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El diálogo contrasta fuertemente con el silencio que ofrece el espacio del Centro Municipal de Exposiciones-Subte. Uno de los hombres habla a los gritos. Está en el último tramo de la escalera de acceso que da a 18 de Julio y Río Negro, en el escalón final, casi dentro de la sala. Al lado hay una mesita en la que dos señores atienden al público y ofrecen información. En ese momento del domingo por la tarde, el lugar está bastante concurrido. Otro hombre fuma, además de reírse a los gritos y hablar de su vida. La escena es molesta, fuera de lugar. A pocos pasos, la sala principal del Subte se oscurece y el espacio se vuelve cautivante. Hay un clima que no merece quebrarse por gritos desaforados de un empleado que no tendría que recibir al público fumando.
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La gente lo entiende y entra despacito, callada, como a un templo. El ritual no merece levantar el tono. Es impactante, novedoso y sobrecogedor. En la oscuridad aparece el cuerpo enorme de una actriz que gesticula, proyectado en una de las pantallas. Es un sacudón a la sensibilidad. La actriz es muy reconocida: veterana, mirada profunda, presencia avasallante. Se trata de Estela Medina, nada menos. En total, son cinco actores en cinco pantallas. Todos hacen gestos: parecen hablar, repasar un texto. Pero lo hacen en silencio.
Del texto, solo llega un eco lejano, una interpretación personal, distinta en cada uno, con fuerza a veces, con arengas, con repliegues sobre sí mismo en otras. Hay de todo en cada uno, en esos cuerpos vaciados de palabras. Solo mueven el cuerpo, los brazos, las manos, lanzan ademanes al aire en sus espacios negros, ocupados apenas por una silla e iluminados con la delicadeza y el esmero de un pintor. La imagen es cautivante. Son cinco actores, tal como lo explica un texto con los créditos puesto en la pared. El visitante repasa la lista: Medina, Roberto Jones, Roberto Fontana, Gloria Demassi, Walter Reyno. Sin embargo, en las pantallas hay cuatro. En la quinta, apenas la silla vacía. El juego puede hablar de muchas cosas: de un personaje ausente en cuerpo y alma, del silencio físico, de la ausencia total de representación. Pero no: simplemente el video se detuvo y ningún responsable se dio cuenta.
“Tiene que haber cinco”, explicó la señora que cuida la otra puerta: faltaba Fontana. “Espere”, pidió. Segundos después aparecía el famoso Berto sin voz ni texto, una figura que remite a un pasado ya lejano, al 27 de noviembre de 1983. Una tarde en la que se juntaron miles y miles de personas al pie del Obelisco a escuchar una proclama de fe democrática leída por el legendario Alberto Candeau con voz de trueno y actitud de héroe, escrita por Enrique Tarigo y Gonzalo Aguirre. Hay, entonces, un clima heroico ya lejano, un recuerdo, un homenaje, un momento de la vida de quienes pasan los cuarenta, sobre todo esos, los que estuvieron aquel día allí parados o en esa semana se enteraron de la multitud que había aplaudido a rabiar un discurso sobre libertades. “Air Discurso”, la impactante instalación de Uribe, es, por lo tanto, un acto que refiere a otro, una representación de otra representación más compleja, de aquella poderosa actuación cívica de Candeau.
Uribe es un protagonista de estos tiempos. Desde su incursión en el diseño y la ilustración hasta en el manejo del video y la instalación. Ganador del Primer Premio Nacional de Artes Visuales de 2001, participó en diferentes bienales y exposiciones internacionales, hasta que en 2009 representó a Uruguay en la 53ª Bienal de Venecia junto a Raquel Bessio y a Juan Burgos.
No es habitual que una exposición ofrezca un clima tan seductor, que rompa tanto y tan bien con el espacio donde se instala. Tampoco que proponga imágenes tan sólidas, con un cuidado tan marcado de formas y gestos. Y con una idea tan firme detrás. Es el cuerpo el que manda y la sutil línea de una representación, una pose, una actuación, para remitir a otras escenas de la vida, del arte, de la historia de un pueblo congregado por un mismo ideal.
En este caso, la ausencia de Candeau, aunque ya instalada en la memoria por su voz, parece obligar a reproducirla en cuerpos de actores reconocidos del teatro montevideano, íconos de la escena nacional desde los años sesenta. Está muy bien. Otra lectura habla de una forma de representación heredera de aquella maestra del teatro nacional, la catalana Margarita Xirgu, ya caduca en varios sentidos, exagerada, de códigos poco creíbles. Son actores de otra época y así aparecen en los videos. Declaman como Candeau, exageran como Candeau. Salvo Reyno, que pasa por una actuación naturalista, aunque también cargada de vicios. Pero aquella actuación respondía al llamado de la patria. Encajaba perfectamente, incluso como forma de reivindicar una herencia quebrada y silenciada por muchos años. Estas actuaciones son caricaturas. Y no porque no hablen.
Lo malo es que parece que ellos quisieran hablar: incluso se les escapan algunos murmullos. El juego se desarma porque molesta, la gestualidad es demasiado obvia y se nota que los actores no pueden desprenderse de la palabra articulada y de todo lo que significa. No trabajan sobre el silencio. Trabajan sobre la ausencia de sonido, que es otra cosa. Y aun así, el sonido aparece; no pueden con él. Una pena, porque si se hubiera profundizado en la ausencia más honda de discurso verbal, la imagen, la muestra toda, en definitiva, hubiera ganado en profundidad y no quedaría en el límite entre lo caricaturesco y una propuesta de evocación más cuestionadora. Queda, pues, una sensación rara. Al final, para decirlo con mímica a medias, podían haber hablado.
“Air Discurso”, instalación en video de Pablo Uribe. En el CME-Subte (Plaza Fabini, 18 y Río Negro). De martes a domingos de 12 a 21 horas. Hasta el 7 de octubre.