El magnífico caradura

escribe Eduardo Alvariza 
7 minutos Comentar

Bebel, le decían. Un apodo que incluye notorio afecto. Fonéticamente nadie puede dirigirse a alguien como Bebel sin tenerle cariño. Imposible. Si no existe ese afecto se le dice señor tal o cual, pero nunca Bebel. Se sabe que los actores, más allá de sus cualidades interpretativas y de su talento, generan —o no— respeto y simpatía. Marlon Brando era respetado, respetadísimo, pero no despertaba simpatía. Hay algo en el arte de hacerse pasar por otro que tiene que ver con la familia y la sangre, con las ganas de ver a ese mago, a ese impostor, un mediodía a la hora del almuerzo haciendo chistes, compartiendo un par de horas de viaje conversando, teniéndolo a tu lado. Bebel, o Jean-Paul Belmondo, era ese tipo de actor con el que sin lugar a dudas te divertirías en la mesa, el de la voz franca y cálida, el de la enorme simpatía. No necesitaba mostrar histrionismo, imponer presencia. Volvamos a lo mismo: Alain Delon tiene una estampa perfecta, es admirable, pero irradia una lejanía de fortaleza de altos muros infranqueables; Jean-Louis Trintignant te intimida, incluso puede causar el temor de una estrella negra. Belmondo, en cambio, es de los que te dice con el brazo en alto, una amplia sonrisa estampada y el cigarro colgando de sus labios, acá hay lugar, sentate a mi lado que te sirvo un vino. Y vas hacia él ciegamente. Y si te embauca y seduce con sus cuentos, tanto mejor. Es de esos tíos que pueden estirar la moral como un chicle porque tienen el encanto de lo auténtico. Nada de lo que hacen se siente premeditado ni se puede catalogar de perverso. Tocado por la gracia, así nomás.

Y era de los que morían fácilmente en las matinés, igual que Charlton Heston. A Heston lo atravesaban con una lanza los zombies de medianoche o unos fanáticos islámicos. A Belmondo le pegaban un tiro o decenas de tiros con una metralleta de tambor. Cuando moría el héroe nos resignábamos. Otra vez cae Heston al final. Pero cuando se la daban a nuestro Bebel, al querido Jean-Paul Belmondo —aunque fuese un delincuente, aunque fuese un mafioso— nos dolía en el alma y llorábamos su muerte. Nadie más simpático y querible en la historia del cine que él, y todo se lo debemos en gran parte a ese rostro entre tosco e infantil, entre bruto e imprevisto, que sabía manejar e iluminar con cualquier reverberación gestual, con cualquier ocurrencia. Un primer plano de prueba. Estamos en un café y nuestro actor lee un diario que le oculta el rostro. Ahora le pedimos que baje el periódico de golpe, que nos muestre su rostro. Ninguno será tan luminoso ni tan querible como el de Jean-Paul Belmondo con esa nariz torcida y asimétrica, quebrada por los combates de boxeo en su juventud. Es cierto: veo la prueba con decenas de grandes actores que bajan el diario. Ah, el gran fulano, el premiado perengano, el camaleón zutano. No importa: gana Belmondo, lejos.

Nuestro Bebel murió en París el lunes 6 a los 88 años. Una vida bien servida de películas, de acción, de mujeres, de disfrute. “Se fue apagando paulatinamente”, así lo anunció su abogado. Se fue apagando poco a poco como la luz de los carbones de los viejos proyectores de las mastodónticas salas de cine, que nos acostumbraban a que siempre se podía soportar un cachito menos de luz. En esas salas a la tarde, atiborradas de niños ruidosos, de botellas de vidrio que corrían y golpeaban contra las patas de hierro de las butacas, de medallones de menta que se te pegoteaban en las manos y en los bolsillos, lo conocimos como El hombre de Rio (Philippe de Broca, 1964), Alias Ho (Louis Malle, 1968), Borsalino (Jacques Deray, 1970, con su amigo Delon) o El magnífico (con Jacqueline Bisset, 1973). Él mismo hacía las escenas de acción, no un doble de riesgo. Mucho antes que Tom Cruise.

Nada de tristeza en una vida que fue plena, que nos dejó montañas de películas entretenidas, que nos regaló a ese personaje desenfadado con un humor pletórico y ya garantizado desde lo corporal, que entendió en el primer minuto las locuras que le planteaba Jean-Luc Godard y que se pueden hacer desde el cine, como en la iniciática Sin aliento (1960), que fundó la nouvelle vague o la ya clásica Pierrot el loco (1965). En ambas se nos moría Bebel, y de qué forma: corriendo con una bala en el cuerpo más de una cuadra y sin que se le caiga el cigarro de la boca en la primera o con una bufanda de explosivos envuelta en su cabeza en la segunda. Belmondo nació en el cine de arte y ensayo, en las cinematecas, y luego se fue hacia un cine más comercial sin que se notase ese cambio en sus actuaciones, que siempre eran sólidas, pero por encima de todo afectuosas y entrañables.

Nuestras risas en el cine tienen que ver con instantes particulares de la vida, pero nuestras mejores risas son las que disfrutamos en momentos de mayor inocencia, cuando todavía no ha pasado demasiada porquería debajo del puente y las aguas del humor no están contaminadas por la ironía y el desencanto. Cine Novelty, muchos años atrás. Película: El cerebro (1968), sobre el asalto millonario a un tren, con David Niven, Bourvil y Eli Wallach. Escena: Belmondo escondido debajo de una mesa, creyendo que el rugido que escucha es del gato Pompón de su novia y no de un felino de mayor porte. No quiero ver esa secuencia nunca más para corregirle lo que sea, ajustarla en mi memoria, enfriarla. Prefiero dejarla intocable, suspendida en la catarata de carcajadas sin manchas que me provocó.

Belmondo eligió hacer el cine que quiso, sin complejos. ¿Quién no tiene bazofias en su filmografía? Iría más lejos: ¿quién no tiene bazofias en su vida? Le gustaba hacer de tipo duro en las historias de Jean-Pierre Melville, de detective curtido en El marginal (1983), una peliculita que solo vale por él. Pero ojo que podía trabajar bajo las órdenes del hiperestilizado Alain Resnais (El caso Stavisky, 1974) o rodar un drama neorrealista junto con Sophia Loren como en Dos mujeres (La ciociara, 1960, de Vittorio de Sica), donde lo vemos encarnando a un tímido profesor antifascista en un pueblito perdido de Italia al final de la II Guerra Mundial, todavía con los nazis transitando las montañas y el Duce recién apresado.

Fue un peso pesado en un tiempo en que los pesos pesados del cine también eran franceses. Un tiempo en que las estrellas de Hollywood podían empalidecer ante Delon, Trintignant, Jeanne Moreau, Brigitte Bardot o nuestro Bebel. Un tiempo en que los mejores actores se congregaban en superproducciones como ¿Arde París? (René Clement, 1965, con guion de Francis Ford Coppola y Gore Vidal), donde Belmondo aparece recién en el minuto 45.

Había nacido el 9 de abril de 1933 en Neuilly-sur-Seine, en un ambiente de bohemios acomodados. Su padre era un escultor y su madre era la modelo del padre. Vaya figuras —literal y metafóricamente— con las que creció. Como no podía ser de otra forma, Bebel prefirió los deportes (box, fútbol) y la rebeldía antes que las artes. Pésimo alumno, eso dicen. Hasta que descubrió la actuación, que es un cruce de las malas conductas pero jugadas desde la ficción.

Bebel se lo pasó maravillosamente. Además de películas, engendró esposas, hijos y nietos que podrán contar anécdotas más íntimas del héroe. Le gustaban las mujeres y se sacó el gusto. Tuvo varias novias, entre ellas Ursula Andress y Laura Antonelli, para qué agregar más, solo para envidiarlo. Según Sophie Marceau, era un eterno seductor, aunque tuviese puesta una sotana. El diario cae sobre la mesa y se impone su rostro luminoso, risueño, irresistible, que llena toda la pantalla. Eterno, magnífico caradura.

Vida Cultural
2021-09-08T17:52:00