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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáCorea del Norte se nombra de muchas maneras, casi ninguna es amable. Aislado, envuelto en sombras, dirigido con mano de hierro por una dinastía que ya va por su tercera generación, cerrado al mundo, sin Internet ni comunicaciones, fuente inagotable de noticias tan delirantes como atemorizantes, es una especie de mancha oscura en la comunidad internacional. Un acertijo, envuelto en un misterio, dentro de un enigma.
Fundado por Kim Il-sung, gobernado luego por su hijo Kim Jong-il y actualmente por su nieto Kim Jong-un (nombrados en el resto de la nota, para evitar confusiones, como Kim 1, Kim 2 y Kim 3), los tres se ocuparon de establecer un culto a la personalidad tan asfixiante y omnipresente que dejan a Stalin, Mao, Mussolini o Hitler como amateurs. Y así fue como se construyó esa enorme caja negra oculta a la vista del mundo, esa prisión con forma de país, ese misterio insondable.
Bueno, o no tanto. Kim 1 era un estalinista de fuste, un tirano al viejo estilo y se ocupó de cerrar bien cerrado su feudo apenas terminada la Guerra de Corea. Kim 2 era de la misma escuela, pero tenía otras ambiciones un poco más mundanas, por ejemplo, crear una industria cinematográfica nacional, para lo cual no tuvo mejor idea que secuestrar a un reconocido director surcoreano y a su esposa, actriz igualmente célebre, para obligarlos a producir películas, la más popular de las cuales fue Pulgasari (1985), una especie de Godzilla a la norcoreana.
Kim 3 es igual de autocrático que sus antecesores, pero también más pragmático, si es que esa palabra puede aplicarse al gobierno norcoreano. No piensa ni por un momento en relegar algo del poder absoluto heredado ni del control sobre sus ciudadanos, pero genera uno tras otros astutos y retorcidos planes para desviar fondos del resto del mundo hacia su país. Algunos de sus planes incluyen fomentar el turismo y la tecnología, otros implican vaciamiento de bancos extranjeros, robo de datos a gran escala, contrabando, falsificaciones… En fin, algo a medio camino entre un dictador latinoamericano y Gru, de Mi villano favorito. Sin minions.
Los intentos de apertura y de fomento turístico de Kim 3 tuvieron como resultado accesorio que se abrió una ventanita para contemplar el país más cerrado del mundo. Uno de los primeros ejemplos de mirada sobre el país apareció en 2003, cuando el dibujante y animador Guy Delisle publicó la historieta Pyongyang, adonde viajó durante un intento de Kim 3 por fomentar la industria de animación norcoreana, aprovechando que los costos respecto a Corea del Sur y Japón los favorecían. Delisle trabajó dos meses en una serie animada francesa basada en Corto Maltés, de Hugo Pratt, y luego documentó sus experiencias en el enrarecido clima de control permanente, el choque cultural, la vida de los pocos extranjeros y así.
Otro visitante fue Werner Herzog, que consiguió permiso para filmar parte de su documental Into the Inferno (2016). El film trata sobre volcanes, o más bien sobre la relación entre los volcanes y las personas, o algo así. En la mente de Herzog, filmar el monte Paektu (en realidad un volcán) del lado norcoreano de la frontera con China y origen mítico de los coreanos tenía todo el sentido. No solo es el origen mítico del pueblo, la historia oficial norcoreana dice que Kim 2 nació en un campamento guerrillero en los bosques del monte, mientras su padre combatía bravamente liberando el país. Registros soviéticos indican en cambio que durante la guerra Kim 1 estaba bien a salvo dirigiendo la guerra a distancia desde una base militar muy adentro de Siberia, pero esa versión en su patria ni se murmura.
Aunque logró permiso para filmar otras áreas del país además del volcán, hasta el irreductible Herzog tuvo que asumir las férreas reglas impuestas: podría filmar lo que ellos le mostraran y solo cuándo y dónde le indicaran. Para él debe haber sido el peor momento de su vida, pero no tuvo más remedio que acatar.
Tanto Delisle como Herzog delinearon lo que luego sería la vista clásica de Corea del Norte. A partir de 2018 se amplió la entrada de turistas al país, y así es que algunos miles de extranjeros, la mayoría chinos, reciben una recorrida estándar por Pyongyang y otras zonas cuidadosamente delimitadas. En YouTube pululan los videos de turistas que, básicamente, muestran todos lo mismo. Las estatuas monumentales de Kim 1 y Kim 2, las lujosísimas estaciones de subte, los hoteles en los que siempre algo funciona mal o raro. Todo rigurosamente controlado por guías, vigilantes y gente que mira a media distancia. En conjunto, lo que la apertura de Kim 3 muestra a los visitantes es una especie de parque temático de prosperidad chueca, una Kimlandia de oropel donde los turistas van de atracción en atracción, se les indica amablemente dónde tienen que mirar y se los devuelve al hotel, en el que generalmente hay toque de queda. De interactuar libremente con el pueblo norcoreano, ni hablar.
Justo cuando se estaba gestando la nueva apertura, en 2018, una productora le propone a Michael Palin filmar un programa de viajes en el país más extraño del mundo. A Palin tal vez lo recuerden de películas como La vida de Brian (Life of Brian, 1979) o Los caballeros de la mesa cuadrada (Monty Python and the Holy Grail, 1975) o por llevar el humor televisivo a una de sus cumbres máximas junto a sus colegas en la serie Monty Python’s Flying Circus, entre 1969 y 1974.
Pero además de su faceta más conocida Palin es un apasionado viajero que entre 2009 y 2012 fue presidente de la Real Sociedad Geográfica, venerable institución inglesa que se remonta a 1830. Es autor de varios libros de viaje y de varias series televisivas (la última, de este año, cruza Iraq siguiendo el río Tigris).
De ese viaje surgieron la serie Michael Palin in North Korea (2018, dos capítulos de 45 minutos) y el libro Diario de Corea del Norte (Ático de los libros, Barcelona, 2020), una suerte de complemento al documental. En principio Palin hace el mismo recorrido que todos los visitantes, documentalistas o simples turistas. Logra visitas fuera de la agenda común y contactar a funcionarios y hasta a algunos civiles, pero se le recortan, por motivos misteriosamente norcoreanos, las visitas a varios entretenimientos por lo general inevitables, como la tumba de Kim 1 y Kim 2, o el gigantesco museo subterráneo que alberga los, dicen ellos, incontables e inapreciables regalos que el mundo entero le hizo y hace a los tres Kim.
En el documental se ve a Palin recorrer lo recorrible, mostrar lo mostrable y entrevistar a los entrevistables. La oportunidad de ver Pyongyang y parte de Corea del Norte filmada por un equipo profesional (incluyendo las probablemente primeras tomas de la capital desde un dron) es invaluable, y la enorme humanidad, el buen humor y el don de gentes de Palin lo vuelven una experiencia más que interesante. Pero los fines del propio Palin son otros: él quiere hablar con la gente norcoreana, registrarlos, aunque sea en mínimos y fugaces momentos, para tratar de ver cómo viven, qué sienten. Su sospecha es que, en ese desmesurado y rígido control, incluso en esa ficción delirante, con ese condicionamiento brutal desde la cuna, la gente en realidad va a ser gente, como en todas partes. Espera registrar, aunque sea de pasada, el sentir de los habitantes del país y, sobre todo, comprenderlos.
Y lo logra, de a destellos mínimos, pero lo logra. Cuando la cámara registra una pareja joven de la mano en una estación, un leve y casual gesto de afecto distraído, una conversación distendida con una guía o la sonrisa de un rígido y dogmático militar que, seco y en guardia ante las preguntas de Palin, finalmente se relaja y llega a un momento de entendimiento entre ambos. O, sobre todo, en los festejos del 1° de mayo que, para sorpresa general y primero de Palín, no se celebra con un desfile militar, sino con un gigantesco picnic en los parques de Pyongyang, donde toda la población va a comer en familia, hay música, juegos, abundante alcohol y se termina en un baile grupal, una montonera de gente feliz y distendida siendo, como sospechaba Palin desde el principio, simplemente gente como toda la gente, pasando su vida y que da la casualidad que vive en un ambiente delirante. Palin nota con sagacidad que, por más oprimidos y mentalizados que estén, la dictadura de los Kim no tiene cara de Gran Hermano severo, sino que los líderes siempre están retratados, sonriendo, vestidos con ropa sencilla, comprensivos. Se obliga al pueblo a vivir bajo un control absoluto, pero sintiendo que al mismo tiempo se los conforta y comprende.
Y es en este punto donde Diario de Corea del Norte se vuelve valioso, por lo que suma a las imágenes del documental. Palin y su equipo registraron lo que pudieron, mostraron lo que se les permitió y debieron resignar unas pocas imágenes (en el monte Paektu cometieron el terrible error de tomar la estatua de Kim 1 de espaldas, algo impensado, prohibidísimo y catastrófico; esas tomas debieron borrarse de inmediato). Pero al momento de escribir Palin puede expresar sus dudas, sus observaciones más personales o dejar constancia de detalles inquietantes. Por ejemplo, una noche van rumbo a un hotel en la costa, esas construcciones típicas del país de Kim 3, enormes, lujosas, con personal completo, pero absolutamente vacías de visitantes. Y mientras viajan, al costado de la ruta, en la oscuridad, ven montones de personas trabajando en la construcción de algo, otro hotel tal vez, sin luces, sin herramientas, un ejército fantasmal de figuras apenas visibles. Cuando luego pregunta, le aseguran que son trabajadores voluntarios, honrados y felices de poder dedicar horas al engrandecimiento del país. Palin se permite dudarlo.
Tal vez el momento más norcoreano registrado en este libro sea cuando Palin entra a una tienda de recuerdos y chucherías y encuentra un montón de postales que muestran a soldados estadounidenses ensartados por bayonetas norcoreanas, o la estatua de la Libertad en ruinas por misiles de la misma procedencia. El mensaje es obvio: no se les ocurra volver a invadirnos. Palin sale a conversar con el director y deciden que sería divertido filmarlo mientras selecciona una postal y se la manda desde ahí mismo a algún amigo norteamericano. Eligen a su compinche de los Monthy Python, Terry Gilliam. Preparan la cámara, vuelven a entrar… y las postales no están por ningún lado. Palin busca, busca y busca y tiene un atisbo del director de la tienda llevándose las postales discretamente. Lo consulta y el hombre le explica que, viendo el nuevo espíritu de concordia entre los dos países, se decidió ahí mismo, en tiempo real, que esas postales no eran adecuadas. Palin debió conformarse (la escena finalmente no llegó al documental) con enviar una postal de un niño sonriente ante una estrella roja. Gilliam no va a entender nada, concluye con tristeza.