Se lo llama, vulgarmente, tirarse un pedo más grande que el culo. Stanley Kubrick quiso rodar por lo alto la vida de Napoleón, con Jack Nicholson y más de 50.000 extras entrenados en tácticas militares, pero no terminaba nunca de leer libros sobre el general francés; Francis Ford Coppola pensaba hacer Megalópolis, basada en una novela de Ayn Rand, sobre una Nueva York que sobrevive a una catástrofe; Tim Burton soñaba con una versión de Superman y Carl Dreyer con una de Jesús, dos superhéroes con poderes y millones de seguidores; Orson Welles hablaba de llevar a la pantalla grande la novela El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, que estaría ambientada en el auge del fascismo europeo y sería filmada con planos secuencia, y también aspiraba a realizar un muy singular y wellesiano Don Quijote. Proyectos monumentales, ambiciosos, delirantes, precisamente quijotescos, al menos para los productores y financistas que debían poner el dinero. Proyectos que naufragaron o jamás salieron de ningún puerto. Proyectos que quedarán como películas imaginarias, imposibles, aunque en manos y ojos de semejantes cineastas bien podrían haber sido obras maestras, de culto o, muy probablemente, sonados fracasos.
Terry Gilliam también se empantanó en la Mancha persiguiendo al caballero de la triste figura. Su afán por hacer una película basada en la gran obra de Cervantes, hasta llegar a El hombre que mató a Don Quijote (2018, que se exhibe en Fox Cinema el 21, 23, 26, 27 y 29 de febrero y el lunes 2 de marzo), se cobró la vida de ocho rodajes e insumió 19 años de espera, sin contar la frustración que debe haber machacado su cuerpo como olas contra un dique.
La cosa empezó a fines de los 90 con un presupuesto de 32 millones de dólares. En el elenco estaban Jean Rochefort, que encarnaría a Don Quijote, Johnny Depp y Vanesa Paradis. Gilliam gritó “¡Acción!” en Navarra, España, en el redondísimo año 2000, pero fue bastante poco lo que pudo concretar. Una terrible tormenta y una consecuente inundación estropearon los equipos de filmación. Rochefort sufrió una hernia de disco y le fue imposible volver a montar a caballo. Al año siguiente Mohamed Atta y compañía derribaron las Torres Gemelas. Los aires y los ruidos atronadores de guerra llegaron al plató de rodaje. Don Quijote —y todos los técnicos a su alrededor— levantaba la vista y constataba un cielo atravesado por aviones de combate que despegaban de una base cercana de la OTAN. De esta etapa, como consuelo queda el documental Lost in La Mancha (2002), de Keith Fulton y Louis Pepe, que precisamente registra el fracaso de la expedición.
Gilliam no se dio por vencido. Entre 2005 y 2015 hubo más intentos. Esta vez los actores eran Robert Duvall, Michael Palin, John Hurt y Ewan McGregor. Pero volvieron los fracasos: falta de dinero, deserciones, enfermedades. Quizá era un mandato bíblico: esa película no debe hacerse. En 2016 otro intento se fue al garete porque el productor portugués Paulo Branco (más de 200 películas financiadas, entre ellas de Alain Tanner, Chantal Akerman, Olivier Assayas, Wim Wenders, David Cronenberg y Raoul Ruiz) no consiguió el dinero.
Finalmente, en marzo de 2017 y ahora con Jonathan Pryce como Don Quijote y Adam Driver como un cineasta que en cierta forma también es Sancho Panza, arranca otra vez el rodaje, que se materializa en El hombre que mató a Don Quijote. La primera imagen es una placa que dice: “Después de 25 años de hacerla y deshacerla…”. Y está dedicada a los caballeros Rochefort y Hurt, muertos en batalla quijotesca. Las locaciones fueron en España (Navarra, Islas Canarias, Castilla-La Mancha, Zaragoza) y Portugal. El guion está firmado por Gilliam y Tony Grisoni, y en la producción figura la uruguaya Mariela Besuievsky.
Estamos ante un Gilliam puro. Hay cine dentro del cine y un tejido entre realidad y ficción, que en el fondo es una historia de amor y una reivindicación del espíritu aventurero que no debemos dejar de lado. Comienza con el rodaje de una película industrial sobre el Quijote para luego derivar en la búsqueda por parte del director, en un pequeño pueblo de España, de aquellos personajes reales que antaño habían dado vida a un Quijote más casero, en blanco y negro: un anciano zapatero, una joven posadera. Se reconoce a Gilliam por su frondosa imaginería, por el humor de tintes caricaturescos y ese toque desbordado en la confección de las imágenes. El esfuerzo de tantos años detrás de este héroe de caballería tal vez no alcanza las cimas de Los aventureros del tiempo, Brasil, Las aventuras del barón Munchausen, Miedo y asco en Las Vegas, Doce monos, El imaginario mundo del Dr. Parnassus y Tideland, su película más tapada, pero una de las más valiosas. Pero de todas maneras se imponen el estilo y de la fuerza narrativa de Gilliam, Adam Driver como el director en problemas y fiel escudero al mismo tiempo, un adecuadísimo Jonathan Pryce como el Quijote, Stellan Skarsgard como un infecto financista y acertadas apariciones de Olga Kurylenko, Rossy de Palma, Jordi Mollá y Sergi López. El director sabe apropiarse de lo mejor de los actores y darles cabida en su mundo extravagante y alocado.
Hay que tener en cuenta que Gilliam vivió lo mejor de los años 60. Nacido en 1940 en Minneapolis, Minnesota (igual que los hermanos Coen), en un ambiente rural y en una familia protestante y estudiosa de La Biblia, ya de niño se acostumbró a convivir con escopetas de todo tamaño y a ver pollos sin cabeza. Podría haber sido un serial killer, pero se convirtió en un cineasta. Y los domingos iba a misa religiosamente. Una de las primeras películas que recuerda de modo imborrable fue El ladrón de Bagdad. Y uno de sus primeros traumas: no haber podido asistir a la inauguración de la Disneylandia original en Anaheim, California. En materia de lecturas, no se perdía ningún número de Mad. “Así es como aprendí a dibujar, no con Rembrandt sino con Jack Davis”, dice. En su etapa estudiantil fue el payaso de la clase, el que se maquillaba y disfrazaba al estilo Lon Chaney para las representaciones teatrales.
Trabajó en la Chevrolet fregando los vidrios de los colachatas. Fue dibujante y caricaturista en revistas relevantes de la época como Help! y desentrañó los secretos del trazo y el detalle junto a capos como Robert Crumb y Gilbert Shelton, el inventor de los Freak Brothers.
Se las tiró de hippie, más por el pelo largo y la música que por las drogas, y por culpa de su larga cabellera casi lo muelen a palos en el Sur Profundo, como en Easy Rider. Se mudó a Nueva York, compartió piso y gamberradas con amigos y se largó a viajar como mochilero no solo por los Estados Unidos, sino por todo el mundo, así lo expone en su muy divertida autobiografía Gilliamismos (Malpaso, 2015). Leyendo novelitas de Mickey Spillane y con una moto que le costó varios porrazos recorrió España y sus molinos de viento. Según Gilliam, los disgustos de la moto presagiaban como si fuese un Rocinante de metal destartalado, lo que luego ocurriría con su Quijote.
Antes de radicarse en Londres e integrar el famoso grupo Monty Python, ya se había colado en los Shepperton Studios para conocer los decorados y la sala de montaje, haciéndose el gil que camina distraído y no repara en un par de guardias somnolientos. Quería ver el laboratorio del cine, la marmita donde se cuece el caldo de los trucos y las ilusiones.
Fuera donde fuese tenía la habilidad de vincularse, el descaro juvenil del arrojo y el talento para no pasar vergüenza. En París, por ejemplo, le consiguió trabajo como dibujante René Goscinny, el creador de Astérix.
Ya conocía a John Cleese, un tipo que con sus gesticulaciones era capaz de atraer la atención de todos en el atiborrado andén del metro. Consiguió un puesto en la revista Londoner y gracias a su destreza audiovisual calzó en el programa de la televisión británica We Have Ways of Making You Laugh, donde hizo dibujos en vivo mientras los otros improvisaban. Así conectó con Michael Palin y Terry Jones, dando rienda suelta a su costado de comediante y humorista, que luego asombraría al mundo con su creatividad visual antes que con su presencia frente a las cámaras. ¿A quién se le puede ocurrir que unos veteranos oficinistas avancen con un viejo edificio como si fuese un barco y aborden al mejor estilo pirata (¡los cañones son los ficheros de metal!) a las grandes corporaciones en sus torres de acero y cristal? A Terry Gilliam en el episodio The Crimson Permanent Assurance, de la película El sentido de la vida, tal vez la mejor de todas de los Monty Python.
“Eran licenciados de Oxbridge y Cambridge, no sabían lo que era una camiseta desteñida”, recuerda Gilliam. “Pero tenían un discurso increíblemente pulido que me pasmaba”. La contracultura del yanqui se mixturó con la sátira inglesa y el resultado fue ese humor tan particular, irreverente y ácido que caracterizó al grupo en cine y televisión.
Gilliam es capaz de quitar el tapón de una botella y desatar al diablo, que en realidad son decenas de diablillos recortados, pegados, coloreados cuadro a cuadro, hoy digitalizados, caminando de película en película. Sabe diseñar decorados, dibujar a contrarreloj, montar un sketch improvisado, actuar, sacar fotos, escribir guiones y sobre todo dirigirlos, porque es uno de los más creativos cineastas de la actualidad. En una o dos secuencias a lo sumo es capaz de presentar un mundo, su mundo, con toda una increíble parafernalia de recursos expresivos. Esta virtud, como la de un músico que con un par de notas se torna inmediatamente reconocible, la poseen muy pocos. Gilliam no filma: dibuja con cine.
Renunció en 2006 a su ciudadanía estadounidense, fastidiado por los impuestos que debía pagar y por el segundo gobierno de Bush hijo. Hizo el trámite pertinente en la embajada de EE.UU. y los funcionarios le rogaban para que reconsiderase la decisión, mientras llenaba varios formularios. Según Gilliam, cuando acierta en una película es porque ha conectado con su niño interior. Ahora que Trump va por su segundo período, y si el trámite de la renuncia siguiese su curso, es muy probable que el niño le dijera: seguí llenando formularios.