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    El día del eclipse

    Brian Aldiss (1925-2017)

    Tenía 92, cumplidos el día previo a su muerte, que ocurrió en las primeras horas del 19 de agosto, poco antes del eclipse total de Sol del lunes 21. Brian Wilson Aldiss, que firmaba como Brian Aldiss o Brian W. Aldiss. Autor entusiasta, mutante, prolífico. También algo desparejo. Que quizás no alcanzó a concretar una obra rotunda, no al menos como otros consagrados y respetados compañeros y competidores de ruta como J.G. Ballard, John Brunner o Michael Moorcock. El tiempo dirá. Y, mientras tanto, el cine adaptará algunas de sus historias.

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    No era un joven rebelde sino una adulta realidad cuando a los 40 años fue parte integral de la new wave británica que en la década de 1960 por medio de plumas jóvenes desarticuló desde la revista New Worlds, dirigida por Moorcock, los esquemas de la ciencia ficción tradicional, trabajando con mayor profundidad en el estilo narrativo y en la construcción de personajes, despejando el terreno para la experimentación formal, la espiritualidad, la psicodelia y el cruce de géneros. Mundos devastados y planetas agonizantes, máquinas inteligentes y fuera de control, superpoblación, radiación, polución y contaminación, la sensación de que todo cambia a una velocidad imposible, conforman el paquete de datos que encendió la maquinaria de este movimiento y la de su correspondiente réplica en Estados Unidos.

    Dentro de esta zona, Aldiss (Norfolk, 18 de agosto de 1925) construyó una obra extensa, excesiva, con casi 50 novelas, entre ellas La nave estelar, Galaxias como granos de arena, Invernáculo, Enemigos del sistema, Los oscuros años luz, Bang Bang y la trilogía Heliconia. También publicó muchísimos cuentos, de toda clase y calidad. Y se aparató de su jurisdicción y publicó poesía, literatura de corte realista y relatos de viajes y obras de teatro y ensayos y crítica literaria.

    Combinando lo viejo con lo nuevo, reimaginando y homenajeando clásicos, en su narrativa hay viajes y combates galácticos, estrellas moribundas y humanos que descienden de los dinosaurios, un hombre que vive tres minutos en el futuro, seres de otra dimensión que observan a otros que a su vez observan a otra persona. Hay transbordadores espaciales que vagan por el cosmos (La nave estelar, 1958), selvas mutantes y una red de telarañas que une la Tierra con la Luna (Invernáculo, Premio Hugo 1962), una epidemia de infertilidad en un mundo donde la persona más joven es un veterano (Barbagrís, 1964), armas químicas capaces de distorsionar la percepción (A cabeza descalza, de 1969), Tom y Barry, dos siameses con una tercera cabeza durmiente en el hombro de uno de ellos convertidos en estrellas de rock (Bang Bang, también conocida como Brothers of the Head, de 1977). La trilogía Heliconia, conformada por Primavera (1982), Verano (1983) e Invierno (1985), es lo más parecido a esa obra maestra que todo gran escritor regala al mundo, aunque, tal vez por su extensión y su densidad, tampoco puede considerarse una de esas construcciones que se elevan más allá del skyline de la ciencia ficción y atrapan nuevos lectores. Heliconia, ambiciosa saga ambientada en el planeta del título, un mundo que, debido a las particularidades del sistema planetario del que forma parte, tiene dos años distintos, uno corto (de 400 días terrestres) y uno largo (de 2.600 años), y las estaciones duran siglos. Heliconia es una obra polifónica, con personajes que llegan, están un rato y se van, un relato sobre los procesos de transformación y evolución, sobre la constancia de luchas ancestrales, una amplia metáfora de la civilización humana que presenta una estimulante y enciclopédica cantidad de detalles y conceptos (astronómicos, biológicos, sociológicos). Y presenta también otra de las características que más se le ha criticado a Aldiss: la inflación de las tramas, tendencia a entreverar demasiado y sin demasiado sentido, como engolosinado con sus ideas, con su propia voz y su propio estilo, sin alcanzar un punto óptimo de cocción y cohesión.

    Trabajó junto a Stanley Kubrick en la adaptación, a lo Kubrick, del relato breve Los superjuguetes duran todo el verano (1969), inicio de una trilogía de cuentos completada por Los superjuguetes cuando llega el invierno y Los superjuguetes en otras estaciones (ambos de 1999), que posteriormente Steven Spielberg concretó en I.A. Inteligencia Artificial. Su relación con Kubrick, a quien le recomendaba filmar Tiempo de Marte, de Philip K. Dick, fue pésima, tal como lo relata en Intentar complacer, el prólogo al compilado de cuentos Los superjuguetes… publicado en 2001. Y fue durante ese tiempo que el nombre de Aldiss trascendió los límites del gueto de la ciencia ficción y pareció abrirse al encuentro de un público más amplio. Porque Frankenstein perdido en el tiempo, la pobre adaptación que Roger Corman realizó de Frankenstein desencadenado (1973), sugestiva, poética y terrorífica, no fue lo que se dice la mejor vía de ingreso al universo cinematográfico.

    Apasionado explorador del lenguaje (su experimento con las palabras alcanza niveles desbordantes y enrevesados con A cabeza descalza, 1969), fue una máquina de escribir indomable que privilegió la invención, la fantasía y la experimentación. Se mantuvo en actividad hasta los 90 años, escribiendo desde el convencimiento de que la ciencia ficción no era un escape de la realidad sino una forma de conexión con lo real, una herramienta metafórica, un vehículo para explorar la condición humana.