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    El hijo del telegrafista y su mundo alucinante de gitanos, mujeres legendarias y mariposas amarillas

    A los 87 años murió Gabriel García Márquez, el escritor más exitoso del boom latinoamericano

    Murió un jueves santo en Ciudad de México, y al otro día la tierra de aquella ciudad donde escribió “Cien años de soledad” se sacudió por un terremoto. Se podría haber interpretado como una señal de realismo mágico, igual que la curiosa coincidencia con la muerte de Úrsula Iguarán, su personaje femenino más conocido, quien “amaneció muerta el jueves santo”, sin que nadie supiera exactamente cuántos años tenía. Gabriel García Márquez murió el jueves 17 a los 87 años, y si bien no era legendario como Úrsula, con el tiempo fue adquiriendo “un aura de intemporalidad” que lo asimilaba a sus personajes, como escribió en el 2007 su amigo Álvaro Mutis.

    Había nacido el 6 de marzo de 1927 en un pueblo tropical de Colombia, que lleva en su nombre la sonoridad de las maracas caribeñas: Aracataca. En esa época, era un pueblo sin agua potable y calles sin asfaltar donde vivían menos de 10.000 habitantes. Allí se decretaron cinco días de luto por la muerte de su hijo más valioso, el que le dio vida literaria, y turística al lugar. “Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”, dice el inicio de “Cien años de soledad”.

    Su padre, Gabriel Eligio García Martínez, había llegado a Aracataca para trabajar como telegrafista y se enamoró de Luisa Santiaga Iguarán, quien se convertiría en su esposa. La historia de su romance, que tuvo varios contratiempos por la oposición de los padres de Luisa, inspiró “El amor en los tiempos del cólera”, novela que García Márquez publicó en 1985 y, según consideraba el propio autor, “es el libro que va a quedar (...) es lo que en verdad somos nosotros”.

    En 1997 un novato periodista venezolano, Boris Muñoz, que lo estuvo esperando horas en un hotel de Manhattan para entrevistarlo, le preguntó a quién veía cuando se miraba al espejo, y tuvo una respuesta tajante: “Nunca me he preguntado quién soy, porque siempre lo he sabido. Soy el hijo del telegrafista de Aracataca”. Esa respuesta fue una verdad a medias, porque más que el hijo del telegrafista, García Márquez fue el hijo de sus abuelos.

    El coronel Nicolás Márquez Mejía y su esposa Tranquilina Iguarán Cotes lo criaron desde su primer año, cuando sus padres se fueron a Barranquilla, al parecer para trabajar en una farmacia y buscar una mejor situación económica. Posiblemente en esa ausencia de padres a una edad temprana esté el germen de uno de los temas más recurrente en sus novelas: la soledad.

    “Parece claro que hablar de su madre y su padre era un tabú del que aprendió a alejarse todo lo posible”, escribió el inglés Gerald Martin en “Una vida” (2008), la enorme biografía “tolerada” de García Márquez. Para escribirla, Martin tuvo que sortear un gran obstáculo: el propio García Márquez. “¿Por qué quieres escribir una biografía? Las biografías significan la muerte”, le había dicho antes de aceptar su propuesta y ponerle una única condición: “No me hagas hacer tu trabajo (…) Escribe lo que veas; yo seré lo que tú digas que soy”.

    Para entender al escritor, hay que empezar por el hogar de su infancia: “Mi recuerdo más vivo y constante no es el de las personas, sino el de la casa misma de Aracataca donde vivía con mis abuelos. Es un sueño recurrente que todavía persiste. Más aún: todos los días de mi vida despierto con la impresión, falsa o real, de que he soñado que estoy en casa”, le dijo a su amigo Plinio Apuleyo Mendoza en “El olor de la guayaba” (1982). En esa casa y en esos sueños se comenzó a gestar “Cien años de soledad”, que en un principio se llamaría, justamente, “La casa”.

    Allí “Gabito” creció rodeado de mujeres, entre ellas la tía Francisca, quien tejió su propio sudario, quienes le contaban historias de fantasmas y aparecidos. “Las mujeres vivían en un mundo sobrenatural, y lo más maravilloso era lo más cotidiano. Por el contrario, el abuelo era el ser más concreto que conocí. Yo vivía repartido entre esos dos mundos”, comentó el escritor en el documental “La escritura embrujada” (2007).

    En ese documental también confiesa su profundo conocimiento de las mujeres, y hasta se atreve a dar una clave para las parejas: “Las mujeres dicen que los problemas matrimoniales se resuelven con el diálogo, y es al revés. Problema que se dialoga termina en pleito. Hay que hacer confianza y seguir pa’ lante. Cuando descubrí eso, no volví a pelear con ninguna”. En sus obras, las mujeres tienen papeles protagónicos, y pueden ser dominadas y maltratadas, pero siempre son fuertes e inolvidables.

    El coronel Nicolás Márquez había peleado en la llamada guerra de los mil días y le contaba a su nieto historias de las guerras civiles colombianas. Era un liberal que le hizo conocer las plantaciones bananeras de la United Fruit Company y vivir una cantidad de aventuras que quedaron en su memoria y se trasladaron a sus novelas, como la vez que lo llevó a un almacén y conoció el hielo. En definitiva, fue el abuelo quien por primera vez lo ayudó a describir el mundo.

    Nace la maravilla.

    A los 16 años, García Márquez había comenzado a escribir cuentos, pero sentía que le faltaba “algo” esencial en sus narraciones. Hasta que un día, cuando estaba estudiando Derecho en Bogotá, un amigo le prestó un libro: “La metamorfosis” de Kafka. “Recuerdo que cuando lo leí fue como si me hubiera caído de la cama. Si esto se puede hacer, es lo que a mí me interesa, pensé. Yo me había tragado ‘Las mil y una noches’, pero Kafka tenía un método para contar algo”, explicó en “La escritura embrujada”. Y él fue detrás de ese método.

    Después de esa revelación, escribió “La tercera resignación“, su primer cuento publicado en el diario “El Espectador”. Entonces abandonó Bogotá, donde en un incendio en su pensión, a causa del “Bogotazo”, había perdido varios manuscritos y su máquina de escribir, y se fue a Cartagena. También abandonó sus estudios de leyes y se embarcó de lleno en la escritura.

    Además del descubrimiento de Kafka, García Máquez cargaba con algo innato: la cultura popular de la calle, de los vallenatos, de los relatos orales de la gente. Y criticaba a la academia de la lengua por poner presas a las palabras. “El lenguaje lo hace la vida, la calle. Igual que el vallenato”.

    Fue en Barranquilla donde recibió la influencia de un grupo de intelectuales, liderados por Ramón Vinyes, el “sabio catalán”, dueño de una librería en la que se vendía lo mejor de la literatura española, italiana, francesa e inglesa. Allí discutían la obra de Albert Camus, Virginia Woolf y William Faulkner, autores que inicidieron en la escritura de García Márquez. Él decía que con Faulkner y los novelisas norteamericanos se sentía identificado, que veía en ellos los mismos paisajes de su infancia. Sin embargo, con Hemingway había aprendido el oficio de escritor.

    En 1951 recibió una de las desilusiones más grandes como escritor, cuando recibió una carta de la editorial Losada de Buenos Aires. Le habían rechazado la publicación de “La hojarasca”, su primera novela. El crítico español Guillermo de Torre, presidente de la editorial, le decía en su carta que tenía cierto talento poético, pero que no tenía futuro como novelista. Por lo tanto, le recomendaba otra profesión. Fue uno de los peores errores del mundo editorial. Finalmente, la novela se publicó en Bogotá en 1955.

    Mierda.

    “No hay en mis novelas una línea que no esté basada en la realidad”, dijo García Márquez en “El olor de la guayaba”. El famoso “realismo mágico” de sus novelas ha dado lugar a ríos de tinta e interpretaciones, pero tal vez solo se explique conociendo la realidad caribeña. “En ninguna otra parte podría haber escrito lo que escribí”, dijo en defensa de su condición “caribe”.

    “La mala hora” se publicó en 1962 y tuvo como escenario la ciudad de Sucre y la violencia como tema. El mismo escenario eligió para “El coronel no tiene quien le escriba”, una de sus mejores novelas, que escribió en París, cuando tenía una corresponsalía por “El Espectador”.

    Allí pasó grandes penurias económiccas cuando el gobierno de López Pinilla clausuró el diario. La novela tiene como uno de sus temas, justamente, el hambre, y uno de los más logrados finales literarios: “‘Dime, qué comemos’. El coronel necesitó setenta y cinco años —los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto— para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder: ‘Mierda’”.

    Reportero estrella.

    García Márquez comenzó su carrera de periodista en “El Universal” de Cartagena. Un día fue a hablar con el editor, Clemente Manuel Zabala, y se ofreció para trabajar en el diario. Zabala ya había leído algunos de sus cuentos y lo sentó frente a una máquina de escribir para redactar columnas.

    Pero sus logros como periodista llegarían con sus crónicas y reportajes, donde demostró, además de una brillante pluma, un gran poder de observación y una habilidad envidiable para conseguir de los entrevistados los datos más escondidos. Algunas de sus crónicas se recogieron en el libro “Cuando era feliz e indocumentado”, de 1973.

    El más célebre fue “Relato de un náufrago”, basado en una extensa entrevista a Luis Alejandro Velasco, un marinero de la armada colombiana que sobrevivió a un naufragio durante diez díaz en una balsa. Con sus preguntas, García Márquez fue develando que la embarcación llevaba mercancía ilegal, y todo terminó en un gran escándalo que enfrentó al escritor con el gobierno militar.

    García Márquez siempre consideró al periodismo como un género literario, como una forma de contar una historia. Con esa filosofía fundó en Cartagena una escuela de periodismo que lleva su nombre.

    En 1996 publicó otro de sus famosos libros de investigación periodística, “Noticia de un secuestro” (“mi libro más triste”, dijo), sobre la ola de secuestros a empresarios y periodistas en el auge de la guerrilla y el narcotráfico en Colombia.

    Mariposas amarillas.

    “Atrás nuestro no hay nada, un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos”, había dicho Juan Carlos Onetti. Algo similar se podría decir de lo que hay detrás de Macondo: cuatro generaciones de la familia Buendía, treinta mil cigarrillos fumados y ciento veinte mil pesos de deuda.

    Leer “Cien años de soledad” es una experiencia deslumbrante, por su mundo de gitanos, alquimistas, muchachas que ascienden al cielo, prostitutas legendarias, cruentas guerras civiles y mariposas amarillas. Todo se organiza en una arquitectura narrativa excepcional. Y la historia detrás de esa novela, la más exitosa del boom literario de los 60, la vuelve aún más mítica.

    García Márquez la escribió mientras vivía en México, con su esposa de toda la vida, Mercedes Barcha, de quien se enamoró cuando ella tenía nueve años, y con sus dos hijos, Rodrigo (hoy un conocido cineasta) y Gonzalo.

    El hermano del escritor, Eligio, dedicó un libro entero a explicar la génesis de la novela, que fue tan popular que hasta tiene una canción, “Macondo”, escrita por el mexicano Óscar Chávez y cantada por varios grupos de música tropical.

    Para escribir la novela, García Márquez se encerraba en un cuarto minúsculo, llamado “La cueva de la Mafia”, desde la mañana hasta que volvían sus niños de la escuela. Le llevó catorce meses de escritura, y en ese tiempo la familia pasó todo tipo de necesidades: debían meses de alquiler y debieron vender electrodomésticos para poder alimentarse. Y para poder enviar el manuscrito a Buenos Aires.

    La novela había encontrado un editor en Sudamericana, Francisco Porrúa, quien apostó por ese escritor caribeño que le había enviado una carta contándole que estaba trabajando en su quinto libro. “Es una novela muy larga y muy compleja en la cual tengo fincadas mis mejores ilusiones”, le decía.

    Cuando los editores argentinos leyeron el manuscrito, se dieron cuenta de que estaban frente a un escritor excepcional. La primera parte de la novela la habían leído Carlos Fuentes y Julio Cortázar, quienes se sintieron impactados por esa nueva forma de narrar, y en “Primera Plana”, prestigiosa revista dirigida por Tomás Eloy Martínez, se había publicado un reportaje a García Márquez, además de una nota de Mario Vargas Llosa, “Amadís en América”, sobre la novela que estaba por salir.

    Cuando la novela se publicó en 1967, el éxito fue inmediato en Buenos Aires. Tuvo una primera tirada de 8.000 ejemplares, que rápidamente se transformaron en tiradas de 20.000 y hoy en millones. En 1972 ganó el premio Rómulo Gallegos y actualmente está traducida a 40 lenguas. Muy atrás habían quedado las palabras de Mercedes Barcha en la puerta del correo, cuando con gran sacrificio habían enviado los últimos folios del manuscrito: “Oye, Gabo, ahora lo único que falta es que esa novela sea mala”.

    La llegada del Premio Nobel en 1982 engrosó su fama internacional y desde entonces para todos fue “Gabo”. Él vivía el éxito con algo de fastidio por la pérdida de su intimidad. “Solo puedo vivir en México, allí no saben si estoy o si no estoy”, decía.

    Poderoso y con ojo morado.

    “García Márquez es ahora un hombre que vive en la abundancia, con siete residencias en lugares elegantes de siete países distintos”, escribió Martin, el biógrafo inglés. Tuvo buena relación con Bill Clinton, François Mitterrand, Felipe González y con la mayoría de los presidentes colombianos y mexicanos de las últimas décadas. Y, claro, también con Fidel Castro, la amistad por la que recibió más críticas. 

    En 1971, los escritores del boom que habían adherido a la revolución cubana se dividieron cuando el gobierno de Castro arrestó al poeta Heberto Padilla, acusado de colaborar con la CIA. Hubo una carta colectiva que firmaron casi todos los escritores, menos García Márquez. En su defensa, él decía que su cercanía con Fidel había ayudado a liberar presos políticos de la isla. Pero con su postura, que con el correr de los años fue siendo cada vez menos marxista, se ganó grandes enemistades, entre ellas la de Vargas Llosa, quien en ese momento estaba por publicar “García Márquez: historia de un deicidio”. El libro tuvo solo una edición, porque Vargas Llosa no permitió que se volviera a publicar.

    En un encuentro en México, con motivo de la tragedia de los Andes, García Márquez fue a felicitar a Vargas Llosa por su exposición, pero recibió un fuerte derechazo que le dejó un ojo morado. Ninguno de los dos aclaró nunca los motivos de la pelea, pero se cree que se debió a los problemas matrimoniales que Vargas Llosa tenía en ese momento con su mujer y a los consejos que García Márquez le había dado.

    En el 2007 la Real Academia Española editó un volumen especial, cuando se cumplieron los 40 años de “Cien años de soledad”. Allí aparece una nota elogiosa de Vargas Llosa. Tal vez al encontrarse con aquella primera portada con un barco hundido en la selva, le removió los recuerdos de su vieja amistad y entendió por qué lo había querido tanto.

    En 1975, García Márquez escribió una novela muy diferente, “El otoño del patriarca”, que no tuvo ningún éxito. “La gente quería más de Cien años de soledad”, decía con tristeza. Sin embargo, es una de sus novelas más estudiadas. Entre sus últimos libros está su biografía “Vivir para contarla”, y su novela “Memorias de mis putas tristes”, una historia fallida, como si la hubiera escrito un García Márquez principiante.

    Posiblemente, cuando estaba finalizando la Semana Santa, muchos de sus admiradores habrán ido a su biblioteca a buscar un libro de García Márquez. Y tal vez alguno tuvo suerte y encontró aquella vieja edición con un extraño galeón en la tapa. Entonces la abrió y decidió aventurarse con Aureliano Buendía hacia “aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Y de nuevo empezó la maravilla.