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Primero de mayo de 1945. Fracasadas las negociaciones del general Krebs con los mandos rusos en Berlín, que exigían la capitulación incondicional de Alemania, la alternativa para los habitantes del búnker de Hitler era morir o intentar escapar. De tardecita, los seis hijos de Goebbels fueron dormidos con chocolate y morfina. Después, la madre y el doctor Stumpfegger les pusieron una cápsula de cianuro en la boca y los mataron.
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Acto seguido, los padres salieron del búnker y se suicidaron. También sus cuerpos fueron quemados, pero por falta de nafta, el de Goebbels no se incineró. El responsable de la guardia personal de Hitler, Schädle, y los generales Krebs y Burgdorf les siguieron el ejemplo y se pegaron un balazo.
(En 1970, el jefe de la KGB, Jurij Andropov, ordenó cremar los restos de Hitler, Eva Braun, Krebs, Burgdorf, los ocho miembros de la familia Goebbels, la perra Blondi y su cachorro Wulf. Las cenizas de todos ellos se echaron al río Ehle, cerca del pueblito Biederitz, en Sajonia).
A partir de las nueve de la noche de ese martes, la mayoría de los habitantes del búnker se organizaron para escapar en grupos de entre diez y veinte personas cada uno. Se cambiaron de ropa, tomaron una pistola y guardaron a mano la cápsula de cianuro que les había repartido Hitler unos días antes. Luego fueron saliendo del búnker con un intervalo de diez a quince minutos. Aprovecharon los túneles del metro. El último en hacerlo fue Rochus Misch, telefonista del búnker, quien recién salió el 2 de mayo de madrugada.
Casi nadie logró su objetivo. Bormann murió por el impacto de una granada y Stumpfegger, que iba con él, se suicidó con cianuro (sus cuerpos fueron recién hallados en relación con un tendido de cables en 1972). Desesperado, Hewel se suicidó de un balazo. Linge, Mohnke, Günsche y Gerda Christian cayeron prisioneros. Manziarly, la joven dietista, fue violada por un grupo de soldados rusos y nunca más se supo de ella.
Traudl Junge logró escabullirse por entre las ruinas y los disparos de artillería. Salió de Berlín, se unió a una interminable columna de refugiados y caminó más de 150 kilómetros por la orilla oriental del río Elbe, con la esperanza de cruzar a la zona ocupada por los ingleses. No encontrando un puente sano regresó a la capital, en donde el 9 de junio cayó prisionera del Ejército Rojo. Con la ayuda de un oficial armenio se escapó de la zona soviética a mediados de abril de 1946, llegando a la casa de su madre, al sur de Münich, a un año del fin de la guerra.
Erich Kempka, el chofer de Hitler, logró inexplicablemente eludir las tropas soviéticas en Berlín (dos millones y medios de soldados), salir en dirección al norte —en donde se encontró con Traudl Junge en el camino—, pasar a la zona inglesa, dirigirse luego al sur, atravesar media Alemania y llegar a Berchtesgaden, al pie de los Alpes, antes de ser arrestado por los estadounidenses.
El general Weidling también cayó prisionero. Pero a diferencia de muchos de sus colegas de destino —Linge, Mohnke, Günsche, Misch, Baur— Weidling murió en una cárcel soviética en 1955, justo cuando el Kremlin había comenzado a liberar en masa a los prisioneros alemanes.
Varios militares que permanecieron en el búnker hasta el momento final tuvieron más suerte: Mohnke murió a los 90, Baur a los 95 y Misch a los 96. De los dirigentes máximos del nazismo, uno murió por el fuego enemigo (Bormann), otro por un atentado (Heydrich), cinco se suicidaron (Hitler, Goebbels, Himmler, Göring y Ley) y diez fueron ahorcados en Nüremberg.
Quien quiera seguir el desenlace de las últimas semanas de Hitler puede ver Der Untergang (La caída), la premiada película alemana que sigue al pie de la letra los testimonios de los testigos directos y los últimos resultados de la investigación académica. La mujer anciana que habla al comienzo y al fin de la misma es Traudl Junge, la secretaria del Führer.
Durante 26 años, Hitler repitió que su alternativa era triunfar o sucumbir. No había una tercera opción. No pudiendo triunfar, eligió una muerte dramática —teatralmente patética, si se quiere— en el centro mismo de los acontecimientos decisivos.
Sabía que ese final era necesario para asegurarse un sitio en la memoria de la humanidad. La corona de su obra. La frutilla sobre la torta. Muriendo así, le decía Goebbels, pasamos a la inmortalidad. Tenían razón. Como sostienen varios historiadores contemporáneos, “hay Hitler para mucho tiempo aún”.