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    El Conde del Violín

    —¡Se llamará Elvino y punto!

    La voz del padre sonó tajante. La madre —época de machismo implacable— calló y aceptó la voluntad del patriarca: un amante de la música clásica que quería que su primer hijo varón llevara el nombre del conde Elvino, protagonista de la ópera La sonámbula, de Vicenzo Belli, imaginándole un destino de músico.

    Y lo fue. Y pudo haber sido llamado el Conde del Violín.

    Elvino Vardaro, violinista, compositor y director, nació en Buenos Aires en el barrio del Abasto el 18 de junio de 1905 y murió en Córdoba el 5 de agosto de 1971. Alguien dijo una vez: “De vuelo corto, pero redondo, lleno, sugerente”. Por algo la mayoría de los entendidos lo califica como el mejor violinista de la historia del tango.

    Adolfo Sierra: “El más notable instrumentista de todas las épocas, quizás junto a Alfredo Gobbi”.

    Horacio Ferrer: “El mayor intérprete de violín, junto con Antonio Agri, a lo largo de más de cuarenta años de actuación”.

    Néstor Pinsón: “Un excelente violinista con absoluto dominio del instrumento y la ejecución. Impecable destreza en el manejo del arco y una dúctil mano izquierda que le permitía llegar a las notas más altas con naturalidad”.

    La hermana mayor de Elvino estudiaba piano y a él, para el violín, le pusieron desde los cuatro años los mejores maestros: Fioravanti Brugni, el belga George Baré y Doro Gorgatti. Debutó el 10 de julio de 1919 con un recital de música clásica en el salón La Argentina —“Actuación del niño Elvino Vardaro con obras de Bach, Chopin y Malher: precio, dos pesos”—, en Rodríguez Peña 361, sitio que años después Héctor Varela y Carlos Waiss inmortalizaron en el tango Te espero en Rodríguez Peña. Pero antes, ese niño había musicalizado películas mudas en cines de barrio junto a Rodolfo Biaggi y Luis Visca.

    Es probable que nadie haya integrado tantos grupos de tango, música que amó desde pequeño pero que, extrañamente, sintió suya recién a partir de 1921.

    La primera fue la de Juan Maglio; luego pasó, por breve lapso, al histórico sexteto de Paquita Bernardo, que por la temprana muerte de la directora, a los veinticinco años, no dejó grabaciones y donde conoció a Osvaldo Pugliese; al año tocó, acompañado por el autor de La yumba, en la orquesta de Pedro Maffia: en esa etapa compuso su primer tango, Grito del alma, con letra de Juan Velich, que fue grabado por el tenor Tito Schipa; siguió un contrato del sello Víctor, integrando las orquestas Víctor Popular, Típica Porteña, Los Provincianos, Luis Petruccelli, Alfredo Carabelli y Juan Guido y el trío Víctor, primero junto a Eduardo Pereyra y Ciriaco Ortiz y luego con Oscar Alemán y Gastón Bueno Lobo.

    En 1929 se presentó con el sexteto Vardaro-Pugliese; solo duró hasta 1931, pero hizo historia; lamentablemente quedó un único acetato del tango Tigre viejo, de Salvador Grupillo, y la zarandeada historia de una breve actuación de Malena Toledo, la erróneamente llamada “musa de Homero Manzi”: ya se sabe que quien inspiró Malena fue Nelly Omar.

    En 1933 Vardaro armó otro sexteto con Aníbal Troilo, Argentino Fernández, Hugo Baralis, Pedro Caracciolo y José Pascual (autor de Arrabal, tango con el que Pugliese abría todos sus espectáculos). Por exigencia de las grabadoras debió aumentar el número de músicos a trece, actuando en cafés, cabarés y radios de Buenos Aires y Montevideo, donde hizo resonantes ciclos en el Tupí Nambá.

    El Conde del Violín siguió: en 1938 con Lucio Demare; en 1941, luego de un retiro en Córdoba por razones de salud, creó sorpresivamente la Brighton Jazz; a los dos años volvió al tango con Joaquín Do Reyes, Fresedo y Fluvio Salamanca y en 1944 actuó en Montevideo con orquesta propia y César Zagnoli al piano. En 1953 formó otro grupo, con arreglos del maragato Héctor María Artola, y entre 1955 y 1961 alternó con Piazzolla y Di Sarli.

    Vardaro es autor de Dominio (letra de Luis Rubinstein), Imaginación (vals, García Jiménez), Mía (Celedonio Flores), Te llama mi violín (Cátulo Castillo), Y a mí que me importa (Moreno), Miedo y Fray milonga (ambos con García Jiménez) y los instrumentales Un beso y El repique.

    Respetó mucho a los uruguayos: sus primeras grabaciones con orquesta propia —Pico de oro, de Cobián, y El cuatrero, de Bardi— fueron arreglos de Artola y el piano en manos de Zagnoli.

    Enfermo, se mudó a Argüello, pueblo cercano a la capital cordobesa, donde solo tocó en la orquesta sinfónica municipal hasta su fallecimiento.

    Para el Conde Elvino, una suerte de retorno a su amor infantil, cerrando un ciclo incomparable.