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La frase que titula esta columna no me pertenece. La dijo el historiador José Rilla en una entrevista que le hicieron hace un par de años en el semanario digital colorado Correo de los viernes, pero la pongo como título porque me parece que resume bastante bien la idea que intentaré desarrollar en el texto que sigue. Rilla la dijo contestando si en Montevideo se vivía con miedo o no. El historiador decía que sí, pero sin exagerar, que temía más por sus hijos que por él. Y que habiendo sido visitante de distintas ciudades europeas, podía comparar esa experiencia con la de Montevideo.
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Mencionando la ciudad española de Valencia, Rilla apuntaba: “Lo primero que me llamó la atención fue que me di cuenta que caminaba por la calle de día o de noche, temprano o tarde, con una tranquilidad que me asombró descubrir en mí”. Y agregaba que esa tranquilidad en la vía pública venía de que Valencia era “un lugar previsible, que está limpio, muy regulado, donde hay autoridad. En Uruguay no tenemos autoridad. La calle es el reino de nadie y nos salen las cosas bastante bien, no pasan cosas tan graves”. El cierre se refiere, claro, a que pese a ser una sociedad con una calle casi sin ley, las cosas no nos salen tan mal como podrían salirnos.
Esta idea de que la ley, los reglamentos, las normas, pueden cumplirse o no, dependiendo de si se aplican a uno o no, es bastante común entre nosotros. Es habitual que quien clama a los gritos por una mejor limpieza sea el primero en tirar el envoltorio del helado palito a la vereda o una lata por la ventanilla del auto. O que quien se queja del tránsito y lo mal que se maneja, jamás en su vida prenda un señalero cuando va a girar en una esquina. Las reglas, pareciera, existen solo para los otros, nunca para uno mismo.
De hecho, la misma idea de autoridad suele ser mal vista por muchos: desde la perspectiva del liberalismo banal, la autoridad sería una restricción a mi libertad y por tanto algo intrínsecamente negativo. Desde el campo de la izquierda, en cambio, la autoridad sería instrumental al poder establecido y por tanto, un atentando contra las posibilidades de emancipación de los oprimidos. Es verdad, también estamos los otros, los que pensamos que no te cuesta nada buscar una papelera para tirar el maldito envoltorio y que en ese acto ínfimo no solo no está comprometida de ninguna manera tu libertad ni implica ninguna subordinación al capital, sino que estás haciendo mucho por la libertad colectiva de vivir en una ciudad un poco más limpia.
Las normas, leyes y reglamentos no son algo exterior, algo que caiga del espacio y que se nos imponga en contra de nuestra voluntad. Esas normas son siempre resultado de un pacto previo, uno que en muchos casos es anterior a nuestro tiempo de vida y, más aún, a nuestro “tiempo electoral”, es decir ese tiempo en el que votamos de manera directa o indirecta muchas de las reglas que nos rodean. Como bien definía el jurista e historiador español asesinado por ETA Francisco Tomás y Valiente, “el Derecho no es forma neutra, sino la estructura racional de la libertad a la que ha llegado una cultura determinada en un momento de su historia”. En ese sentido, la existencia de normas es la garantía de la libertad común
Esa sospecha hacia la propia idea de autoridad muchas veces termina en una suerte de privatización de facto de lo público: es tal la degradación del espacio común que este se vuelve inhabitable para el ciudadano. Y no siempre se trata de la privatización que imponen los vecinos que con su poder económico son capaces de cerrar una calle o avenida (algo que ocurre de manera habitual en lugares como Ciudad de México) por encima de la ley. A veces esa privatización viene de la mano de los más desposeídos, aquellos que viven en la vía pública. Obviamente, tratándose de gente en una posición de tal desventaja, se hace difícil señalarlos como parte de un problema y no como mero resultado de una política perversa.
Una hipótesis: una de las varias razones por las que vemos las reglas como algo ajeno, especialmente en lugares en los que el Estado no siempre es capaz de garantizar derechos y obligaciones ciudadanas, es que muchas veces estas normas son aprobadas por mayorías partidarias más bien exiguas y que por eso no se trataría de normas que deban ser respetadas siempre y a rajatabla. Es verdad que para reformar leyes fundamentales se necesitan mayorías especiales y que eso nos protege de los vaivenes partidarios del día a día. Pero obviamente no todas las reglas que nos rodean son fundamentales.
Entonces, si para decidir lo que es bueno y malo para el colectivo, como sociedad civil simplemente nos limitamos a apegarnos a las agendas partidarias, es muy probable que en el tejido resultante aparezcan rotos y descosidos. Sí, los partidos son resumen, organización y expresión de ciertas sensibilidades políticas y sociales. Pero no abarcan todo el universo social conocido, hay mil zonas que son más ciudadanas que otra cosa, especialmente cuando se hace evidente que los partidos no se interesan demasiado por ellas. Por ende, las medidas y propuestas partidarias serán siempre insuficientes y sin una sociedad civil capaz de construir una agenda relativamente autónoma, ciertas cosas no cambiarán jamás.
Ahora, hágase el siguiente ejercicio en Twitter: escríbase un comentario sobre cualquier tema social o político usando alguna palabra clave como “Astesiano” o “bicisenda”, por citar dos ejemplos. No hará falta esperar al tercer comentario, ya que probablemente los dos primeros sean una respuesta de corte partidario. En vez de reclamar que no haya más Astesianos o que sí haya más bicisendas, las respuestas serán siempre un “ustedes son peores” y un “no, ustedes son mucho peores”. Con lo cual la posibilidad de discutir y razonar sobre el asunto en sí quedará sepultada por la maraña de ruido partidario. Y esa imposibilidad de meterse en el asunto resultará funcional a ¡sorpresa!, los partidos, que son quienes exaltan esos “nosotros” que parecen tan evidentes cuando en realidad no lo son.
¿Le sirve al ciudadano que los Astesianos existan en todos los partidos por los siglos de los siglos con la coartada de que “ustedes son peores” o es mejor que esa clase de personaje no exista en la vida pública? ¿Le sirve al ciudadano que los proyectos de cambios profundos casi nunca ocurran porque están subordinados a las agendas partidarias de turno? Los partidos son condición necesaria pero no suficiente para la democracia. Y cuando estos son quienes no respetan las normas, es solamente porque la ciudadanía se los permite, porque electoralmente les sale gratis.
Se avecina una nueva elección y ahí veremos, una vez más, cómo los partidos se pasan por el arco de triunfo cualquier reglamento respecto a la contaminación visual y la limpieza de las calles. En plena revolución digital, veremos cómo todos se dedican a la innoble tarea de ensuciar las paredes y árboles de la ciudad. Con esa perspectiva en puerta, el señor que tira el envoltorio a la vereda es apenas un detalle esperable, en un reino que se nos dice es de todos pero que, en realidad, cada vez es más de nadie.