El azar, la casualidad y la identidad fueron temas recurrentes en el novelista estadounidense que capturó a los lectores hispanoamericanos
Accedé a una selección de artículos gratuitos, alertas de noticias y boletines exclusivos de Búsqueda y Galería.
El venció tu suscripción de Búsqueda y Galería. Para poder continuar accediendo a los beneficios de tu plan es necesario que realices el pago de tu suscripción.
En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acá“Tus pies descalzos en el suelo frío cuando te levantas de la cama y vas a la ventana. Tienes sesenta y cuatro años. Afuera, la atmósfera es gris, casi blanca, no se ve el sol. Te preguntas, ¿cuántas mañanas quedan?”, escribió Paul Auster en Diario de invierno, un conjunto de impresiones sobre su vida, concebidas como una “pieza musical” y escritas con pluma estilográfica al ritmo de los recuerdos. Pasaron 12 años de aquella publicación y ya no importa cuántas mañanas vivió desde entonces. Auster, posiblemente el escritor estadounidense más leído, y querido, por lectores hispanoamericanos desde los años 80, falleció a los 77 años el martes 30 en su casa de Brooklyn, Nueva York, como consecuencia del cáncer pulmonar que le habían diagnosticado en 2022.
Había nacido en Nueva Jersey en 1947, pero su verdadero espacio vital y literario fue Brooklyn, donde vivió desde 1980 hasta su muerte. “Hay en ese barrio algo misterioso que se te mete por debajo de la piel y se queda ahí”, le dijo en 2006 a Eduardo Lago, periodista del suplemento Babelia del diario El País. Ese barrio, donde vivieron otros grandes escritores —desde Walt Whitman hasta Arthur y Henry Miller, Norman Mailer o Truman Capote—, fue escenario de varias de sus historias. Una de ellas fue Brooklyn Follies (2005), protagonizada por Nathan Glass, un sobreviviente de cáncer que decide dejar su trabajo de vendedor de seguros y escribir El libro de las locuras de los hombres. En tono de comedia, la novela tiene hoy algo de lúgubre pronóstico en su personaje por la enfermedad que sufrió Auster. Pero sobre todo le rinde homenaje al mundo antes del atentado a las Torres Gemelas del 2001. “Una vez leí una frase del cineasta Billy Wilder que me impresionó hondamente: ‘Si te sientes realmente feliz, deberías escribir una tragedia; si te sientes verdaderamente desgraciado, deberías escribir una comedia’. (…) El mundo ha ido de tragedia en tragedia, de horror en horror, pero los seres humanos seguimos existiendo, enamorándonos y hallando alegría en la vida. Me pareció que este era un momento para recordarlo”, había dicho sobre esta historia Auster.
Él mismo escribió sobre sus orígenes en varios de sus títulos autobiográficos. En La invención de la soledad (1982), libro que pudo publicar cuando murió su padre y recibió su herencia, habla de la ascendencia judío-polaca de sus padres y del noviazgo fugaz que tuvieron, sin pasión y prácticamente sin amor: “De vez en cuando se cogían de la mano o intercambiaban un educado beso de buenas noches. En resumen, jamás hubo una declaración de amor ni del uno ni de la otra. Cuando llegó el momento de la boda, apenas se conocían”.
En sus inicios Auster fue poeta y traductor. “Era pobre pero quería ser rico”, cuenta Justo Navarro en el prólogo de El cuaderno rojo (1994), otro libro autobiográfico narrado a través de cuatro historias, algunas trágicas y otras graciosas, en las que ya aparecen algunos de sus temas predilectos. Uno de los acontecimientos dramáticos tuvo lugar en un campamento de verano durante su adolescencia. En una excursión por el bosque los exploradores tuvieron que pasar por debajo de un alambrado en plena tormenta eléctrica. Quien pasó antes de Auster fue su amigo Ralph, justo en el momento en que caía un rayo que lo terminó matando. Ese día trágico, el escritor “encontró el idioma del azar, el idioma de la casualidad y las coincidencias. (…) Gracias al azar, Paul Auster encontró la música del azar”, escribió Navarro en el prólogo. Ese terrible y revelador acontecimiento aparece también narrado en su monumental novela 4321 (2017), sobre los cuatro posibles caminos de su protagonista Archie Ferguson, un judío americano que mucho tiene del propio autor.
Paul Auster. Foto: Jeff Pachoud, AFP
A mediados de los años 60, cuando estudiaba en Columbia literatura inglesa, francesa e italiana, Auster comenzó a traducir al inglés a poetas franceses por los que se sentía atraído: Baudelaire, Verlaine, Rimbaud. Así se inició como traductor amateur, pero con los años esa sería una profesión que consideraba un acto de “suplantación de la identidad”, concepto que manejaría también en sus ficciones. Y del gusto por la lectura de poesía, pasó a escribirla. Otra curiosidad de sus años jóvenes: a fines de los años 70, para ganar algo de dinero, inventó un juego de béisbol con naipes que trató de vender sin suerte a oficinistas. Al terminar sus estudios se fue a París y fue profesor de inglés, telefonista nocturno en la sede de The New York Times, además de traductor y crítico literario. Viajó por Italia, España y Escocia y leyó con avidez a Joyce.
Auster se casó por primera vez con la también traductora y escritora Lydia Davis, con quien en 1974 tuvo a su hijo Daniel. El matrimonio no prosperó y ese primer hijo tuvo un final trágico porque murió de una sobredosis en 2022 a los 44 años. En ese momento, Daniel estaba en libertad bajo fianza, acusado de haber sido responsable de la muerte de su hija de 10 meses, intoxicada con heroína y fentanilo. Ninguna historia trágica narrada por Auster podría superar este dolor. En 1982, se casó con la excelente escritora Siri Hustverdt, con quien tuvieron a su hija Sophie.
Hubo dos puntos de inflexión que le dieron proyección fuera de fronteras e impulsaron su trayectoria literaria. Uno fue la publicación de Trilogía de Nueva York (1985-1986), posiblemente, la entrada a su literatura para muchos de sus lectores. En Hispanoamérica esa entrada se dio gracias a la editorial Anagrama, fundada y dirigida por el catalán Jorge Herralde, amigo y editor de Auster. Solo sus últimos títulos fueron publicados por Seix Barral.
“Todo empezó por un número equivocado, el teléfono sonó tres veces en mitad de la noche y la voz al otro lado preguntó por alguien que no era él. Mucho más tarde, cuando pudo pensar en las cosas que le sucedieron, llegaría a la conclusión de que nada era real excepto el azar. Pero eso fue mucho más tarde. Al principio, no había más que el suceso y sus consecuencias. Si hubiera podido ser diferente o si todo estaba predeterminado desde que la primera palabra salió de la boca del desconocido, no es la cuestión. La cuestión es la historia misma, y si significa algo o no significa nada no es la historia quien ha de decirlo”. Así comienza Ciudad de cristal, la primera novela de esta trilogía, que continúa con Fantasmas y La habitación cerrada. De nuevo hay que hablar del azar en estas historias en las que un escritor de novelas policiales se convierte de manera inesperada en un detective, deambula por una ciudad laberíntica y debe buscar manuscritos inéditos. Con esta trilogía, Auster creó su propio estilo policial con el tema de la identidad y la casualidad como rasgo de distinción.
El otro momento de impulso a su obra llegó en 2006, cuando recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, uno de los más destacados que se otorga en España. En su discurso de agradecimiento, Auster habló de la necesidad de historias que tiene el ser humano y de la sobrevivencia de la novela a pesar de los presagios sobre su muerte. “La novela es una colaboración a partes iguales entre el escritor y el lector, y constituye el único lugar del mundo donde dos extraños pueden encontrarse en condiciones de absoluta intimidad. Me he pasado entablando conversaciones con gente que nunca he visto, con personas que jamás conoceré, y así espero seguir hasta el día en que exhale mi último aliento”. En el libro Homenaje a Paul Auster (2007), a propósito de este premio, se detalla su llegada a la península y el comienzo de un vínculo con Herralde que a partir de El Palacio de la Luna (1990) le publicó toda su obra. El mundo hispanohablante tiene mucho que agradecerle a Herralde. También en España, Auster mantuvo una estrecha amistad con Pedro Almodóvar.
Publicó Leviatán (1992) y conocimos la historia de Benjamin Sachs, un escritor, objetor de conciencia contra la guerra de Vietnam, que muere despedazado por una bomba en una carretera de Wisconsin y es su amigo Peter Aaron quien reconstruye su vida. Escribió dos fábulas deliciosas, Mr. Vértigo (1994), donde se mezcla la fantasía con la realidad cruda de la Gran Depresión de los años 30, y Tumbuctú (1999), la visión de un perro que pasa por distintas familias. Escribió Viajes por el Scriptorium (2006), con un personaje viejo a quien otros personajes de las obras de Auster castigan o cuidan. Escribió Un hombre en la oscuridad (2008), sobre un hombre que tiene un accidente automovilístico y queda al cuidado de su hija. Escribió un relato bellísimo, El cuento de Navidad de Auggie Wren (1990, Lumen, 2003), que fue llevado al cine por Wayne Wang en una película también bellísima, Cigarros, protagonizada por William Hurt y Harvey Keitel, con guion del propio Auster. Porque también Auster tuvo sus incursiones en el cine.
Escribió sobre su propia vida, en Informe del interior (2013), con ese estilo de hablarse a sí mismo para hacerse preguntas que adoptaron todas sus memorias. Y publicó Creía que mi padre era Dios (2001), una recopilación de historias reales que oyentes de un programa radial le enviaron después de que él mismo lanzó la propuesta. Llegaron 4.000 relatos, él seleccionó y editó 180.
Su literatura autorreferencial, en la que siempre escritor y escritura son parte de la trama, dio un salto con Sunset Park (2010), una potente novela contada a varias voces por personajes okupas de casas abandonadas durante la crisis financiera del 2008 en Estados Unidos. Uno de sus últimos títulos es La llama inmortal de Stephen Crane (Seix Barral, 2021), otro libro monumental de 1.000 páginas en el que analiza la literatura de Stephene Crane, un escritor del siglo XIX que murió de tuberculosis a los 28 años y que había leído en su juventud. Para presentarlo hizo una conferencia de prensa por Zoom y contestó preguntas de los periodistas. “Créanme que no quería escribir otro libro enorme, tal vez uno de 200 páginas. Pero lectura tras lectura el libro breve se fue agrandando y terminó siendo enorme”, dijo. Y entonces, dieron ganas de ir a leer a Crane. Su libro anterior había sido 4321, también cercano a las 1.000 páginas.
Se opuso a Vietnam y a George Bush, y años después estuvo entre los escritores opositores al gobierno de Donald Trump. Cuando publicó Diario de invierno lo invitaron a Turquía y él se negó por el encarcelamiento a periodistas en ese país. Ese Paul Auster comprometido aparece de una forma u otra en su literatura.
“Cuando uno llega a los 50 años ha perdido a parte de las personas que ha querido y lo han querido. (…) Uno camina con fantasmas por dentro. Yo tengo tantas conversaciones con los muertos como con los vivos. (…) Todos convivimos con nuestra propia muerte, pero pocos sabemos cuándo moriremos”, dijo en una conferencia el escritor en 2003. Paul Auster seguro sabía que legiones de lectores seguirán hablando con él, con sus personajes, con su fantasma.