La razón de la existencia de una forma de vestir del hombre de campo puede tener, y tiene, algo de tradición, pero se debe fundamentalmente a la funcionalidad para trabajar en un medio que es muchas veces hostil: la intemperie.
La razón de la existencia de una forma de vestir del hombre de campo puede tener, y tiene, algo de tradición, pero se debe fundamentalmente a la funcionalidad para trabajar en un medio que es muchas veces hostil: la intemperie.
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáVoy a recurrir en esta oportunidad a la descripción que el escritor y poeta olimareño Serafín J. García (5 de junio 1905 - 29 abril de 1985) realizó de estas prendas.
“Nos mueve a realizar esta reseña el deseo de que las nuevas generaciones puedan formarse una idea aproximada del atuendo característico de nuestros criollos, y de los elementos que empleaban en las faenas pecuarias —también agrícolas— a las cuales dedicaran su existencia y su estuerzo”, explica el poeta.
El hombre “de” campo (que no es lo mismo que el hombre “con” campo), realiza sus trabajos a la intemperie, enfrentando permanentemente los rigores climáticos. En verano, los intensos calores al rayo del sol, y en invierno, el frío, el viento y las lluvias. Además, realizando tareas en general rudas y que en muchas ocasiones requieren del uso de la fuerza y la destreza física.
Serafín J. García justifica en este hecho que el gaucho haya preferido “siempre usar una vestimenta sencilla y cómoda, de tipo funcional, que le permitiera facilidad y prontitud de movimientos”. Y viene de ahí entonces el uso primero del chiripá y después de las bombachas de piernas bien anchas y del poncho, por ejemplo.
Según la descripción del poeta, estas son algunas de las prendas más características.
Existían dos tipos de esta prenda. La oriental, que era sumamente amplia de piernas, y la porteña, bastante más estrecha. Huelga decir que la primera era la favorita de los nativos de esta banda del Plata por su comodidad y holgura, y se la usaba mucho para viajar a caballo. Por lo general, el criollo prefería las confeccionadas en tela negra, aunque las había también de otros colores, especialmente blancas. Estas últimas solían ser de más fina calidad y gustaban utilizarlas los mozos presumidos y pulcros. La bombacha tenía casi siempre ancha pretina y estaba ceñida al tobillo —su extremo inferior era mucho más estrecho que la parte alta— por un ojal y un botón.
Importante prenda de la indumentaria criolla, para abrigo o paseo, a cuyo efecto se la confeccionaba en grueso paño de lana o en delgada tela veraniega. Su forma era rectangular, y poseía una abertura romboidal en el centro, por donde se introducía la cabeza. Dicha prenda se colocaba encima del resto de la vestimenta, excepto la golilla. Por lo general, el poncho lucía como adornos flecos pendientes de sus bordes inferiores, delantero y trasero. Enrollado al brazo izquierdo, servía de escudo a su dueño en las peleas a facón, neutralizando los ataques del adversario. De igual forma se le empleaba para defenderse de los zarpazos del jaguar o el puma, mientras que con la mano derecha se empuñaba el cuchillo que daría muerte a la fiera. El poncho de verano era por lo común de dos colores —predominando el marrón claro o el blanco—, que se alternaban en franjas verticales y rectas. El patria, de grueso paño azul o gris con el interior revestido de bayeta roja, a prueba de lluvia y frío, servía también de insuperable frazada a troperos y demás trabajadores rurales forzados a dormir a la intemperie.
Los primitivos gauchos de esta banda del Plata, al igual que los que vivían en la pampa argentina, a falta de otros más prácticos, usaron unos toscos sombreros que por lo general ellos mismos confeccionaban. A estos cubrecabeza rudimentarios se les llamó “panza de burro”, debido a que eran hechos con el cuero de la barriga de esos animales. Se cortaba un gran trozo redondo de dicho cuero, y sin siquiera quitarle el pelo se le sobaba pacientemente durante muchos días, frotándolo con fina grasa de achuras.
Tras este proceso de curtimiento, se le amarraba alrededor de una piedra o un tronco de madera, a fin de darle la necesaria forma cóncava, para lo cual colaboraban el sol y los rocíos nocturnos. Al cabo de unos quince días, el “panza de burro” estaba listo para usar. Debajo de él llevaba indefectiblemente su dueño el llamado pañuelo serenero, que le defendía de presumibles asperezas la nuca y los costados del rostro A este prístino sombrero sucedieron los de paño o fieltro, que se usaban casi siempre con el ala levantada sobre la frente, como “pa´lamber sartenes”. Según expresa gráficamente un dicho popular del campo que aún perdura. Para finalizar, diremos que el gaucho oriental prefería para sí el sombrero de ala corta en vez del chambergoalón, tan común entre los criollos pampeanos de la otra banda. Basta consultar las obras de Blanes tan verazmente testimoniales para verificar este aserto.
Una de las pilchas favoritas de nuestros criollos era y continúa siéndolo el pañuelo de cuello. Gustábales sobre todo usarlo en forma de golilla, es decir doblado triangularmente, con las puntas atadas sobre la garganta y el resto de la prenda extendido hacia la espalda, a fin de que al galopar —casi siempre iba a caballo— le flameara al viento igual que una bandera.
Ni al gaucho de condición más humilde, y por ende de recursos más modestos, le faltaba una golilla de seda para los paseos domingueros. Preferíala por lo común de color blanco, aunque en ocasiones optara por el rojo o el celeste, según hacia qué lado se inclinaran sus amores partidarios.
No tenía otra finalidad que la de servir de adorno, y aunque la lucían con mucha mayor frecuencia los nativos de la campaña argentina, también solían usarla los criollos orientales, tan aficionados como aquellos a los objetos de oro y plata, metales con los que se !a construía. Tratábase de una ancha pieza que el cincel de los plateros de entonces recargaba de figuras y arabescos en el mejor estilo rococó y que iba unida a la parte delantera del cinto, Soles, estrellas, corazones, flores, iniciales pacientemente labradas, eran los elementos con que casi siempre se la revestía. Huelga decir que la rastra solo era patrimonio de los gauchos de mejor posición económica.
Prenda tosca de trabajo, empleada por los enlazadores y pialadores durante las faenas de la yerra u otras similares. Se trataba de una pieza de cuero enteriza y bien sobada a fin de evitar toda aspereza, ya que la misión del culero era atenuar los efectos del roce producido por el lazo contra las ropas y el cuerpo del gaucho cuando este procedía a sujetar al animal apresado. De forma rectangular o cuadrada, esta especie de mandil criollo iba atada a la cintura, quedando la parte abierta sobre el flanco izquierdo del cuerpo, ya que el derecho era el que ayudaba a amortiguar las consecuencias del “cimbronazo cuando el hombre, virando hacia ese lado, afirmaba el lazo con todas sus fuerzas contra la cadera, para así resistirlo mejor”.
Y concluye Serafín J. García, después de haber descripto también el chiripá, las botas de potro y los tamangos: “Y aquí ponemos fin a esta reseña de las pilchas criollas, no exhaustiva, pero que comprende las más típicas entre cuantas integraron la indumentaria de aquellos hombres sufridos y valientes, nobles y generosos, que se dieron enteros por su patria sin pedirle ninguna recompensa, pues la tenían de sobra con la alegría y el orgullo de saberla libre”.