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Siempre es bueno volver al viejo Hank en el formato que sea, de tan frontal y auténtico que es. Porque Charles Bukowski (1920-1994) no se cansaba de decir que le encantaba escribir lo que fuese, poemas, cuentos, novelas o cartas, como lo atestigua en La enfermedad de escribir (Anagrama, 2020, 240 páginas), que recopila parte de su profusa correspondencia entre 1945, cuando sobrevivía con trabajos de mierda, se arrastraba en cuartos de pensiones de mala muerte y festejaba la publicación de un poema por centavos en una revista porno, hasta 1993, cuando eran los editores quienes le rogaban la entrega de más material, ya en la cima de un culto y una fama bien ganadas como viejo indecente de las letras y traducido a cantidad de idiomas.
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El viejo Hank había nacido en Andernach, Alemania, pero muy niño se mudó a Los Angeles con su familia, que nada tenía que ver con la sensibilidad artística. Una de las pocas alusiones a su madre y a su padre: “Una vez volvía a casa después de haber estado vagabundeando por el país, apenas pesaba 62 kilos, y me cobraron alojamiento y comida”. Ponderaba el sonido de las teclas de su máquina de escribir a la madrugada, para él un remanso espiritual como la lluvia golpeteando sobre cualquier superficie, aunque los vecinos se quejaran, mientras otros remansos tan necesarios eran la música clásica de su radio siempre encendida (Bach, Mozart, Mahler), la botella de vino a mano, el tabaco y alguno de sus gatos dando vueltas. Sin la escritura se habría vuelto loco.
Estas cartas están dirigidas principalmente a los editores, pero como no podía ser de otra manera desbordan opiniones filosas y sarcásticas sobre la poesía y la literatura, el éxito y el fracaso, los otros escritores, las mujeres y la vida en general. Y lo que es mejor: queda al descubierto la visceralidad en todo su esplendor, con opiniones de incorrección política que hoy serían de alto riesgo publicar incluso para cualquier defensor de la libertad de prensa más absoluta.
En una carta de agosto de 1970, respondiendo a una crítica por misoginia, alerta sobre la censura y dispara: “Se puede escribir un relato de folleto o sobre una mujer desastrosa sin por ello ser misógino. Las hermanas deberían tener en cuenta que limitar ciertas formas creativas acabará llevando al control y limitación de cualquier forma creativa salvo las que acepten las autoridades de turno. Un escritor debería poder hablar de lo que quiera. Acusaron a Céline de antisemita y le preguntaron por un pasaje que decía algo así: ‘los pesados pasos del judío’, y él dijo: ‘no me gusta la gente, y en ese caso era un judío’”.
A lo largo del libro se repiten algunas constantes, por ejemplo el origen de su pasión literaria. Era un asiduo lector de la biblioteca pública de Los Angeles, y en especial de los libros de Sherwood Anderson, John Fante, William Saroyan, el primer Hemingway, Knut Hamsun, Kafka, Dostoievski, Turgéniev, Henry Miller y su amado Louis Ferdinand Céline con Viaje al fin de la noche. Bukowski era muy parco en los elogios, más bien gruñía y dejaba muy claras sus antipatías, pero Anderson y Céline siempre se salvaban. “Incendiaban” con sus palabras, como le gustaba decir.
También se repite más de una vez una imagen que ya es mítica y explica su voracidad por la escritura: se encuentra borracho y desesperado en una habitación de mala muerte con el piso forrado de diarios para evitar las humedades y arranca los márgenes blancos del papel para escribir en los miserables espacios poemas con un lápiz.
Ese fue el comienzo del lobo solitario. No se daba con otros escritores (“hay demasiados”) y no aguantaba la diarrea intelectual de los poetas que lo visitaban y se bebían su cerveza. Detestaba a los beatniks y en especial las imposturas en las lecturas de poemas. Prefería emborracharse con el casero, hablar con un panadero o un repartidor de carne y sobre todo apostar en las carreras de caballos, la otra de sus grandes pasiones además del sexo y la literatura.
No se creía ningún genio, pero sí ponderaba su sinceridad (“a veces copio un poco”) y su veracidad para contar. Después de pasar por diversos trabajos todos mal pagos y deslomarse en Correos (su primera novela, Cartero, escrita en 19 noches, relata semejante experiencia) pudo dedicarse exclusivamente a la literatura. Y de todas sus novelas la que mejor valora es La senda del perdedor, otra vez hablando de lo que realmente conoce, esto es, la vida en estado de necesidad y pérdida. Bukowski durmió en plazas públicas, pasó hambre, frecuentó bares miserables y casi muere de cirrosis en un hospital estatal, en el ala de los más pobres y desesperanzados, por eso valora tanto a los escritores que vienen —y sobre todo hablan— desde ese lugar. Y a pesar de todo es el mayor pesimista con el mejor humor.
Al final de sus días encontró la paz, que vino a consecuencia del éxito. “Por la noche escribo en el ordenador si estoy inspirado. Si no lo estoy, no lo fuerzo. Si las palabras no te salen a borbotones, olvídalo. A veces ni me acerco al ordenador porque no siento nada. O estoy muerto o estoy descansando, el tiempo dirá (…) Mientras tanto, trato de comportarme como un ser humano normal: hablo con mi mujer, acaricio a los gatos, veo la tele si tengo ganas, leo el periódico de principio a fin o me voy a dormir temprano. Los 72 son toda una aventura (…) Siempre es la misma película, salvo que nos volvemos más feos. Nunca pensé que viviría tanto, así que cuando la muerte venga por mí estaré listo”.