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    El dibujante e ilustrador Domingo Ferreira continúa experimentando con el dibujo, la edición digital y el collage

    “El dibujo es lo que me dio una identidad”, dice el artista que recibió el Premio Figari en 2015

    Su nombre se asocia con los grandes dibujantes uruguayos y argentinos. Se llama Domingo Ferreira, pero todos lo conocen como Mingo. De hablar suave y cálido, su trayectoria y el valor de su obra, por la que recibió el Premio Figari en 2015, es inversamente proporcional a su perfil bajo. Nació en Tacuarembó en 1940 de padres muy humildes que le inculcaron el valor de la lectura y de la formación. Ilustrador, dibujante y diseñador gráfico, se formó en Bellas Artes y el Club del Grabado, pero los medios de prensa, en los que ingresó en 1964, fueron su mejor escuela. Trabajó en Marcha, donde convivió con grandes periodistas y dibujantes. Fue parte del Dibujazo, movimiento de los años 60 y 70. Participó con sus trabajos en Arca y en Fundación de Cultura Universitaria, y son recordadas sus portadas para los libros de Ray Bradbury de Minotauro. Opinar, Jaque, Tres, Brecha, El País Cultural, El Observador se suman a los medios en los que trabajó. Cuando era un niño presentó un retrato de José Belloni en un concurso y ganó el primer premio. “Después pasaron los años y el dibujo formó parte de mi afición, pero no le veía futuro, y nadie a mi alrededor lo veía así”, le dijo Mingo a Búsqueda en esta entrevista. Ahora mira para atrás, ve su vida forjada en torno al dibujo y tal vez se ríe de aquella apreciación.

    —¿Empezaste a dibujar de niño? ¿Qué papel tuvo tu familia?

    —De alguna manera todo el recorrido que he hecho a través del dibujo significó la búsqueda de una identidad. El dibujo es lo que me dio una identidad. Mi padre reparaba calzado, lo recuerdo trabajando en el taller que quedaba en la misma casa en la que vivíamos en Tacuarembó. Estaba todo desordenado, como debía ser un taller. Mi madre, que me leía cuentos para dormir y también poemas. Mis padres tenían en su cuarto una pequeña biblioteca, pero ninguno de los dos había ido a la escuela. La biblioteca tendría 40 libros; estaban los clásicos, que no sé si habían leído, pero estaban ahí, por ejemplo, Los miserables, de Víctor Hugo, algunos de Dostoievski, Hambre, de Knut Hamsun, y Sin novedad en el frente, de Erich María Remarque. Después me di cuenta de que mis padres pertenecían a una migración interna que hubo en Uruguay de la gente pobre del campo. Había parejas que tenían seis o siete hijos y a veces se los daban a una familia para que los criara. Trabajaban como personal de servicio. Mi madre tuvo la suerte de hacerse amiga de las hijas de la pareja donde trabajaba, eran prácticamente de la misma edad. Ellas estudiaron para maestras y le proveían de material de lectura. Mi padre trabajaba de zapatero de día y de noche había conseguido un empleo de acomodador en un cine. Traía un boletín donde estaba escrita la película y de qué se trataba, como un resumen. Una mañana empecé a leer, recuerdo el momento preciso.

    —¿Y cómo pasaste de las lecturas al dibujo?

    —Mi madre les prestaba mucha atención a los artistas que salían en los diarios y me los señalaba. En ese sentido, para mí formó parte de un magisterio sin academia. A mi madre le gustaba mucho José Belloni y siempre que salía algún artículo en la revista Mundo Uruguayo me lo señalaba. Un día Belloni cumplía años y en la escuela se hizo un concurso para que los niños participáramos en su homenaje. Había que dibujar su retrato para entregárselo de regalo. Mi madre me alentó a participar y saqué el primer premio. Después pasaron los años y el dibujo formó parte de mi afición, pero no le veía futuro, y nadie a mi alrededor lo veía así.

    —Cuando te viniste a Montevideo entraste en la Escuela de Bellas Artes. ¿Cómo fue esa experiencia?

    —En Tacuarembó estudié la escuela y el liceo, y a los 21 años me vine a Montevideo. Al año entré en Bellas Artes y estuve dos años, después abandoné. Me encontré que por el programa y la forma en que estaban enseñando rechazaban absolutamente todo lo que tuviera que ver con la expresión personal, y yo quería aprender a dibujar. Seguían una teoría colectiva, todo lo que se hiciera tenía que hacerse sin firma, era el despojamiento absoluto de la persona. Para mí era un discurso vacuo y todo terminaba en unos jarroncitos seriados. En el curso había una hora de clase sobre pintura con el profesor Miguel Ángel Pareja, pero él nunca dio clase. Se entraba al taller y él no hablaba. Lo que me interesaba no estaba ahí, entonces me terminé yendo y me pasé al Club de Grabado. Pero en determinado momento me di cuenta de que una forma de trabajar en el dibujo era si entraba en un diario. Por intermedio de amigos, en las charlas del Sorocabana, que eran tertulias donde se iba conociendo gente, me vinculé con Carlos Núñez, un periodista que ya conocía porque leía todos los diarios. Le mostré una carpeta de dibujos y después de un par de semanas me consiguió una entrevista con Carlos Quijano en Marcha.

    Fungiendo el púgil; tintas y edición digital. Foto: Mingo Ferreira

    —¿Cómo recordás a Quijano?

    —En primer lugar, como una persona muy respetable. Todo giraba en torno a él, que tenía gran presencia y se imponía sin hablar. Era el director de orquesta. La entrevista me resultó increíble, sobre todo cuando salí. Era medio parco y no me había demostrado gran entusiasmo, pero al salir llamó a alguien y le dijo: “Entregale una copia de la nota de Fulano que él va a empezar a dibujar acá”. A partir de ahí empecé en Marcha.

    —Ahí te encontrase con grandes dibujantes…

    —Había dibujantes que pertenecían a una generación que formó parte de un aprendizaje grupal. Entre otros estaban Pieri y Blankito, que continuaba la página de humor que desarrolló durante varios años Julio Suárez, Peloduro. Blankito era un dibujante estrella, igual que lo había sido Peloduro. Después estábamos la tropa, los que dibujábamos las notas que nos pedían. Para mí fue una práctica importantísima. Me permitía dibujar y al mismo tiempo aprender. En esa época la dificultad era dibujar con la misma medida en que iba a aparecer en la página. A veces era un dibujo pequeño y el desafío era mostrar algo en ese espacio. Mis primeros trabajos me costaron horas, pero con el tiempo me di cuenta de que tenía que aprender técnicamente a emplear menos tiempo, a tener una ductilidad en el manejo de las resoluciones; no me podía pasar ocho horas en un dibujo.

    Mingo Ferreira, una vida forjada en el dibujo. Foto: Javier Calvelo / adhocFOTOS

    —¿Hasta cuándo trabajaste en Marcha?

    —Estuve hasta 1971. Me tuve que ir de un día para el otro porque sufrí una situación límite. Un comando del Ejército nos llevó a mí y a mi pareja, que estaba embarazada, aunque no estábamos implicados en nada. Yo nunca tuve militancia, pero estaba vinculado a medios de izquierda. Nos detuvieron como si fuéramos culpables de algo. A mí me torturaron, me golpearon en el pecho y uno puso un revólver en mi boca. Estaban buscando a un muchacho que lamentablemente fue de una imprudencia muy grande. Me metió en un lío sin decirme que estaba haciendo cosas a mis espaldas. Habíamos estado alquilando un apartamento juntos.  Era hijo de una maestra de Tacuarembó, y cuando vino a estudiar a Montevideo ella me escribió una carta en la que me pedía si podía alquilar un apartamento con él. Yo vivía en un hotelito de la calle Colonia, entonces le dije que sí. Alquilamos, y al principio, todo bien. Pero este bobeta tenía armas debajo de la cama, mapas en la cisterna del inodoro, pertenecía a un comando del MLN. Y no le importó implicarme. Cuando me detuvieron la realidad cambió para mí absolutamente. En toda la detención tuve una sensación de vacío, de no tener nada dentro, sentía que eso no podía estar ocurriendo. Después nunca más lo vi.

    —Cuando te soltaron te fuiste a Buenos Aires…

    —Sí, y llegué en plena violencia de la ultraderecha peronista con la ultraizquierda. Fue cuando volvió Perón y ocurrió la matanza de Ezeiza. Gracias a mi amistad con Galeano, que era muy solidario, conseguí trabajo en la revista Crisis. Él fue quien me aconsejó que me fuera de Uruguay. Buenos Aires es una ciudad con una energía que te impone que te subas a su tren. Por eso mismo es tan atractiva. Gracias a un contacto de Galeano empecé a trabajar en la editorial Minotauro y conocí gente muy importante para mi formación. También colaboré con otras editoriales.

    —¿Cómo fueron variando tus dibujos desde la etapa en blanco y negro?

    —El blanco y negro viene de la prensa, pero después uno se da cuenta de que tiene su propio atractivo, como un golpe dramático. Ahora hago dibujos con Pilot, con lápices de colores acuarelados, hago collage y también una técnica de grabado repetido por fotocopia (muestra algunos de sus dibujos). Los grabados los hago yo y los imprimo con una cuchara porque no tengo la impresora adecuada.

    —¿Con una cuchara?

    —Sí, se hace la matriz sobre una chapa de madera, en este caso MDF, que es muy blanda y sirve para tallar. Para imprimir empleo témpera negra, con la que entinto el original. Se pone encima un papel en blanco y con una cuchara se frota la zona y se va mirando cómo va quedando. También hago dibujos con efectos difusos que da el Photoshop. Me gusta jugar siempre con figuras humanas, como creando una especie de escena teatral. Pienso en un título que tenga que ver con lo que proponen esas figuras y es a menudo medio irónico. Algo que me gusta es tomar un cuadro icónico de un pintor. Por ejemplo este, que es a partir de uno muy hermoso de Monet (muestra su dibujo a partir de Chicas jóvenes en un barco). Hice la experiencia de hacer bocetos y rehacerlos y cada uno salía distinto. Estoy muy asombrado de cómo, a partir de un original, una forma se va versionando y en cada versión se va transformando.

    Revisitando Monet. Foto: Mingo Ferreira

    —¿Qué significa para vos el dibujo?

    —Para mí es una forma de escritura. Mediante el dibujo voy trazando todo un vocabulario, desarrollando una historia.

    —Este año ilustraste Ancestría, poemas de Pablo Thiago Rocca. ¿Cómo te resultó esta experiencia?

    —Esto surgió de una invitación de Pablo, que tenía un conjunto de poemas y quería hacer algo con dibujos míos. Pero como eran pocos no daba para hacer un libro. Entonces pensamos en una plaquette, una edición limitada de pocos ejemplares. Yo lo tomé como un artefacto gráfico que el lector tiene que leer aparentemente como un libro, pero al abrirlo se va desplegando de otra manera. Le sugerí eso a Pablo, hacer una edición con dobleces y que se vaya desplegando, como cuando se abre un folleto. De alguna manera intenté que hubiera una identidad. Inconscientemente le agregué elementos duros, unos signos que le dan una continuidad a la lectura y que son una confrontación con el dibujo.

    —¿Te gustaría hacer una exposición?

    —A partir de esta invitación de Pablo, pude reengancharme con una práctica casi diaria del dibujo. Eso fue en marzo-abril, y hasta el día de hoy sigo dibujando todos los días. Ahora pienso desarrollar series que puedan transformarse en una edición limitada y que giren en torno a estos trabajos que vengo haciendo desde hace tiempo. Antes me costaba dibujar porque, si no estás vinculado a un proyecto concreto, es más difícil. Hubo momentos en mi historia en los que sufría mientras dibujaba, pero cuando descubrí que hay un espacio lúdico en la creación me sentí feliz.