Canarias—, forma parte de mi memoria adolescente. Quedó almacenada allí por razones que no alcanzo a comprender, porque entonces su contenido pudo considerarse inapropiado para la edad que tenía. Al mismo tiempo rescato imágenes cinematográficas cuyo recuerdo, a diferencia del libro, tiene una explicación. A fines de los años 50 el cine Uamá de Carmelo, donde yo vivía, exhibía en la matiné muchas películas en castellano, argentinas, españolas o mexicanas. Eran tres por cada sesión y las veía hipnotizado desde alguna de las incómodas butacas de madera. La sala estaba siempre invadida por una desagradable mezcla de olores dominados por el del desinfectante, la humedad del ambiente y el humo de los cigarrillos que algunos fumaban a escondidas en la última fila. Pero al poco rato la magia de la pantalla hacía que pasaran inadvertidos.
Entre los refuerzos de mortadela que mi madre me entregaba envueltos en papel de estraza para comer entre película y película, el humor de Cantinflas, los devaneos de Mirtha Legrand y los gorjeos de Carmen Sevilla, vi la mexicana Él, de Luis Buñuel, con el mexicano Arturo de Córdova y la argentina Delia Garcés como actores principales. Cuando cierro los ojos aún veo la imagen final del paranoico protagonista con hábito de fraile francisano que se aleja de espaldas a la cámara haciendo un extraño zigzag.
Casi al mismo tiempo, mi memoria, habilidosa prestidigitadora, sacó de la galera un conversación que sobre Mercedes Pinto mantuve hace unos 35 años con la escritora, crítica y periodista Dora Isella Russell (1925-1991), quien dirigía el prestigioso suplemento cultural del desaparecido diario El Día (1886-1991), donde yo trabajaba. Dorisela —como todos la identificábamos— conocía muy bien la obra y el calvario de Pinto. Su privilegiado conocimiento no se basaba solo en su información profesional, sino fundamentalmente en su amistad personal con Juana de Ibarbourou (1882-1979), de quien fue editora, y con el inefable escritor español Ramón Gómez de la Serna (1888-1963), a la sazón amigo de Pinto. De aquel diálogo en los fondos de la biblioteca, al costado de su envidiado escritorio de roble de patas largas, apenas conservo retazos. Más tarde adquirí la disciplina de anotar lo que consideraba relevante. Por esa razón un cúmulo de agendas, libretas y recortes acumulan polvo en diferentes rincones de mi casa. De algunas páginas —en las que como en mi piel despunta el color ocre de la antigüedad—, surge a veces un dato, un nombre o una anécdota útil. También muchos muertos.
La primera edición de Él fue impresa en Montevideo en 1926 por la editorial de la Casa del Estudiante que fue creada con ese y otros fines culturales por Mercedes, a quien a partir de ahora me permitiré tutear.
El nombre de la editorial no fue original. Apenas un remedo —y sin dudas un homenaje— a la Residencia de Estudiantes fundada en Andalucía en 1910, un mojón en la historia cultural de España. Por allí pasaron Federico García Lorca, Salvador Dalí, Miguel de Unamuno, Manuel de Falla, Juan Ramón Jiménez, Rafael Alberti, De la Serna y Buñuel, entre varios ilustres. Constituían un grupo de pensadores libres, republicanos y mayoritariamente masones a quienes Pinto estuvo vinculada.
La canaria había terminado su novela en Madrid en 1924 antes de partir hacia su exilio en Montevideo, donde se refugió de la dictadura de su país. El manuscrito se transformó en alimento para la imprenta dos años después, cuando valoró que su obra podía interesar en el país que había elegido para aliviar sus diversos pesares. En el prólogo recuerda:
Al llegar a Montevideo, mi anhelo por sacar a los caminos de la vida la sombra de Él continuaba, y entonces pensé con temor en si tendría cabida su figura en este país donde las leyes mejoran la situación de la mujer y la protegen más; en si tendría ambiente mi libro y hallaría eco en esta sociedad.
Para esa certeza necesitaba sondear al ciudadano de a pie y relacionarse con políticos e intelectuales. Al cabo de dos años, se convenció. Pese a las adelantadas leyes sociales y de protección a la mujer, el libro sería útil: más de una uruguaya padecía la discriminación y el abuso de la violencia machista como los que ella había sufrido. Le solicitó al psiquiatra Santín Carlos Rossi (1884-1936) que escribiera un prólogo. El médico enriqueció la novela. Rossi era un hombre de gran solvencia. Con el transcurso del tiempo fue director de la Colonia Etchepare —hasta entonces Colonia de Alienados—, director de Enseñanza Primaria y Normal, diputado colorado y ministro de Justicia e Instrucción Pública del gobierno de Juan Campisteguy (1859-1937). Desde entonces —quizá también por curiosidad científica—, se transformó en uno de los amigos más cercanos de Mercedes.
Casi desde el instante de mi reencuentro con la novela me zambullí en el agitado mar de la vida de su autora. A medida que avanzaba con enérgicas pero torpes brazadas, sucedió lo inevitable: me sedujo. Me enamoré de su severo y enigmático rostro enmarcado por una melena rubia con bucles, del lunar natural sobre el labio superior, muy cercano a la nariz, de su pasión para batallar y mantenerse erguida ante la adversidad. Me conmovió su dignidad y valentía para enfrentar un poder despótico sin medir las consecuencias, y la brutal capacidad anímica para superar una sucesión de reveses espirituales y materiales provocados por la violencia física y psicológica de su marido, Juan de Foronda y Cubilla. El perverso marino de lentes de aumento, barba entrecana, porte aristocrático y católico devoto sobre cuya cabeza desequilibrada De Simone apoyó las garras del ave de rapiña.
Enamorarse y avanzar sin conocer profundamente a la otra parte es siempre complejo. Me aboqué a buscar detalles de su historia vital. Una y otra vez surgían trabas para colarme por algún resquicio y desmenuzar su mundo íntimo, aunque Él, la obra de teatro Un señor… cualquiera y su posterior novela Ella, complementadas con varias de sus poesías, puedan considerarse una unidad biográfica.
Con mi biología distante de ese tiempo me resultaba difícil asir el contexto histórico. Especialmente la cultura y los sentimientos de esa época y valorarlos dentro del marco de una seductora personalidad que se forjó durante una lucha sin cuartel de más de 70 años por la libertad y la dignidad de la mujer. Además de Rubén y sus hijos, esos fueron los amores de su vida.