“La sociedad del espectáculo produce volúmenes increíbles de imágenes e información. Como cineasta tengo que pensar bien por qué y para qué voy a fabricar más imágenes de las que ya hay. Mi responsabilidad en esta película fue la de crear las imágenes que faltan”. Las palabras pertenecen al realizador francés Stéphane Brizé (Rennes, 1966), director de La guerra silenciosa, película que inauguró la sexta edición de la Muestra de Avant-Premières de Cine Francés que hasta el miércoles 10 se llevará a cabo en los complejos Life Alfabeta y Life Cinemas Punta Shopping. También se proyectará el domingo 7 y el martes 9.
La guerra silenciosa es la descripción de la lucha que emprende el sindicato de Perrin Industries por mantener los 1.100 puestos de trabajo que están a punto de perderse cuando la casa matriz en Alemania decide cerrar la fábrica en Agén, una pequeña ciudad de Francia. El asunto es que, hace dos años, empleadores y asalariados firmaron un acuerdo para que los trabajadores aceptaran un recorte salarial con el fin de salvar a la compañía y, a cambio, la empresa se comprometió a proteger sus puestos de trabajo durante al menos cinco años. Durante dos años, los empleados trabajaron 40 horas por semana y recibieron un salario de 35. La empresa generó 17 millones de euros en un año. El porcentaje de ganancias fue del 3,9%. Pero la firma tenía proyectado generar un 7%. La película muestra la lucha, la unión, las negociaciones, la tensión, el drama, la desunión, las fisuras internas y los problemas de comunicación y la rabia y la impotencia que se produce detrás de estos números.
“La historia empezó con una imagen que vi en televisión y que tal vez también se vio por aquí. La de dos directivos de la compañía Air France a quienes los empleados les arrancaron las camisas en una protesta”, relató el realizador a Búsqueda durante su breve pasaje por Montevideo, donde presentó la película en una función especial el 25 de marzo. “La primera impresión que tuve fue de asombro. Es lo que la televisión muestra, lo que mejor sabe hacer. Entonces quise ver qué había ocurrido antes, los hechos que habían conducido hacia el hecho violento. Mi idea fue salir a buscar, a investigar, qué es lo que había ocurrido antes para llegar hacia esas imágenes televisadas que no tienen memoria. Al ver esa violencia, sin el pasado, la gente se asombra y asume que esos de ahí son los malos, cuando en realidad son los más débiles. No cuento lo que pasó con Air France, pero esa imagen me sirvió para investigar y crear una historia, la de una fábrica de artículos automovilísticos. Así que vuelvo a fabricar la imagen violenta y durante esas dos horas cuento cómo llegamos a esa violencia”.
Antes de esbozar un guion, Brizé empezó a investigar. “La dramaturgia es la consecuencia de un largo proceso de documentación”, comenta. “De mucha, mucha documentación. Es un trabajo periodístico. Voy, con la misma honestidad de mi parte, a buscar la palabra del obrero, la palabra de los abogados, de los directivos y los patrones. Así durante cuatro meses. Esta forma de trabajar es la prueba de mi falta de imaginación. Estoy obligado a alimentarme de la realidad. Y es que la realidad es algo tan increíble que es necesario tomarse tiempo para observarla y analizarla. Luego sí, se hace la dramaturgia. Como cuando un país invade a otro, aquí hay una declaración de guerra a los asalariados, y las situaciones de guerra siempre han creado dramaturgias muy fuertes”.
Nuevamente el director vuelve a trabajar con Vincent Lindon, que actuó bajo su dirección en Algunas horas de primavera, Mademoiselle Chambon y en El precio de un hombre, con la que el actor fue premiado en Cannes. Lindon es Laurent Amédéo, el líder sindical de fuertes convicciones que se abre camino en la lucha de los trabajadores. Esta vez, a diferencia de sus anteriores colaboraciones, Lindon interpreta a un personaje cuya herramienta es la palabra. “Nos conocemos bastante y yo le hablo bastante de lo que quiero”, dice Brizé acerca de la colaboración mutua. “Él lee el guion y me da su opinión, lo que le gusta, lo que cree que falta o que está de más. Los actores generalmente tienen buenas ideas. Y, como guionista, aprovecho eso, pero no escribo con él”.
Lo que hace Brizé puede emparentarse con el cine de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne (Dos días, una noche), del británico Ken Loach (Tierra y libertad), y especialmente con el de su compatriota Laurent Cantet (Recursos humanos), entre otros detalles, por trabajar con actores profesionales junto a no profesionales. En este filme, con excepción de Lindon, que está brillante, no hay actores profesionales. “Hay personas que interpretan papeles que son de su competencia en la vida real. Los obreros interpretan a obreros, los policías son policías y los ejecutivos, ejecutivos”, explica el director.
Otro detalle a considerar de este impecable filme: la música. “No me gusta trabajar con músicos profesionales de música para películas”, comenta el realizador, que en general ha trabajado con gente que hacía música por primera vez o casi por primera vez para una película. Tal es el caso de Bertrand Blessing, que compuso la inquietante banda sonora de La guerra silenciosa. “Todavía no había escrito el guion, pero sabía el tipo de energía que necesitaba. Una vez vi un espectáculo de acrobacia con música de Blessing. Me di cuenta de que era lo que necesitaba. No lo conocía, él no me conocía”. Intercambiaron contactos, le envió el DVD de El precio de un hombre. “Fue un trabajo bastante largo, lo hicimos un año antes de empezar el rodaje, me gusta que la película se trabaje bastante antes del rodaje. Como sabía que en esta película iba a haber manifestaciones, protestas, me metí a buscar en Internet imágenes que podían corresponder con las que tenía en mente. Se las pasé y le dije que quería música para ese tipo de imágenes. Esa fue la base. Cuando la película se rodó, seguimos trabajando un poco más”. El multiinstrumentista compuso todos los arreglos y grabó todos los instrumentos (bajo, batería, trombón, guitarra), llevó los volúmenes al extremo, buscando incomodar: el resultado refleja la tensión del combate, las pulsaciones, los tambores y los pasos de las marchas. Brizé, encantado, llegó a incluir una secuencia con casi cinco minutos de música, sin diálogos.
El director registra instancias clave en esta ampliación del campo de batalla, como las asambleas de los trabajadores, las manifestaciones, las reuniones entre asalariados y patrones, y capta, con despojado realismo, los matices y los contrastes que se mezclan en cada situación. El tejido del relato se completa con imágenes de los informativos o de los programas de televisión que cubren el asunto (todas generadas especialmente para la ficción) y con algunas pocas y muy precisas escenas que muestran la realidad cotidiana de Amédéo por fuera de su labor sindical. Y es notable lo que sucede aquí. Cuando las imágenes provienen de la televisión, la cámara puede agitarse de repente, de manera inevitable, pero todo lo que aparece adelante o atrás o en el medio del cuadro se ve limpio, claro, de contrastes bien definidos. Cuando no provienen de la televisión, las imágenes no son tan limpias ni tan claras, aparecen figuras recortadas, borrosas o fuera de foco, la textura es más áspera. Dentro de esos sutiles cambios, hay uno en particular, hacia el final, muy significativo. Sucede algo terrible y se ve a través de la grabación de un celular. Brizé tiene una explicación: “En esta película, y esto es algo muy cercano también a El precio de un hombre, siento que, como director, soy alguien que el personaje aceptó tener al lado de él, filmándolo. Las escenas filmadas por la cámara de la película existen solamente porque el protagonista aceptó que yo lo filmara. O sea que cuando hace lo que hace en ese momento de la película no me pide que lo acompañe y lo filme. Si hubiera mostrado esa acción con la cámara de película ya se iba todo para cualquier lado. Y creo que el espectador se daría cuenta de que allí hay un problema”, dice.
Inevitable pensar en el movimiento de los chalecos amarillos, en Francia. “Hay un enojo que surge en las calles y los medios solo muestran la parte violenta, lo que alguna gente con ese enojo rompe y destruye. Quizás hubo personas que, al inicio, derraparon y fueron a romper cosas, personas normales y corrientes, presas de la furia. Y ahora, cada vez más hay bandos de personas organizadas para destruir. Pero yo me he prohibido calificarlas. No digo que son sinvergüenzas o destructores. Sea improvisada o muy organizada, esa violencia existe. Y si existe en nuestras sociedades es porque es fruto de la historia de nuestras sociedades. Me parece que la gente que está en el poder ni siquiera se plantea esa pregunta, por qué existe esa violencia, porque hacerlo sería replantearse y cuestionar todo el sistema y las personas que están en el poder están al servicio de ese sistema. Es como sucede en el seno de una familia, con un niño que se comporta violentamente. Se lo puede encerrar, pero no serviría de mucho porque la violencia de ese niño proviene de una familia con comportamiento violento. Ese grupo sea el gobierno, sea la familia, tiene que enfrentar ese problema, verlo de frente, en lugar de condenarlo”.
Volviendo a La guerra silenciosa, aquí van más números. Los trabajadores dieron cinco horas extra de trabajo por semana durante dos años, lo que suma 470 horas, lo que multiplicado por 1.100 empleados redunda en 4.600 euros para Perrin. Al final, en dos años, los trabajadores cedieron, solo en salarios, ocho millones de euros. También cedieron sus bonos (seis millones de euros), lo que suma un total de 14 millones. La empresa argumenta que esos 14 millones no fueron a los bolsillos de nadie. El dinero fue para hacer a la empresa más competitiva e hizo posible que se dieran estos dos años. “Hay que agradecer que esto no haya pasado antes”, dice un ejecutivo en una escena del filme. Y tiene razón. Es que La guerra silenciosa no es un manifiesto crítico acerca del capitalismo, como bien podría contemplarse a primera vista. Se trata, más bien, de una mirada atenta y detallada hacia ciertos desbordes del capitalismo, un sistema que, como una segunda piel, lo impregna todo y del que, al parecer, no hay escape: siempre hay alguien por encima del que está encima y siempre, en algún lugar, hay un trabajador más pobre dispuesto a aceptar lo que otros trabajadores consideran injusto. “No hay salida”, reconoce Brizé. “Si en los países hubiera leyes que pudieran contener esa brutalidad del mercado se podría salvar algo. Pero incluso en Francia, que es bastante proteccionista, no hay leyes que puedan salvar a obreros que estén en esa situación. Y no creo que es hacer ideología de izquierda decir que esa situación me parece muy indecente. No es indecente si una empresa cierra porque pierde dinero. Lo que es indecente es que cierre mientras está ganando”.