“Tuve que asumir que no tengo trayectoria para estar en un lugar en el que muchos quisieran estar. Algunos se preguntarán quién es este loco para estar en esta sala”, dice Thomas Lowy al explicar por qué se decidió a exponer su obra a los 71 años. Justamente su muestra en el Museo Blanes —que se exhibirá hasta el 19 de agosto— se llama Por qué, e incluye el trabajo de una vida: dibujos, pinturas, esculturas, cerámicas, collage y bocetos de edificios. Muchos lo recuerdan como el primer director de Cultura de la Intendencia de Montevideo (IMM) entre 1985 y 1990, y después del Ministerio de Educación y Cultura (1995-2000), tareas por las que fue reconocido por todos los partidos políticos. Pero mucho antes, Lowy se había iniciado en agencias de publicidad, donde fue dibujante, diseñador, creativo. Estudió en Bellas Artes, fue anarco y después de la dictadura, colorado, aunque él considera que sigue siendo un anarquista “un poco más práctico”. Ha diseñado restaurantes, edificios y cultiva olivos para hacer aceite en un campo de Pan de Azúcar. Tiene dos hijos, una nieta legítima y otros 10 nietos de su esposa, la historiadora Graciela Sapriza. “Tus pinturas me dan felicidad, aunque algunas no me gustan”, le escribió una de sus nietas en un dibujo. En su apartamento del Buceo, rodeado de libros, cuadros y pinceles, Lowy, “apellido judío que perdió la diéresis”, conversó con Búsqueda.
—¿Y por qué exponer recién a los 71 años?
—Tal vez la pregunta sería por qué antes no. Yo iría al origen, a preguntarme por qué a mí se me dio por la plástica. Entonces vuelvo a la foto de niño. Para mí fue un mandato familiar. Hay un chiste de judíos en el que alguien pregunta qué es un psicoanalista, y le responden: “Un médico judío que no soporta ver la sangre”. Jugando con esa misma idea, yo era un estudiante espantoso y solo una madre judía podía suponer que las notas de su nene eran la antesala de un genio. A los 16 años, cuando terminé el liceo en forma dramática y sin una carrera profesional como destino, empecé a buscar trabajo. Entré como aprendiz en una agencia de publicidad y después siguió una cadena de suerte. Progresé en ese terreno más rápido de lo común. Tuve la suerte de trabajar con dibujantes argentinos que estaban acá. Fueron mis jefes y me daban libros para que aprendiera gráfica, dibujo, fotografía.
—¿Ya tenía talento para el dibujo?
—Yo qué sé. Ahora miro lo que hacía y no era muy bueno. El otro día hablaba con un amigo sobre fútbol, imbuidos los dos por el espíritu del Mundial. Me encantaba jugar de joven, pero para mí, cuidar la pelota no era fútbol, sino un subterfugio para tapar inhabilidades. Jugar bien era hacer buenos driblings, por eso nunca me consideré un buen jugador, porque no tenía esa habilidad. De la misma forma tampoco me consideré un buen pintor, porque no tenía las habilidades de esos dibujantes a los que les sale todo igualito, las formas, las sombras.
—Los años 60 fueron muy fermentales. ¿Participó de algún movimiento cultural de esa época?
—Participé de los movimientos de protesta y de creación de espacios para jóvenes. Estuve muy vinculado al movimiento Musicación, con Eduardo Mateo y Horacio Buscaglia. El tema no pasaba por dibujar bien, sino por encontrar formas expresivas atrevidas donde pesaba más el discurso que la forma. En un espectáculo de Mateo y Buscaglia, puse unos cuadros como escenografía. Participé también de la muestra Cien años de la pintura uruguaya. Pero lo que hacía era ilustración publicitaria con apariencia de pintura. Todo muy recostado a lo que en aquel momento nos conmovía: los niños pobres, los problemas de Latinoamérica, la injusticia. Eran unos cuadros de una literalidad insoportable, pero hechos con unos colores muy modernos y atrevidos.
—Después estudió en Bellas Artes. ¿Cómo fue ese cambio hacia lo académico?
—Después de esa exposición dije que tenía que poner orden a lo que estaba haciendo y me anoté en Bellas Artes. El ingreso era libre, pero había que presentar una carpeta para que la evaluaran los docentes y consideraran el nivel de los trabajos. Yo estaba agrandado y pensaba que con todo lo que sabía me iban a poner directo en tercero. Suponía que no tenía que pasar por los primeros garabatos. Pero resulta que el primero que agarró mi carpeta fue Miguel Ángel Pareja, y con su puchito en la boca la empezó a mirar y cuando terminó me dijo: “Tenés un problema. Vas a tener que olvidarte de todo esto y empezar de vuelta”. Creo que un angelito que estaba parado en mi hombro me dijo: “Tiene razón”. Entonces entré a la Escuela. Fue un momento muy rico, empezó mi formación plástica de verdad con los docentes que tuve y los propios condiscípulos. De allí viene una pregunta que muchos me hacen: por qué no firmo las obras. Era una ley de la Escuela, éramos obreros del arte y dábamos un paso atrás a nuestras vanidades. Eso es muy lindo, pero también servía para esconderse y no exponerse a la crítica y al rechazo. A fin de año hacíamos las ventas populares. En realidad, era un evento muy burgués aunque lo hiciéramos en el Cerro, la Universidad o Bella Unión. Hacíamos obras que se podían seriar: cerámicas, serigrafías, estampado de tela. El precio era muy accesible y la gente formada en las artes se llevaba cacharros muy buenos por dos pesos. (Señala uno en lo alto de su biblioteca y una serigrafía de la pared). En esas ventas tenía mucho éxito. La serigrafía es de aquella época, tiene más de 50 años. A mí me daba mucho pudor que se vendiera, que a la gente le gustara mi trabajo, como si hubiera hecho alguna facilonguería, una seducción indebida para que la compraran.
—¿Era anarquista en esa época?
—Lo sigo siendo. Un anarquista un poco más práctico.
—Bellas Artes siempre estuvo vinculada al anarquismo…
—Sí, y también a la educación por el arte. Hay cosas con las que todavía me siento vinculado. Era un momento muy fermental. Por ejemplo, fuimos a Dolores a pintar un barrio entero. La gente nos miraba con recelo, pero de alguna forma empezó a caminar distinto por su barrio, que había dejado de ser gris. Los vecinos se sentían mejor y empezaron a discutir sobre colores. A nosotros nos parecía increíble. Recuerdo que una señora lavandera por primera vez se había dado cuenta de que no todos los blancos eran iguales. Nosotros sentimos que la revolución estaba ahí. Las cosas tenían una segunda mirada, eso tenía que ver con las vanguardias.
—Del anarquismo llegó al Partido Colorado. ¿Nunca pasó por el Frente Amplio?
—Nunca fui frenteamplista, más allá de que haya votado al Frente alguna vez. Podía adherir a su proyecto desde el punto de vista sensible por la preocupación por un mayor grado de justicia, por brindar oportunidades a los desposeídos o generar un mundo más igualitario. Pero percibía que mucha gente tenía una idea prefijada de lo que era bueno para el prójimo, o sea, que había una mirada, para mi manera de ver las cosas, dogmática. Eso para mí era la antítesis de la cultura. La cultura está para cuestionar lo establecido, para reinventar, renombrar. El Estado no tiene que ir “delante de…”, tiene que ir consolidando acuerdos que la sociedad va dando, tiene que correr por atrás. Yo no tenía ningún interés especial por ningún partido; como joven, lo que quería era romper con todo. Después vino la dictadura y hubo que ocuparse de sobrevivir espiritual y económicamente. Después de una larga historia, conocí a Manuel Flores Silva.
—Y ahí nació el semanario Jaque.
—Había algo que estaba en el aire y le dije a Manolo que había que hacer un semanario, que había que ganarle por la izquierda a la dictadura sin hablar una sola palabra de política. Le propuse hacer un semanario de un altísimo nivel que abarcara todas las disciplinas: psicología, literatura, cine, semiótica. La gente entendió el mensaje, no solo en lo escrito, sino en la presentación estética. Teníamos como 56 páginas, muchos nos decían que no les daba la semana para leer todo. Ahí conocí a mucha gente, pero solo dos eran del Partido Colorado: Manolo y Diego Martínez. El resto era gente del más amplio espectro político: blancos, socialistas, comunistas, anarquistas, del PDC… Manolo tenía el mandato familiar de hacer política y fundó la CBI. Tanto yo como todos los demás nos sentimos muy cómodos. Nadie nos puso un texto por delante ni ninguna obligación de cumplir con ritos. Tampoco nos dieron explicaciones globalizantes sobre la realidad. De Jaque salieron varios ministros. En algún momento se hacía el chiste con la “Agencia Manolo”, porque había colocado a muchas personas en el Estado. Pero en realidad todos nos ganamos un lugar por las propuestas y nadie nos preguntó de dónde éramos ni qué antecedentes teníamos.
—¿Cómo fue el proceso de crear de cero la Dirección de Cultura de la IMM?
—La propuesta fue del intendente Aquiles Lanza. Yo había manifestado en varias oportunidades que había que tener una política cultural, con programas, evaluaciones y formación de profesionales. Entonces, Lanza un día me llamó y me dijo: “Bueno, hacelo”. Y cuando te dicen eso, o lo hacés o nunca más abrís la boca. En ese momento no había políticas culturales ni acá ni en otros países. En 1988 me invitaron de París al Instituto de Administración Pública, de alta formación para directivos de comunas. Era absolutamente nuevo administrar cultura. Entonces me invitaron a trasladar algo que no tenía antecedentes. En ese curso de mes y medio aprendí muchísimo. Siempre me pareció que mi función era estar por detrás de lo que sucedía y generar ámbitos para que sucediera de la forma más libre e incontaminada. No hay dudas de que cuando estás dirigiendo algo toqueteás y nunca sos absolutamente imparcial, ni inocente ni virgen. Pero es importante que uno lo diga: “Sé que estoy siendo parcial y lo hago por esto y esto”.
—Después vino la Dirección del MEC y su proyecto fue exitoso en el interior ¿Tuvo apoyo de todos los partidos?
—Trabajamos juntos los tres partidos. Se pegó un salto importante. Tengo muy presente por qué dicen que fui exitoso. Como fui el primero en crear una Dirección de Cultura en la IMM y en el MEC, eso generó una novedad. Muchos pensaron que el Partido Colorado iba a ser un zafarrancho, pobre cualitativamente y caprichoso en sus decisiones. Pero resultó lo contrario. Ahora, tampoco soy ingenuo, cuando dicen Tomy Lowy era bárbaro, por elevación están diciendo que el otro no es bárbaro, le quieren pegar al director de Cultura de turno. El asunto es medir resultados. Hoy en día, por suerte, en todo el interior hay direcciones de Cultura y nadie las discute. Tabaré Vázquez, en su primer gobierno como intendente, bajó de rango a la Dirección de Cultura, la pasó a Dirección de División. Creí que iba a ser un escándalo público, pero no lo fue. Después Arana la volvió a ubicar donde estaba y le dio una jerarquía importante en presupuesto y apoyó con fuerza a Gonzalo Carámbula. Treinta años después nadie piensa que haya que ahorrar en las direcciones de Cultura.
—Actualmente integra la directiva del MAPI. ¿Cómo ve la gestión de los museos?
—Si miro el proceso, ha cambiado mucho. Hay profesiones que antes no existían al servicio de los museos con inquietudes por salvaguardar el acervo y mostrarlo. Después podemos hablar de si el dinero es suficiente o de si las estrategias podrían ser más atractivas. Desde hace un tiempo, cada dos años viajo a Europa a visitar a mi hijo y me gusta ir a ver arte contemporáneo. Tengo alguna gente conocida en los museos y les he preguntado cómo se sostienen esas tremendas inversiones, porque nunca veo a nadie visitando las exposiciones. Pasa eso en el Museo de Arte Contemporáneo de Roma, que es una cosa impresionante y no hay nadie que lo visite. Entonces me pregunto: ¿qué les pasa a las artes plásticas en general? La gente se siente con derecho a decir que no le interesan o no las entienden, mientras que en literatura o en música no pasa eso.
—¿El arte conceptual no trajo aparejado que la gente se cuestione qué es arte o quién es artista?
—Hay gente muy enojada frente al arte conceptual. Pero yo me animo a decir que cuando la gente ve La ronda nocturna están las mismas preguntas y misterios que en una obra conceptual. Lo subjetivo, lo no dicho, lo que hace a esa obra excepcional es tan oscuro como en otras. Por supuesto que la sonrisa de La Mona Lisa no es famosa porque sí, sino por cómo Da Vinci captó la luz, el momento, esa maravilla entre el antes y después del gesto que es único. Pero lo sustantivo puede ser tan oscuro como en otras manifestaciones. Lo que pasa es que hay estéticas que hemos aprendido a ver, como sucede con Torres García. Está tan presente que de pronto nos liberamos de querer encontrarle un significado, posiblemente porque aprendimos a leer ese lenguaje sin tanta explicación. Las rupturas nunca son saludadas por todo el mundo, porque quieren molestar, buscar caminos alternativos a los que existen. Hoy el arte conceptual tiene una borrachera de posibilidades y llevará su tiempo que se decante. En lo que me es personal aspiro a que la pintura que se cuelga en las paredes vuelva a tener un lugar. En mi casa estas ventanitas (muestra los cuadros a su alrededor) me funcionan. Algunas como ese cuadro de Hugo Sartore, que era de mi padre, forma parte de un clima que me traje de la casa de mi infancia. El nuestro es un país que tiene muchísimos artistas plásticos y muy buenos. Pero eso no se refleja en el cuidado de nuestro entorno urbano, en la estética de la ciudad. Tampoco en las paredes de las casas de la gente, que en general tienen poca cosa colgada. Y no hablo solo de cuadros, sino de algo que los represente, con lo que dibujan su hogar.
—¿Es el momento de crear un Ministerio de Cultura?
—En el barullo electoral, es una materia particularmente interesante para medir a los candidatos. Pero si quieren hablar de Cultura, se tienen que afilar un poco las uñas. No solo para comprender, sino para transmitir. Si se logra definir qué es lo que hay que impulsar por el ministerio, hay que hacerlo con urgencia. Aunque la manera en que algunos entienden que debiera ser ese ministerio me suena ajeno. No tiene sentido si la gente no se apropia de la idea. La gente tiene que entender que es bueno que exista un Ministerio de Cultura. Una de las cosas que me preocupan es que los más excluidos, que no son solo los pobres, se manejan con 250 palabras, y en el otro extremo, una persona medianamente educada se maneja con 5.000. En el medio quedan una cantidad de cosas no dichas. Quien se maneja con esa limitación, tiene las mismas inquietudes que los demás: quién soy, a dónde voy, qué hago acá. Pero no puede explicárselas. Acercarle herramientas para que tenga la chance de canalizar sus preguntas esenciales y ayudarlo a vocalizarlas son cosas que no se resuelven en un gobierno. Hay una cantidad de nuevas profesiones que hay que ir estimulando y confrontando para que haya gente cada vez más idónea al frente de las instituciones.
—¿Volvería a dirigir Cultura si se lo pidieran?
—Cuando yo agarré, creía que las sabía todas. Que era un fiel intérprete del inconsciente colectivo. Obviamente que no lo era, pero me lo creía, y ese creer me daba fuerza, creatividad, manejo con los demás. Hoy soy demasiado consciente de todo lo que no sé, y hay cosas que no entiendo. Y si no entiendo lo que hace la mayoría de la gente, no creo que pueda ser un buen director. No podría ponerle ni la frescura ni el tesón que le ponía cuando ejercí. Puedo ayudar en el MAPI, hacer de mono sabio con alguna cosa, ser jurado de vez en cuando y hasta opinar sobre la Ley de Cultura. Pero para dirigir se necesita en el mejor de los sentidos creérsela. Y hoy tengo más preguntas que respuestas.