La orden que tenía era colocar la mayor cantidad de barreras físicas posibles y establecer puntos del control para observar y batir fuego enemigo desde los lugares más altos y más escondidos y con posibilidad de cambiarse de ubicación ente la calle Piedras y el muelle.
Lo primero que hizo fue dirigirse a la oficina del jefe nocturno del puerto. El empleado, un veterano que estaba en su escritorio escuchando la radio y leyendo El Día, apenas levantó la vista del diario y lo miró con cara de pocos amigos. El oficial de Fusileros Navales no tenía tiempo ni ganas de andarse con rodeos, así que tomó el toro por las astas.
—Vamos a hablar bien clarito, ¿usted está con la Constitución o contra la Constitución?
—Con la Constitución —contestó con cara de asombro y un poco ofendido el orgulloso empelado público.
Luego de ese áspero comienzo, las cosas fueron más fáciles. El oficial de la segunda brigada de Fusna tenía solo 24 años pero bastante fogueo. Comenzó a cumplir con las órdenes que había recibido a la altura de la calle Juan Carlos Gómez, cerca de Las Bóvedas, improvisando, como había aprendido, con lo que tenía a mano.
Ordenó mover un pequeño tren con combustible estacionando en el puerto para colocarlo en punta e incendiarlo en caso necesario. Luego dispuso de forma conveniente unos fardos de lana y dejó a mano una ambulancia con un enfermero, que disponía la oficina.
Una vez que cubrió la explanada del puerto, que era por donde más fácil podría llegar un ataque, dio órdenes a su gente de que fueran colocando autos y otros vehículos formando una barricada en las calles. Las llaves eran colocadas en una caja y quedaban depositadas en el boliche de Piedras y Juan Carlos Gómez, y para que nadie pudiera mover los autos se pinchaban las cubiertas, una tarea que no resultó tan sencilla, aun con bayonetas, así que finalmente optaron por desinflarlas.
Después de que las primeras líneas estuvieron armadas, mientras unos seguían reforzando la barrera, los tiradores comenzaron a estudiar dónde ubicarse, para poder disparar lo menos expuestos posibles con los fusiles automáticos BAR y M-1.
La cosa se puede complicar
—Mire que la cosa se puede complicar. Vaya mejor para su casa —le dijo el oficial con grado equivalente al de alférez del Ejército al jefe civil del puerto, una vez que tomó el control de la situación.
—No, yo me quedo con usted —respondió, serio, el funcionario.
Vanzini se relajó un poco cuando se aseguró de que para medianoche tendrían todo listo. Las cosas habrían sucedido muy rápido. Ese soleado jueves 8, en el hangar B del puerto, donde quedaba el Fusna, había habido movimientos extraordinarios, mucha gente iba y venía de forma inusual. Poco después del refrigerio de la tarde, que consistía en un tazón de café con mucha azúcar y un pedazo de bizcochuelo, el jefe del cuerpo, capitán de fragata Mario Martínez Lanzani, había reunido a la brigada que estaba de retén y los había puesto al tanto de la situación.
—Probablemente el Ejército y la Fuerza Aérea van a desobedecer al presidente; nuestro comandante en jefe ha decidido permanecer fiel a la Constitución. Vamos a poner una barrera en Juan Carlos Gómez que permita al presidente, en caso de ser cercado, pasar para el lado nuestro y allí decidir qué hace, o gobierna desde Ciudad Vieja o se embarca —dijo calmo el carismático gordo Martínez, mientras miraba con intensidad a los ojos a sus hombres, como sopesando el efecto de sus palabras.
Los fusileros quedaron cono escuchando un ruido. Uno se atrevió a preguntar quién era el enemigo. “Bueno, no sabemos, parecería que el Ejército ha movilizado tanques y la Fuerza Aérea helicópteros artillados”, contestó el jefe, provocando risas nerviosas. “¿Cuál es el tiempo de operación?”, quiso saber otro. “A las doce de la noche todo armado” fue la respuesta seca de Martínez.
Luego hizo una pausa y lanzó una pregunta que quedó retumbando en la cabeza de sus hombres: “¿Alguien cree que el país puede vivir sin Constitución y sin leyes? Si alguien cree eso, bueno, está fuera de lugar aca”.
Nadie se movió. Poco después, unos 140 fusileros comenzaron el reconocimiento de las tres zonas en las que había dividido el cerco y decomisaron los primeros ómnibus y autos para cerrar a cal y canto el corazón de Montevideo. Allí estaban los principales bancos públicos y privados, el Ministerio de Defensa, el hospital Maciel, la Bolsa de Valores, la dirección de lotería, hoteles, dos diarios y un semanario, la sede del Partido Nacional, los bares y prostíbulos típicos de cualquier puerto, la intendencia del Ejército y el comando de la Armada. A pocos metros de la barricada también estaba amarrado casualmente, igual que otros siete barcos que esperaban en el antepuerto, el Brasil Mac Cormack, un carguero lleno con munición para el Ejército, que recibió la orden urgente de abandonar el muelle y fondear en el medio de la bahía, porque si comenzaban los tiros media ciudad volaría por los aires.
Después de la humillación
El cuerpo de Fusileros había nacido como respuesta a la guerrilla urbana. El 29 de mayo de 1970, el MLN-Tupamaros había dado uno de sus golpes más audaces: el robo de armas al Centro de Instrucción de la Marina (CIM), en la calle Washington 98. El cabo Fernando Garín, que entregó el asalto, pasó esa noche a la clandestinidad luego de una operación de la cual tomaron parte unos 20 militantes, entre ellos Antonio Bandera Lima, Carlos Echedo Acosta, Raúl Bidegain, Alberto Cía del Campo, Yessie Macchi, Ceferino Díaz, David Cámpora y Raúl Sendic.
A las dos menos cuarto de la mañana Garín había recibido la última llamada para reconfirmar que se llevaría a cabo la acción. Minutos después, un camión con gente armada pronta para actuar se ubicó en la calle Buenos Aires.
Después de que colgó el teléfono. Garín le dijo al cabo de guardia: “Van a venir dos oficiales de Inteligencia porque encontraron a un tipo en la Ciudad Vieja, uno de la Marina, que armó lío”. Cuando fueron a abrir la puerta, además de los supuestos oficiales y el detenido, apareció una pareja formada por Bidegain y Macchi que distrajo a la guardia y así los asaltantes lograron ingresar.
Inmediatamente redujeron al oficial de guardia que estaba durmiendo “¿¡qué es esto!?, repetía asombrado mientras lo llevaban al patio de armas en calzoncillos junto con los demás marinos apresados.
Después fueron al arsenal y comenzaron a cargar todas las armas: granadas, fusiles y unos pequeños y codiciados revólveres Chief’s special.
Cuando metieron a todos los marinos en el calabozo y terminaron de cargar, la mayoría de los atacantes se fueron. Cinco de los tupamaros se quedaron para dar tiempo al camión a salir de Montevideo, hacer el trasbordo de los fierros y esconder a la gente.
En pocos minutos y sin un solo disparo, los tupamaros habían dado un golpe que quedaría en la historia como una de las mayores humillaciones sufridas por la Armada.
De esa lección aprendida nació el Fusna. Con el trauma a cuestas de haber armado, literalmente, al MLN, la compartimentación dispuesta por Martínez fue muy hermética, la disciplina, férrea y el entretenimiento, duro.
La unidad se conformó con los mejores calificados y fue dotada de una mística especial que incluía muchas horas de estudio.
Compartir riesgos y duras condiciones de vida llevaba a un respeto mutuo y a una afirmación orgullosa del espíritu del cuerpo.
Martínez, González Ibargoyen y otros oficiales profundizaron su especialización en inteligencia y operaciones de infantería de marina. Estudiaron varios modelos de comandos existentes en el mundo, especialmente el estadounidense y el inglés, y llegaron a la conclusión que lo que más se adaptaba a las características locales era el pelotón americano de 12 fusileros y un líder. Con tres pelotones formaban una brigada. Cada brigada tenía cinco oficiales: un alférez de marina, que era el jefe, y cuatro guardiamarinas.
Cada escuadra tenía un oficial y por cuestiones operativas a veces se actuaban en cuadrillas, compuestas por un líder y tres fusileros. Los jefes habían recibido formación en Estados Unidos, pero la mayor parte de los oficiales se habían capacitado en el país.
Las novelas de Jean Larteguy, que contaban con conocimiento profundo los problemas del ejército colonial francés, y la película La batalla de Argelia eran consideradas verdaderos manuales.
Uno de los mejores trofeos de guerra del Fusna había sido —en el invierno del año anterior— la detención del líder tupamaro, Raúl Sendic, al que habían herido pero le respetaron la vida.
Cuando llegó el 9 de febrero, los fusileros ya eran una unidad de infantería de marina conformada por tres brigadas que en total sumaban unos 500 hombres bien entrenados y fogueados en la lucha urbana, que habían hecho de la Ciudad Vieja su hábitat.
El jueves de tarde el jefe de la brigada que tenía a cargo construir el bloqueo hizo una recorrida con algunos de sus oficiales por toda la calle Juan Carlos Gómez, de rambla a rambla, para ajustar detalles.
Esa noche cenaron, como siempre, un ensopado bien fuerte acompañado con un pedazo de dulce de membrillo para cambiar el gusto, y la mayoría fue a descansar un rato a las cuchetas.
Luego comenzó la acción. Aunque nunca habían hecho algo como lo que les habían ordenando, conocían muy bien la zona porque operan en ella. En la parte sur, la barrera se construyó con los ómnibus que estaban en las terminales de Plaza España y Templo Inglés.
El radio donde operaba la Armada llegaba hasta bulevar Artigas hacia el este y al norte hasta la calle La Paz, pero la Ciudad Vieja era el lugar que mejor conocían.
Los fusileros se movían en el barrio como en su casa, pero aun así para cumplir la orden del 8 de febrero se presentaron situaciones que no estaban previstas en ningún manual. Un individuo protestaba porque iban a estropear las cubiertas nuevas de su BMW. “¿Sabe cuánto cuesta cada una?”, decía al borde de las lágrimas sin que nadie le prestara atención.
Una protección para la Armada y a la vez un problema adicional al bloqueo era la cantidad de personas que estaban en Ciudad Vieja esa cálida noche de verano. La presencia de gente era una de las tácticas defensivas porque hacía muy poco probable un ataque masivo.
Poco a poco, en los bares se fue apagando la música, las prostitutas terminaron su trabajo y despidieron a los últimos clientes, pero los que querían volver a su casa descubrieron que no se podía salir.
—Señor, mi esposa no sabe nada que estoy acá.
—Lo siento, guerra es guerra —contestó el oficial y siguió su camino.
Algunos deambulaban por las calles y otros comenzaron a concentrarse en la plaza Zabala. No faltó quienes optaron por dormir sobre el pasto.
En la línea, la noche transcurría en tensión.
La mitad de los efectivos dormía o tomaba mate y fumaba y la otra estaba de guardia, alternándose para mantener la concentración. Cada tanto llegaban versiones sobre lo que estaba pasando y una vez llegó la información de que los tanques estaban en la plaza Independencia.
La defensa estaba bien organizada por tiradores que ofrecían poco blanco y que controlaban azoteas protegidos por la barrera hecha con vehículos, uno detrás del otro, que no era tan fácil de pasar por parte de los blindados, pensaban los marinos, aunque tenían conciencia de que a la larga cedería. Otro punto débil, además de la inferioridad en número, era que carecían de artillería, salvo los cañones de calibre 3,50 y los cañones semiautomáticos de 40 milímetros del destructor Artigas que apuntaba al Cerro y La Teja al tiempo que tenían la misión de frenar el ingreso de tanques por la puerta de Río Branco.
Para el caso de que rompieran el cerco, la táctica dispuesta era seguir estableciendo barreras hacia atrás, sacando provecho a que era una zona que los marinos conocían como nadie.
En el fondo, los fusileros pensaban que los del Ejército, con quienes habían compartido sin grandes conflictos la lucha antisubversiva, no iban a atacar. ¿Pero si alguno enloquece?, pensaban. La orden expresa era no tomar la iniciativa y solo contestar si eran atacados. Pero ¿cuándo comenzar a disparar? ¿Cuando empiecen a trepar a los autos?, se preguntaban en el tenso silencio de la noche.
Más allá del miedo, el estado de ánimo de los marinos era bueno. Sabían los riesgos pero también pensaban que hacían algo importante y descontaban que el presidente se iba a mantener firme.
La frustrada resistencia de Zorrilla
En la mañana del viernes 9, la zona ocupada se convirtió en una gran romería. La gente iba y venía, entre ellos las bailarinas del espectáculo estadounidense Holiday on Ice, que estaban alojadas en un hotel de la plaza Matriz. Algunos vecinos, entre ellos prostitutas que tenían lazos con fusileros, comenzaron a llevar a los militares agua, refresco y comida.
Con la luz del día llegaron otro tipo de presiones. Estaban los que querían entrar y los que querían salir, y el propio Bordaberry comenzó a presionar para que se aflojara el cerco.
Otro problema fue que las cantinas del Ejército estaban dentro de la zona de la Marina y para peor durante la noche una cocina se había incendiado, lo que aumentó la suspicacia. La orden del comandante Zorrilla fue dejar pasar pan, carne, verduras y otros víveres, como señal de buena voluntad. También se abrió un pasaje para que salieran civiles, pero absolutamente nadie podía entrar y hasta hubo quien recibió un culatazo por porfiado.
El propio Zorrilla relató al periodista César di Candia esa parte de la operación: “Nosotros quisimos primero adoptar una medida de defensa. Segundo, tuvimos la pretensión de alertar al pueblo y a los políticos acerca de lo que estaba pasando, porque parecía que a nadie le importaba. Los líderes seguían maniobrando para sacar su tajada, pero a ninguno se le ocurrió convocar a su gente para acudir al llamamiento de Bordaberry. Temía (un enfrentamiento) pero arriesgué esa hipótesis. Había movimientos de tropas y tanques por las calles y no sabía adónde podría llegar esa situación. Puse una línea de vehículos requisados desde la rambla hasta el Puerto (...) invité al presidente Bordaberry a que se trasladara a ella con su familia, para su protección, pero se negó”.
El eventual ingreso de Bordaberry a la zona liberada había sido preparado al detalle. Los hombres, vehículos y la ruta estaban prontos para cuando el primer mandatario decidiera ingresar. Se había montado un dispositivo especial y preparado una escuadra de 13 hombres. Pero a medida que fueron pasando las horas, la expectativa decayó y a la hora del primer relevo no había llegado ninguna orden al respecto.
El martes previo, un memorando secreto de la Armada había detallado la situación. “Antecedentes: Situación del presidente de la República por vía de la fuerza. Quebramiento del orden institucional. Posición contraria de la Armada. Cursos de Acción: Evitar la situación mediante acciones previas tales como: a) montar el operativo para trasladar al presidente a una zona de seguridad a bordo de un buque, b) trasladar el comando de la Armada, c) movilización de las unidades de superficie, d) defensa del Área Naval del Puerto de Montevideo por medio de Fusna, PGM (Prefectura), con apoyo del fuego naval, e) fijar una primera línea de contención, f) alistar al máximo las unidades aéreas para entrar en acción, g) Laguna del Sauce proveerá su propia defensa, h) defensa de la estación de comunicaciones del Comando General”.
Siguiendo el curso de acción dispuesto por el mando, la brigada 3 comenzó a tomar el turno. Era un proceso lento, hecho puesto a puesto, en el cual cada uno debía explicar al que tomaba al guardia las condiciones existentes y especialmente marcar los ángulos de tiro.
Solo hubo un disparo en todo el bloqueo y fue dirigido a uno de los neumáticos de un taxímetro cuyo conductor pretendió ignorar al cerco.
Mientras eso ocurría, las radios pasaban marchas militares y la guerra de nervios había comenzado. Los fusileros intuían que al otro lado de la barrera, camuflados entre los curiosos o en edificios altos como el Palacio Salvo, había observadores avanzados de artillería, y comenzó a llegar la información de que en los cuarteles de Artillería 1, en el Cerro y en Artillería 5, cerca del cementerio del Norte, los obuses estaban emplazados en plena plaza de armas prontos para disparar.
En el caso del 5º, el comandante Washington Varela había dispuesto las cosas como para que la información llegara a oídos de todos y quebrar así la voluntad de combatir de los circunstanciales enemigos.
Cerca de las 4 de la madrugada de viernes, el comandante del cuartel de La Paloma —ubicando detrás del Cerro— llamó por teléfono al jefe de los fusileros navales y le dijo: “Recibí órdenes de ir a ocupar la antena de Monte Carlo en el Palacio Salvo, donde hay fusileros navales. Te llamo para que los retires”.
Martínez, que estaba acompañado por el capitán Bello, no dudó: “Los fusileros navales están apostados en jurisdicción de la Armada, tienen una consigna, si los sacás los sacás muertos”. Hubo un silencio y el teniente coronel contestó: “Entonces no los mando”.
A pesar de esta posición de firmeza de muchos de sus oficiales, el comandante de la Marina comenzaba a quedar cada vez más aislado en su posición de defensa institucional.
Uno de los que percibió enseguida que Zorrilla estaba solo y que no iban a poder hacer nada fue el coronel Américo Colombo, un oficial legalista que era director general del Ministerio de Defensa y que atravesó varias veces el cerco con su auto para ir y venir de su oficina en la calle 25 de Mayo.
Colombo era un caso atípico: su esposa e hija eran comunistas, su hijo militaba en los GAU en la Facultad de Ingeniería y él, que había votado a Bordaberry, era muy tolerante con las ideas de todos aunque bajo ningún concepto estaba dispuesto a plegarse a un golpe.
Cuando regresó a su casa la noche del viernes 9, el coronel dejó con gesto cansado el portafolios y la pistola 45 encima de una mesa. Miró a su familia y con voz resignada les confirmó que los que habían tomando el control del Ejército no tenían la cultura de la legalidad.
Sin dejar de mirar a su hijo Pepe, reflexionó en voz alta: “Está todo liquidado”.
Fuentes Capítulo 6: Entrevista con el contraalmirante retirado Juan Zorrilla, el capitán de navío retirado Gustavo Vanzini, José Colombo, entrevista a Zorrilla de César di Candia y Alfonso Lessa. Actas tupamaras, Buenos Aires, Cucaña Ediciones, 2003. Ecos Revolucionarios. Luchadores Sociales, Uruguay, 1968 - 1973, de Rodrigo Véscovi.
Vida Cultural
2013-02-21T00:00:00
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