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Segunda Guerra Mundial. Invierno polaco, de los más crudos. Tres soldados alemanes salen a patrullar con el fin de no integrar el pelotón de fusilamiento. Dicen estar cansados de disparar a los indefensos. Prefieren ir a la caza de un prisionero judío. El superior, a regañadientes, les concede la tarea y salen a recorrer el gélido paisaje. Hablan entre ellos de cosas banales. Uno de los soldados está preocupado por su hijo adolescente: no quiere que fume y no sabe cómo prevenirle tan lejos de casa. Los otros dos soldados le dan consejos, pero más que nada intentan calmarle la ansiedad. En un bosque se hacen con un prisionero judío —que tiene bordado un copo de nieve en la chaqueta— y lo llevan a una cabaña abandonada. Un quinto personaje, un polaco desdentado y su perro, completarán este drama asordinado sobre la guerra, sin tiros ni acción, y esa es su virtud, porque la procesión va por dentro.
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Lejos de explicitar el odio y la muerte de una guerra, Una comida en invierno (Siruela, 2019, 117 páginas) transita —y concentra la tensión— por cuestiones cotidianas del día a día invernal. El relato de un sueño con un tranvía, que nos aleja por un momento del frío y la nieve. Un chiste ocasional. La dificultad para fumar con semejantes temperaturas: los soldados no quieren quitarse los guantes, pero la necesidad manda. Y en especial la preparación de una sopa de sémola con manteca derretida y salchichón. Una sopa que demanda fuego abundante para lograr su óptima cocción, de modo que los soldados emplean todas las maderas a su alcance: una silla, la puerta de una alacena y si es preciso también una mesa. “La luz, al final, se la crea uno mismo”, dice uno de los alemanes.
El francés Hubert Mingarelli (1956-2020), que además de escritor sirvió en la Marina tres años, consigue con esta novela corta y apretada, que ha cosechado los elogios de Ian McEwan, dar un máximo de significados con una mínima acción y escenografía: cinco personajes, una casa abandonada, hambre y una sopa en el fuego. Sería flor de pieza teatral.