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Se sabe que las famosas listas popularizadas por revistas como la Rolling Stone, como “Las 50 mejores bandas” o “Las 100 mejores canciones de rock”, son harto discutibles y arbitrarias. Pero gusten o no, son un ejercicio crítico. Ahora, ¿qué pasaría si nos enteramos de que detrás de una de esas listas está el líder de una de esas bandas que terminan en el top ten?
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He aquí el pecado original de Rompan todo: la historia del rock en América Latina, la serie documental de seis episodios creada por el argentino Nicolás Entel, producida por Netflix y estrenada a mediados de diciembre en la plataforma. Más allá de las virtudes y defectos que pueda tener como producto (está claro que tiene mucho más de producto que de obra), uno de sus productores ejecutivos es Gustavo Santaolalla. ¿Y cuál es el problema?, pensará el lector. Que el hombre que se inició en el mundo de la música a fines de los años 60 en la banda de folk-rock Arco Iris ha sido uno de los principales protagonistas del auge y la expansión del rock al sur del río Bravo durante el último cuarto de siglo y es, por lejos, el principal entrevistado en los seis capítulos. Juez y parte. La selección, el enfoque, la mirada, todo está empapado para bien y para mal por la poderosa influencia ya no musical sino editorial del —sin dudas— talentoso multiinstrumentista, compositor, cantante y productor argentino.
De hecho, el director audiovisual de la serie, el argentino Picky Talarico —uno de los principales realizadores en videoclips de Latinoamérica— trabaja desde hace décadas con las bandas que produce Santaolalla. Dirigió los clips Cable pelado, de El Peyote Asesino; El viejo y Mi semilla, de La Vela Puerca; El mareo, El andén y Lluvia, de Bajofondo; y de muchos otros artistas apadrinados por el zar del rock latino, como Árbol, Bersuit Vergarabat y Julieta Venegas.
Este vínculo íntimo entre los productores ejecutivos (los hermanos Nicolás e Iván Entel, Talarico y Santaolalla) y el objeto artístico de la serie no la invalida como producto de entretenimiento. Pero es conveniente tener el dato presente para saber por dónde van los tiros. Queda un poco rara la proliferación de elogios del protagonista a sus propios proyectos.
Es innegable que la serie es fruto de una extensa investigación, tanto a nivel del archivo como por la cantidad y variedad de los entrevistados. Pero también es innegable que la serie debió llamarse “La historia del rock en Argentina y México”. Entre ambas potencias de la industria musical acaparan nueve de cada 10 minutos del metraje. Haber dejado afuera cualquier cosa que haya sucedido en Brasil puede explicarse por la cuestión idiomática. Entonces pónganle “La historia del rock en Hispanoamérica”. Hay abundante evidencia de que el rock nunca fue el más popular ni el género más comercial de la música popular. Ni en Uruguay, ni en Latinoamérica ni en el resto del planeta. También ha sido muy evidente que, salvo excepciones como David Byrne (acertadamente presente en la serie), el rock anglosajón nunca registró a Latinoamérica (hasta que descubrieron que podían venir de gira y vender millones de entradas). Sin embargo, los argentinos que hicieron Rompan todo aplican esa misma lógica mercantil con los países ajenos al epicentro Buenos Aires-DF. Trazos gruesos de Chile y Colombia y pinceladas de Perú y Uruguay. El resto no existe.
Está claro que la importancia de Uruguay en términos de mercado es cero. Pero resulta que aquí se forjaron algunos de los eslabones claves en la cadena del rock desde el hemisferio norte al sur. Casi al mismo tiempo que los Teen Tops en México, Los Blue Kings (luego Los Iracundos) hacían rock en español en Paysandú. Ahí está Fiesta del rock, de 1961, en YouTube.
Próceres del rock como Spinetta, Charly y Fito Páez se han cansado de explicar cómo Los Shakers fueron determinantes en los 60. Pero en la serie aparecen ¡un minuto y medio!, cuando explota la beatlemanía en todo el mundo. Listo, gracias. Cero mención a Eduardo Mateo, a Tótem, a Días de Blues, a Psiglo, algo que al pasar se podría destacar al menos por su presencia en el festival BA Rock, a inicios de los 70. Pero ese evento ultramencionado por los historiadores de la música en serio también fue omitido.
Para un melómano de este corcho que desde hace dos siglos aguanta la presión entre Argentina y Brasil resulta bastante interesante conocer parte de la prehistoria del rock en México, desde los Teen Tops (no hay entrevista en la que Rubén Rada no los nombre, y esta no es la excepción), al movimiento hippie que murió con la brutal matanza estudiantil de Tlatelolco en 1968 y con la posterior prohibición (literal) del rock. Son increíbles los testimonios de la férrea represión policial a cualquier banda que osara animarse con la secuencia de acordes inmortalizada por Bill Haley y Sus Cometas. Entre los personajes que cuentan la historia del rock en México, sobresale el guitarrista tijuanense Javier Bátiz, precursor en 1957 con solo 13 años, quien aún conserva su sonrisa ancha, su chispa y su melena (artificialmente) oscura.
El mejor personaje en la galería de testimonios es, por lejos, el ítaloargentino Giuliano Canterini (Billy Bond), líder de Billy Bond y La Pesada del Rock and Roll, quien da título a la serie con la anécdota del concierto en el Luna Park en el que, parafraseando al máximo éxito de Los Shakers, y ante el ingreso de la policía al estadio para disolver el concierto, arengó a su público a iniciar la hecatombe: “¡Rompan todo!”.
Resulta extraño que en toda la serie no aparezcan bandas como Los Ratones Paranoicos o se ignore totalmente la visita de Mano Negra en 1992 a bordo de Cargo 92, que voló miles de cabezas en cada puerto que visitó y llenó de trompetas, pailas y saxofones el rock sudamericano, preñado, guste o no, de una festiva y poderosa influencia.
Está muy bien el protagonismo de Soda Stereo, presente en al menos tres de los seis capítulos, pues fue determinante para encender la chispa en varios países del Pacífico, Centroamérica e incluso en México, donde el rock había resultado atrofiado por una prohibición dictatorial del gobierno del PRI. Pero del mismo modo hay que señalar que está exageradamente minimizada la presencia de Patricio Rey y Sus Redonditos de Ricota y del periplo solista de sus dos principales mentores, Skay Beilinson e Indio Solari. Unos pocos minutos en el final del quinto capítulo parece un menosprecio absolutamente adrede. También resulta muy escasamente analizado el movimiento del llamado Rock Chabón, manifestación de fuerte componente territorial, encabezada en los 90 por bandas como Los Piojos y La Renga.
El propio Charly García —lo más parecido a Lennon y McCartney en esta parte del planeta— pareciera que no hizo más nada después de Clics modernos. Y mejor no hablar de la imperdonable omisión de María Gabriela Epumer en toda la serie. Especialmente en el último episodio, cuando le dedican un expiatorio clip de tres minutos a la mujer en el rock latinoamericano.
Termina el sexto capítulo y, más allá de las luces, prevalece la sensación de haber leído uno de los tantos evangelios. Hay otros, por suerte.