“Son tiros”, le dijo sobresaltada a su esposo la historiadora Martha Canessa a las 7 de la mañana del 14 de abril de 1972. “No”, le respondió Julio María Sanguinetti, entonces ministro de Educación y Cultura. “Creo que son explosiones de un motor”.
Durante todo el proceso que terminó con la dictadura, el líder colorado narró los métodos de tortura empleados por los militares: el “submarino”, el “potro”, las palizas, la “picana eléctrica” y los “plantones”
“Son tiros”, le dijo sobresaltada a su esposo la historiadora Martha Canessa a las 7 de la mañana del 14 de abril de 1972. “No”, le respondió Julio María Sanguinetti, entonces ministro de Educación y Cultura. “Creo que son explosiones de un motor”.
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEl relato integra una serie de 10 artículos sobre el golpe de Estado militar de 1973, escritos sobre la marcha y hasta ahora inéditos en Uruguay, publicados en aquel momento devastador en diarios extranjeros por Sanguinetti, testigo directo y, en cierta medida, partícipe en los hechos que dieron comienzo a la dictadura, como secretario de Estado del gobierno del presidente Juan María Bordaberry. Sanguinetti decidió insertarlos en su último libro, El cronista y la historia, en un capítulo titulado El eclipse.
En una “crónica íntima del golpe uruguayo”, quien fuera luego dos veces presidente (1985/1990 y 1995/2000), dice que a raíz de estas notas (incluidas en La Opinión de Argentina, Excelsior de México y O Estado de Sao Paulo de Brasil), la dictadura brasileña lo censuró definitivamente en julio de 1973: “De orden superior fica proibida publicaçao e divulgaçao por cualquier meio de artigos a serem escritos por Julio María Sanguinetti sobre a situaçao no Uruguay”, dijeron los militares brasileños.
Aquella mañana del 14 de abril de 1972, Martha Canessa estaba en lo cierto. Poco después del súbito despertar, Sanguinetti fue llamado desde la casa de gobierno para avisarle que “un concertado ataque tupamaro había asesinado, en tres lugares distintos de la ciudad, al profesor Armando Acosta y Lara, subsecretario del Interior y exdirector interventor de enseñanza secundaria; al capitán de fragata Ernesto Motto, al subcomisario Oscar Delega, y al agente policial Juan C. Leites. Estos dos últimos habían sido emboscados en el cruce de las avenidas Rivera y Soca, a pocas cuadras de mi casa”.
“Salí para la casa de gobierno. Las noticias eran impresionantes. Se trataba de operativos de ejecución al viejo estilo de las bandas de Chicago. Acosta y Lara había caído en la puerta de su casa, en pleno centro, en la calle San José, baleado desde tres ángulos diferentes por francotiradores apostados en una iglesia protestante que habían previamente tomado. La respuesta era igualmente feroz. Miles de soldados y policías se habían lanzado a las calles de Montevideo contra la organización guerrillera, que había cometido —luego se comprobaría— uno de sus más graves errores”, narra Sanguinetti.
Una reunión del Consejo de Ministros se produjo a las 11:30. Sanguinetti escuchó el informe del general Enrique Magnani, ministro de Defensa, quien propuso declarar el estado de guerra interno, suspender las garantías individuales y solicitar al Parlamento la anuencia.
Una hora más tarde, la réplica militar trajo más noticias. En el Cerrito de la Victoria habían abatido a dos guerrilleros. Media hora después, cayeron otros cuatro tupamaros y dos colaboradores del movimiento subversivo.
Era la primera vez que los tupamaros mataban a un oficial de las Fuerzas Armadas (el capitán Delega) y a un político (Acosta y Lara). “Las Fuerzas Armadas —cuenta Sanguinetti— se conduelen de una herida en carne propia. El momento, tantas veces previsto, tantas veces tema de las charlas en los casinos de oficiales (‘distinto será el día en que ataquen a uno de nosotros’), había llegado”.
“La guerra ha comenzado”, concluye.
El presidente Jorge Pacheco Areco ya había encargado a los militares la lucha contra los tupamaros en 1971, después de la gran fuga de 112 guerrilleros del Penal de Punta Carretas, donde está hoy el shopping de esa zona de Montevideo. Pacheco Areco “tuvo que reconocer la total derrota policial y pasar el problema a la órbita militar”.
Después de la elección de Bordaberry en noviembre de 1971, “como siempre en Uruguay el verano había actuado como un soleado sedante”. Pero una vez instalado el nuevo gobierno el 10 de marzo de 1972, “en abril se desató el alud”.
“El 12 se produce una nueva fuga del penal, encabezada por Héctor Amodio Pérez, fundador del movimiento tupamaro y figura clave en su caída cuando aportó al Ejército datos fundamentales que condujeron a la destrucción del aparato guerrillero”.
Sanguinetti sostiene que “por primera vez desde la última guerra civil, en 1904, el Ejército uruguayo vive el clima de la guerra, su real conciencia, la que solo crea la sangre. Ahora se combate casa por casa, calle por calle, contra un enemigo escondido que aparece y reaparece como fantasma en las sombras de una ciudad de un millón de habitantes, extendida a lo largo del Río de la Plata y enlazada por un cinturón de barrios y pequeños balnearios, que ofrecen el bosque protector del guerrillero urbano”.
El expresidente dice que “cuando la guerra se desata, la dirección militar falla por los dos lados. Se obtienen éxitos pero a costa de tremendos errores y de ir dejando sueltas a las unidades que, por su cuenta, hacen la guerra. No hay control en las operaciones y, por lo mismo, el país tiene suspendida la respiración por el terror”.
Sanguinetti menciona entonces la balacera en la Seccional 20 del Partido Comunista. “En la mañana del 16 de abril de 1972, a solo dos días de la trágica jornada con que iniciamos este relato, se allanó un club comunista en la avenida Agraciada, y se intimó a sus ocupantes el desalojo de la finca. ‘En momentos en que se producía su salida, un disparo sobre un oficial del Ejército que comandaba el operativo lo hiere de extrema gravedad en la cabeza. En el tiroteo que se originó de inmediato al repelerse el disparo, murieron siete personas afiliadas al mencionado partido’. Así dice el parte oficial”.
Pero Sanguinetti insinúa alguna duda sobre que los hechos hayan sido como los que cuenta el parte oficial. “Los muertos —precisa— eran todos obreros, gente madura, viejos comunistas la mayoría. Ningún joven partidista de la nueva modalidad de combate. El oficial herido, el capitán Busconi, año y medio después sobrevive en su lecho del Hospital Militar en estado vegetativo y sin posibilidad de memoria, envejeciendo en la vigilia de su madre y de su padre, un viejo coronel compañero de mi abuelo en los tiempos heroicos de la última caballería montada, la que terminó poco después de la guerra de 1904”.
Según el expresidente, “el episodio ocurrió en las sombras de la madrugada y nunca más habrá una versión exhaustiva de él. Nadie sabe a ciencia cierta cómo comenzó. En cualquier caso, la trágica matanza se inscribe en un clima de tensión, de guerra desatada en que los nervios desgastados por los patrullajes, ya no responden. La pasión se excita ante la sola perspectiva de encontrar a un enemigo que sólo aparece por sorpresa”.
“Hay tanta confusión, que cuatro días después, en pleno día y a plena luz, en el domicilio del comandante en jefe del Ejército, general Florencio Gravina, son muertos dos soldados que custodiaban desde la azotea, vestidos de particular. Una patrulla de la Marina, que allanaba una casa cercana, al ver a dos individuos armados en los altos del edificio hizo fuego sobre ellos, rodeó el inmueble y entró en una escuela, cuyas maestras pusieron a los niños contra el suelo para prevenir el peligro. El comandante en jefe en persona terminó adentro de su cuarto de baño con una granada en la mano, gritando inútilmente quién era y reclamando que cesara el fuego”, comenta.
“El episodio no se publicó en los periódicos pero los vecinos hicieron gestiones —que, en parte, como ministro de Educación, me tocó encauzar— reclamando garantías. Como la escuela no se podía mudar, algunos sugirieron que se mudara el general. El ministro de Defensa dice que no puede aceptar tal condición pero que habrá una salida. Al final se le ayudaría al general a conseguir un préstamo para comprar otro departamento y mudarse”.
Sanguinetti explica que “la muerte de los dos soldados colmó el vaso”. Bordaberry resolvió cambiar a los principales mandos, especialmente en la región número uno, Montevideo, primera guarnición militar del país y teatro principal de la lucha.
“Esa mañana, el presidente me había pedido que visitara a dirigentes de la izquierda y les tratara de infundir tranquilidad. La promoción de los generales Esteban Cristi y Zubía, considerados los máximos exponentes del llamado grupo ‘gorila’ del Ejército, aparecía como la agudización de una campaña anticomunista que, luego de la muerte de los siete dirigentes en la avenida Agraciada, prometía una San Bartolomé”.
“Visité al senador (Zelmar) Michelini en la casa de su madre en el Centro, al diputado Rodney Arismendi, primer secretario del Partido Comunista, en su residencia en Malvín, a los dirigentes democratacristianos Juan Pablo Terra y Américo Plá Rodríguez. A todos expliqué que las medidas tenían razones estrictamente militares, que era preciso corregir métodos y que los nuevos comandantes eran una garantía profesional”.
Cristi y Zubía, narra Sanguinetti, formarían “un haz” junto con el jefe del Estado Mayor Conjunto, general Gregorio (Goyo) Álvarez, y el director de Información e Inteligencia, coronel Ramón Trabal. El primero, de 47 años, el general más joven del Ejército, había adquirido fama de planificador cerebral. Más joven aún, al segundo de Caballería igual que a Álvarez y a los demás jefes, se le consideraba la eminencia gris de la dirección militar y por entonces también entraba y salía a cada rato del despacho presidencial en un juego de ajedrez de múltiples lealtades”.
Bajo el subtítulo Nacen las torturas, Sanguinetti narra que una noche, invitado por el presidente, asistió a “una reunión informativa en la sede del Estado Mayor Conjunto” (Esmaco). Se les brindó “información exhaustiva sobre la guerra en curso” destinada, según “un gran cartelón en gruesos caracteres”, a “mantener activa la conciencia democrática del pueblo uruguayo”.
“Se explicó la estructura de la organización sediciosa con precisión. Las columnas, cada una con su sector combatiente y sus servicios auxiliares, su brazo político y su sanidad. Con total confianza se habló de una planificación que se basaba en el corte de suministros, de armas, de dinero, de información, que conduciría inevitablemente a la victoria”.
“El ministro (de Defensa, Magnani) pidió explicaciones sobre unos comunicados muy burdos que habían comenzado a aparecer en radio y televisión. Habían sido calificados de ‘mamarrachos’ por su colega del Interior, y merecido además serias críticas parlamentarias. Con cada precisión, dijo Trabal: ‘En esta guerra, mi general, estamos obligados a hacer muchas cosas que no nos gustan. Nos agradaría escribir comunicados más elegantes, pero hemos comprobado que popularmente impactan más estos otros, que hablan de mafia criminal y otras palabras así. No están dirigidos al nivel alto de la población; procuran llegar a las grandes masas”.
Sanguinetti dice que “el Ejército, en su lucha, había encontrado a sus jefes. Nuevos métodos aparecían. Y en la realidad de los cuarteles, producto de la pasión, de la sangre, del desafuero de los instintos, nacían las torturas más primarias al calor de la improvisación y de la pasión bélica. Un tinaco de agua y la cabeza metida adentro hasta casi ahogar, serán el ‘submarino’, mezcla de horror e ingenuidad”.
El domingo 9 de julio de 1972, Sanguinetti y otros tres ministros fueron convocados por Bordaberry a la residencia oficial de la avenida Suárez.
Hubo un repaso de cómo estaba transcurriendo la guerra. El 18 de mayo, los tupamaros habían asesinado a cuatro soldados que custodiaban en un jeep la casa del jefe del Ejército. El 27 de mayo había caído la “cárcel del pueblo” del MLN, donde aún se hallaban Ulises Pereyra Reverbel y Carlos Frick Davie. Mientras, “arrecian las denuncias sobre malos tratos y torturas, que los éxitos militares eclipsan”. El 22 de junio había sido interpelado el ministro Magnani por la muerte por torturas de Luis Batalla en un cuartel de Treinta y Tres. La Cámara de Diputados reclama una investigación y el público “señalamiento de los culpables y de las penas que se les aplicarán”. El ministro trata de explicar la situación en el contexto general de una “guerra sucia” y aunque no lo dice, se queda conforme con la moción votada, pues temía una enérgica censura.
“En los cuarteles crece la temperatura ante la divulgación pública de sus métodos. Como en la Batalla de Argelia, la investigación sobre posibles torturas pone las armas al rojo vivo. El fusil no acepta el dogal político. Se anuncia, entonces, una asamblea del Centro Militar para considerar el pronunciamiento de Diputados”. Y el 4 de julio, 559 oficiales por unanimidad repudian cualquier procedimiento “que tienda a menoscabar u objetar maliciosamente los procedimientos de los integrantes de las Fuerzas Armadas en la lucha contra la subversión o, lo que es lo mismo, traición a la patria”, porque eso “constituye una complicidad embozada con los enemigos del régimen republicano democrático que la ciudadanía ha elegido y reafirmado”.
“El Ejército se ha autonomizado” y nadie puede ya “señalar a los oficiales como responsables”, recuerda Sanguinetti.
Ese domingo de julio de 1972, el presidente les comenta a sus cuatro invitados que “ha sido visitado por dos jefes militares que le informaron que los tupamaros presos estaban dispuestos a pedir a sus compañeros en la clandestinidad que abandonaran las armas. El intermediario era Mauricio Rosencoff, un autor teatral de bastante éxito, preso en el Sexto de Caballería y que había tenido largas sesiones con los principales jefes, especialmente los generales Cristi y Álvarez”.
“La contrapartida de la paz era la publicación de un documento que en televisión leerían los propios sediciosos llamando a sus compañeros a rendirse ante las Fuerzas Armadas, que se hacían garantes del cumplimiento de un programa de realizaciones que incluía postulados generales de tono progresista”.
La respuesta de Sanguinetti y sus colegas fue que “el planteo era inaceptable para el gobierno y que si se daba ese paso, hábilmente inducido por un ingenioso hombre de letras, el gobierno quedaba prisionero de la fuerza militar. El presidente compartió el criterio pero daba la sensación de que hubiera deseado que le dijéramos lo contrario. De la charla surgió, inclusive, que los militares lo habían llamado pasada la medianoche y lo habían sacado de la cama para hacerle el planteamiento”.
Bordaberry llamó entonces a Cristi para consultarlo sobre la posibilidad de nombrar al general César Martínez como comandante en jefe y de trasladar a Álvarez a la Escuela Militar. “Si me quita a Álvarez me deja con las ruedas para arriba” le contestó Cristi. Cristi pidió reemplazar al ministro Magnani y Bordaberry aceptó. Lo sustituyó en pocas horas, colocando allí a Augusto Legnani.
Pero en la mañana del 25 de julio la “tregua” quedó enterrada cuando el coronel Artigas Álvarez, hermano de Gregorio Álvarez, fue asesinado de dos ráfagas de ametralladora disparadas casi a quemarropa en la puerta de su casa. El mismo día murió el doctor Carlos Alvariza, detenido en una comisaría policial, “al caer desde una escalera”.
El senador Zelmar Michelini denunció la “tregua”. Un comunicado oficial negó rotundamente lo dicho “pero tras de bastidores así ocurrió”.
“Una vez más, el presidente no pudo manejar una situación que le era cada vez más inasible”, indica Sanguinetti.
El 10 de setiembre de 1972 cayó preso Raúl Sendic. En los seis meses previos habían sido presos 1.276 guerrilleros: 798 en el interior y 478 en Montevideo. De ellos, 72 eran profesionales de nivel universitario, 143 estudiantes avanzados, 111 maestros, 43 empleados bancarios, 51 comerciantes e industriales y solo 92 obreros. Treinta y cinco tupamaros fueron muertos por las Fuerzas Conjuntas; catorce heridos; fueron descubiertos 103 escondites, algunos de ellos con verdaderos prodigios técnicos de pisos rodantes, escalinatas y túneles ocultos. Por su parte, los tupamaros habían dado muerte a 18 personas y herido a 25.
“Las fuerzas militares abren ahora, ellas sí, su propio segundo frente; el político”, relata Sanguinetti. “La lucha no ha terminado ni terminará, si además de extirpar el cáncer no emprendemos con igual energía la tarea patriótica de remoción de las causas de la violencia”, dicen los militares en nombre de “una oficialidad que ahora no quiere detenerse”.
Cuatro médicos presos son maltratados. Se denuncia persistentemente la situación desde tiempo atrás. El juez militar, coronel Ornesindo Rodríguez, ordena su liberación el 5 de octubre, pero la sentencia demora en ejecutarse. El ministro de Defensa comienza a tambalearse y el presidente vacila. En los medios políticos trasciende que el teniente coronel Omar Goldaracena, jefe del IX de Caballería, donde están los médicos presos, se niega a entregarlos. El jefe de la primera región militar Esteban Cristi apoya a su comandante y el ministro reitera la orden por escrito.
Entonces, Sanguinetti le envió una carta a Bordaberry. “El presidente, públicamente, va apareciendo cada vez más sometido a esas presiones militares. Se le ve en permanente consulta. Se le observa reunido constantemente con los mandos, pero nadie teme un golpe de Estado, sino por el contrario, se teme que él esté ya demasiado subordinado a los militares. Es muy claro que hay un grupo militar que está haciendo política y que la hace a costa de la autoridad presidencial, en proceso de disminución paulatina”.
“El pueblo quiere saber; no pierdas su confianza. Y no pierdas la de todos los que estamos dispuestos a jugarnos todo por un gobierno en la plenitud de su goce y no una cojitranca autoridad compartida. Frondizi nunca supo el apoyo que hubiera obtenido de haberse jugado ese apoyo, y lo fue perdiendo progresivamente. Así te pasará a ti, inevitablemente, si las cosas siguen así. Hoy saldrás pero la semana que viene cederás otro tramo. Comprende que no te alcanza ya con cambiar piezas; ya eso se gastó con Magnani y con Legnani. Como se gasta ahora rápidamente, salvo que quienes vienen no deseen otra cosa que subordinarse. Solo una apertura política de base amplia, con movilización popular, puede romper el proceso; si no, seguirá como hasta ahora y el día que quieras jugar tu carta personal ya será tarde”.
Los médicos no fueron liberados y el ministro Legnani se vio obligado a renunciar. Legnani había intentado relevar al coronel Trabal del servicio de Información e Inteligencia, pero los generales se lo impidieron. Al propio Legnani se le dijo con claridad que “existe un pacto entre todos los generales de impedir sus relevos y que ese pacto alcanza también a Trabal”.
El 25 de octubre, Jorge Batlle pidió por radio y TV aclaraciones sobre los expedientes judiciales reclamados coactivamente por el Ejército y los tupamaros que andaban por la calle junto con los oficiales haciendo procedimientos. “El presidente forcejea con los mandos. El general César Martínez, nuevo comandante en jefe, reclama la prisión del político, ‘por agravio a la fuerza moral del Ejército’. Todo el día 26 hay reuniones de cabildeo. El poder no está en ningún lado. De madrugada el presidente sale a la televisión, con el rostro cansado, a hablar” y “dice que se ha dispuesto a intimar a Batlle que concrete sus acusaciones y que se ha dado cuenta de ello a la Justicia militar. Jorge Batlle ya está cercado por las tropas y el juez ordenará poco después su aprisionamiento”.
De modo que Sanguinetti habla con el presidente y le reclama garantías para Batlle. Bordaberry responde que tendrá todas las seguridades judiciales y que en 48 horas habrá proceso o liberación. Batlle es apresado en el diario Acción. “Los ministros políticamente solidarios con Batlle renunciamos y quedaron tres Ministerios acéfalos: Economía, Obras Públicas y Educación y Cultura”. La prisión de Batlle dura 24 días. Los militares tratan de vincularlo “a grupos económicos, que es la imagen que se quiere dar a todos los políticos en general”.
“En todo este proceso —recuerda Sanguinetti— la izquierda sigue alentando el golpismo. Solitariamente, Carlos Quijano advierte en Marcha, semana a semana, sobre el trágico extravío de esa actitud”.
“Se induce a error —escribe Quijano— cuando se habla de un solo enfrentamiento: pueblo y oligarquía. De lo que se trata es de que el poder militar no sustituya el poder civil, de que el fusil no mande. Pero hay gente encandilada con la ilusión de que un grupo de oficiales ‘peruanistas’ servirán de atajo para llegar al poder más pronto que por la vía electoral que le ha cerrado la puerta hace muy poco tiempo afirmando abrumadoramente a los partidos tradicionales”.
Pero “la extrema derecha” también opera. Azul y Blanco, un semanario, “todos los miércoles sigue ‘la marcha de la guerra’ y defiende sistemáticamente el sistema falangista, ataca el voto universal, reniega de las instituciones democráticas y acusa de comunista a todo aquel que no comulgue en su altar”.
“El presidente había estado preocupado de tiempo atrás por esta publicación y pidió a los servicios de Inteligencia que se hiciera una investigación acerca de sus fondos, ya que se publicaba sin anuncios comerciales. Confidencialmente se le informa que los fondos provienen de Brasil, no se sabe si de fuente privada o militar, y que eran girados desde ese país a un médico de apellido Gutiérrez, psiquiatra del Hospital Militar”.
“En el fondo todos revolotean en torno a un poder militar creciente y los extremos como siempre se juntan”, reflexiona Sanguinetti.
Ya en 1973, “industriales y comerciantes son llevados con capucha a dependencias militares. Se les tortura también a ellos, procurando obtener declaraciones que los vinculen con dirigentes políticos. El ‘submarino’ ha pasado a ser cosa corriente en los cuarteles. A las víctimas se les introduce la cabeza en un cubo de agua y se les retira cuando están a punto de ahogarse. Se acompaña la operación con puñetazos que cortan la respiración en el instante de la inmersión. Llega a ser un privilegio ser sometido al tratamiento en primer término, pues los vómitos de los que inauguran el agua del tanque multiplican con el asco los efectos físicos de la tortura. Más tarde llegará al preciosismo de electrizar el agua y transformar lo que empezó rudimentariamente en los tiempos de la guerra en un cruel y refinado método de obtener confesiones. Otros procedimientos también se generalizan. El ‘potro’, que consiste simplemente en sentar a una persona en un fierro hasta que con el propio peso, luego de un rato, se le hace imposible resistir. La picana eléctrica y los plantones al aire libre se aplican indiscriminadamente, junto a las palizas, a golpes de puño simplemente, que más adelante cobrarán también uno que otro muerto”.
En enero de 1973 estalla un escándalo en la Junta Departamental de Montevideo, el órgano deliberante del municipio capitalino. “Un diario denuncia corruptelas de toda naturaleza en los ediles y a partir de allí se desata en medio de la gritería pública, una escandalera que finaliza cuando 12 ediles son procesados. Los militares reclaman al presidente que al mismo tiempo asuma la iniciativa en el asunto y lo hace. Los comandantes emiten entonces un comunicado reclamándoles. La opinión pública cree que el escándalo se ha descubierto por denuncias militares, aun cuando no haya sido así”.
“Bordaberry —precisa Sanguinetti— está en la cuerda floja y no lo entiende, y, como los equilibristas del circo, sabe que la única forma de mantener el equilibrio es moviéndose constantemente. Ello lo llevará más tarde a someterse a los comandantes, asumir la responsabilidad histórica de un golpe de Estado que rompió la tradición secular del país y a vivir con la sola formalidad vacía de un poder que no ejerce”.
Por eso, “febrero de 1973 fue, para Uruguay, la quiebra final de un sueño. Nunca antes había visto un Ejército en la calle alzado contra el presidente; nunca antes las radiodifusoras y estaciones de televisión, copadas militarmente, habían pasado así los comunicados de los mandos. Nunca antes se vio un presidente encerrado en su residencia, envuelto en el desfile de los tanques Sherman, que de ida y de vuelta procuraban servir de argumento”.
“Todo comenzó con una carta pública del senador colorado (Amílcar) Vasconcellos denunciando al pueblo uruguayo el peligro del militarismo que después de un siglo de civilidad pretendía reaparecer. El presidente le contesta a Vasconcellos en una carta categórica en la que afirma que ‘para el presidente de la República no hay más camino que la legalidad’. Los mandos militares no se conforman con tal respuesta; reclamarán una acción de la Justicia militar contra el senador y, al serles negada la petición, emitirán el 7 de febrero un largo documento en el que acumulan agravios de todo tipo contra los partidos políticos y sus dirigentes. No lo firma el comandante de la Armada”.
Bordaberry llama al general Antonio Francese para que asuma el Ministerio de Defensa. “Los comandantes no quieren ir a su toma de posesión al Ministerio. Francese los llama una mañana muy temprano y choca con el general Martínez. Este dice que si no se buscan salidas, correrá sangre. El viejo le dice que no se preocupe por la sangre, que simplemente no la haga correr y que si al final tiene que ser, pues que corra… pues al fin y al cabo la historia está llena de ella”.
“Martínez va al acto y luego visita al ministro; lleva en sus bolsillos una solicitud de licencia y otra de retiro, que ha hecho redactar previamente. Pelea con el ministro y entrega a la salida la de su retiro”.
“Es el primer movimiento”, dice Sanguinetti. “Francese ha ganado, pero ese es el único momento en que podrá ganar. La reacción se desencadenará ahora con toda la violencia. Los mandos copan las difusoras y comienzan los comunicados. El primero anuncia la desobediencia a Francese. Este renuncia pero el presidente no acepta la dimisión y habla sorpresivamente por televisión diciendo que sostendrá al general. La casa de gobierno se llena de dirigentes políticos que apoyan al presidente en este trance. La Armada ha bloqueado toda la Ciudad Vieja con barricadas. Los fusileros navales han amontonado autobuses y autos en los cruces y desinflan las llantas a bayonetazos. Nadie puede entrar o salir de esa zona de la ciudad”.
Los militares golpistas reclaman al comandante de la Armada, almirante Juan Zorrilla, que levante el bloqueo de la Ciudad Vieja.
“A la mañana siguiente, el presidente llama a algunos políticos. Hablamos con él, nos plantea la inevitable necesidad de negociar con los sublevados. Reconocemos que no hay otro remedio, pero le reclamamos que hable públicamente; que el pueblo está confundido y que solo escucha voces militares”.
“Tres días más durará la tensión entre las fuerzas, con idas y venidas y el presidente encerrado en la residencia presidencial de la avenida Suárez. Los comandantes han tenido contactos con él, se ha negociado el retiro del bloqueo naval y ello conducirá al final a la renuncia del comandante de la Armada. Tres de los ministros han ido a parlamentar a la región número uno. Las condiciones han sido impuestas por los militares en la casona de estilo morisco que fue propiedad de un viejo hacendado. Al llegar, como una demostración, los hacen esperar 20 minutos para luego realizar un desfile de tanques”.
“En la mañana del lunes lo visito, le pregunto que como amigo, no como político ni como representante de un partido que nunca le pedirá la renuncia, si no ha pensado que de lo contrario (si no renuncia) solo vegetará en la presidencia; que no tiene más posibilidad de resistir o alcanzar alguna solución digna. Me dice que no, que él es el único capaz de lograr el compromiso militar de no romper la tradición electoral del país y de respetar el Parlamento”, narra Sanguinetti.
Bordaberry agrega que “el vicepresidente (Jorge Sapelli) no tendría una mejor situación que la suya; que debería comenzar en el mismo difícil punto en que él está. Yo le señalo que Sapelli heredaría en verdad esa situación pero que podrá hacerle frente con otra libertad política y que tendría otros apoyos, ya cerrados para él . (…) Le comento que lo dejarán encerrado en su casa sin mayores perspectivas, sin comunicación exterior”.
Poco después, recordó Sanguinetti, Bordaberry salió para la base aérea de Boiso Lanza, después de haber sido llamado por los mandos militares. “En Boiso Lanza, Bordaberry entregó el poder”.
Unos comunicados de los militares (identificados con los números 4 y 7) alentaron a la izquierda porque vieron en ellos la posibilidad de un golpe de Estado para su lado (a toda la izquierda menos a Quijano). “El problema no es el dilema entre el poder civil y el poder militar, sino que la divisoria es entre oligarquía y pueblo y que dentro de este caben, indudablemente, todos los militares patriotas que estén con las causas del pueblo”, dirían los frenteamplistas.
“Los comunicados 4 y 7 han abierto una esperanza”, afirmó el senador democristiano Juan Pablo Terra: “Más que nunca, adelante obreros, estudiantes y militares”, dijo el senador Reyes Daglio, comunista.
“Advertíamos en el contacto con los oficiales una inquietud política creciente y en aquellos que habían combatido con los tupamaros aplicando la más dura metodología, un complejo de culpa que sublimaban en una repentina preocupación por la justicia social”, dice Sanguinetti.
Pero desde el 23 de marzo, Bordaberry decide cambiar de táctica. “Ya no procura, como me había dicho en febrero, defender el Parlamento y la continuidad electoral aun al precio de sacrificar su autoridad. Ahora estima que es preciso erradicar la influencia marxista, aun al precio del Parlamento y de la continuidad electoral. Así se lo dirá, confidencialmente, ya por aquellos días, al vicepresidente de la República, a los comandantes en jefe y a otros allegados. Es una confidencia, pero ella trasciende y explica, desde entonces, lo que ocurrirá más tarde”.
“El presidente, un miembro más del partido militar, tomará entonces la iniciativa y dirigirá todos sus cañones hacia la izquierda, procurando lanzar al régimen contra ese objetivo. En el fondo, no encontrará una resistencia organizada, pues el presunto brote izquierdista militar no pasaba de ser un sarampión de oportunismo demagógico que procuraba desmovilizar el poder sindical controlado por el comunismo. Los generales Cristi y Zubía comenzarán ahora a hacer sentir su presencia y alinear al Ejército hacia esa orientación”.
Así las cosas, el martes 26 de junio de 1973, de noche, el presidente decide el golpe. “Reúne al Consejo de Ministros, pero encuentra oposición. Cuatro ministros y el director de Planeamiento (de igual rango), no comparten el decreto que disuelve el Parlamento. La discusión se hace interminable y demora la resolución. Finalmente, el presidente debe dictar el decreto con su sola firma y la de los ministros de Defensa e Interior. Se instaura una rígida censura de prensa y las radios y estaciones de televisión transmiten en cadena. A las 5:20 se difunde el decreto que disuelve las Cámaras. El presidente ha tenido un momento de vacilación en la madrugada, cuando los ministros opositores a la medida, que están reunidos en una pieza de la residencia de Suárez, le piden una nueva reflexión sobre el asunto. Pero ya era demasiado tarde para retroceder”.