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    El terrorista bueno del arte

    Banksy: el grafitero más buscado del mundo

    Es famosísimo. Tanto, que la gente corre por la calle cuando se rumorea que apareció un dibujo suyo en alguna parte de la ciudad. En Nueva York fue un caos. Hace unos años, se supo que estaba en la Gran Manzana. Sus dibujos anunciaron su presencia y allá se amontonaron los fans para sacarse fotos. El propio alcalde Mike Bloomberg tuvo que salir a la prensa. La Policía lo buscó hasta el cansancio. Finalmente, desapareció. Dejó algunas imágenes cargadas de poesía. Política, revolucionaria. Pero poesía al fin. No es un grafitero con iconografía desconcertante. Al contrario, es más bien prolijo, cuidadoso, de dibujo preciso y en cierta forma agradable. La antítesis de Jean-Michel Basquiat (1960-1988), el explosivo grafitero neoyorquino amigo de Andy Warhol. Primero fueron ratas, simpáticas, casi humanizadas. Al estilo Ratatouille, con ese toque pop y mediático que todo lo suaviza. Pero el contexto las convertía en un golpe fuerte al transeúnte desprevenido. Una ratita a ras del piso se para en dos patitas y mira hacia arriba, donde se lee: “Si un grafiti cambiara algo, se volvería ilegal”. La ratita tiene la manito roja de la tinta con la que fue escrita la frase y deja su huella en la pared. Otra enorme pero igual de simpática sostiene una tremenda máquina de fotos que apunta al espectador.

    La ratita inundó las calles de Bristol, supuesta ciudad natal de Banksy, este personaje del arte callejero europeo. Después de 20 años, Banksy no da notas, ni muestra su cara, ni deja rastros de su personalidad. Es un verdadero misterio y todo un esfuerzo para eludir la caza mediática en esta época. Aunque el misterio también rinde. El antimediático y sorprendente artista sin rostro ya se cotiza en cientos de miles de dólares en el mercado internacional. Hizo algún video, sospechosamente trucho. Dio alguna entrevista solapada y se supone que tiene algún que otro interlocutor válido. Todo sospechoso, eso es lo interesante. Mientras la sociedad que antes lo rechazó violentamente ahora lo entroniza, el autor sigue su trayecto nocturno y en cierta forma ilegal. Esa es su oferta, un arte desprovisto de cualquier mediación, fuera de toda presión o presencia exterior que lo ensucie. Incluso su nombre, su historia personal, sus opiniones.

    Hizo alguna que otra exposición, la primera en un barco restaurante. Pero él no apareció. La foto más cercana y posible es la que muestra a un tipo grafiteando una consigna artístico-política en el estado de Chiapas, cuando el comandante Marcos sabía sacarle el jugo al arte internacional y aplicaba el marketing del pañuelo en la cara. Banksy es una figura de rostro tapado. Se dice que es él, aunque nadie lo puede probar. Por lo tanto, Banksy sigue sin ser; en cierta forma, sigue el juego de la inexistencia personal para impulsar su creación. Y sigue con la idea de que todos pueden ser Banksy. La última versión es la de un colectivo que trabaja en simultáneo en diferentes ciudades. Dos dibujos aparecieron la misma noche: en Australia y Mali.

    Su obra es impersonal aunque mantiene un fuerte esquema de opinión y compromiso con la realidad. Con ese impulso hizo una serie de trabajos en el muro de la Franja de Gaza. Una niña que intenta volar colgada de un montón de globos. Ingenuo pero efectivo. Pedazos de cielo o paisajes paradisíacos que se abren en pedazos de revoque destruido con niños que juegan casi desnudos en el gris de la pared. Es impactante ver esas imágenes a través de los alambres de púas. Nadie sabe cuándo lo hizo ni cómo, pero en cierta forma se sabía que este terrorista del spray andaba por ahí.

    El medio, en cierta forma, ya lo legitimó. El mundo ya lo precisa y por lo tanto, ya no es tan perseguido ni buscado ni cuestionado. Al contrario, su obra es parte de cierta construcción mediática global en la que el arte es factor fundamental. La gente acude al muro para ver a qué punto de ignominia puede llegar el ser humano. Pero también a ver la obra de Banksy, que está buena y ayuda a crear conciencia. El propio artista enmascarado, como un Batman posmoderno, tiene que luchar a veces con enemigos inesperados. Los dueños de una casa donde Banksy dejó su marca mandaron sacarlo entero y venderlo en un remate de arte. Hicieron flor de negocio. El artista trinó a los cuatro vientos. Dicen que sacó un comunicado y acusó al sistema capitalista podrido que todo lo transforma en dinero. La ironía fue al extremo. La calle se deshace­. El que ensuciaba los muros provocó que los destruyeran para venderse. El vecino respondió con su derecho a la propiedad. Una locura, pero así está el mundo. Lo curioso es que en este caso, el artista ya no se lleva un mango. Como Anónimo en V de venganza, cientos hablaron o manifestaron su descontento, cientos de Banksy salieron a pintar y enchastrar la calle. La mayoría no logra lo que Banksy, eso es seguro y ese es, tal vez, el único documento de autenticidad.

    Bristol es una ciudad portuaria de 500.000 habitantes y muchas bandas de punk y pos todo. Está al suroeste de Inglaterra. Ahí aparecieron las ratitas por primera vez. Allí se siente todavía a gusto en sus incursiones audaces, como si estuviera en su taller. Luego sale al mundo y como un verdadero ladrón, se mete en prestigiosos museos y deja su huella. No destruye. En el Museo Británico colocó una piedra dibujada al estilo de las pinturas rupestres. En la imagen, un animal con varias flechas en su cuerpo y un ser humano que empuja un carrito de supermercado. La dejó allí, colocada entre viejas reliquias. Pasaron quince días para que alguien se diera cuenta de que había algo raro en esa antigüedad. También compra cuadros sin valor y los retoca. Lo hizo con una gran pintura a la que pintó un nazi sentado de espaldas frente al paisaje romántico. La compró por chirolas y la entregó a una obra de caridad para que la rematara. La vendieron en 500.000 dólares. Porque era de Banksy, firmada por Banksy. Ironía, juego, deporte, verdadera batalla contra un sistema corrupto y deforme que todo lo transforma en dinero y éxito, en fama y reconocimiento. Increíble, pero desde la actitud más auténtica y honesta, desde el desprendimiento más duro, logró lo que otros mueren por alcanzar.

    Los medios lo persiguen, el dinero y el poder andan desesperados detrás suyo. Es otra batalla que el artista debe librar, quizás la más difícil. Se dice que lo banca Damien Hirst, el artista controvertido, millonario y snob. La antítesis, o casi, de Banksy. Porque el grafitero combate al sistema. Lo pelea, lo ridiculiza desde su salida nocturna. Hirst lo ridiculiza entronizando un tiburón cortado en pedacitos y colgado con formol. O una calavera de diamantes. Así logró lo mismo que Banksy, pero desde la evidencia, desde la superficie más trivial y marquetinera. En algún punto se tocan. Aunque los mensajes sean diferentes. Ahora, el grafitero fantasma apareció en Londres para llamar la atención sobre los inmigrantes instalados en Calais que quieren llegar a Inglaterra. Allí se instaló un campamento de refugiados. Le dicen “La Jungla”, hay más de tres mil africanos que quieren cruzar para empezar una vida mejor. Ya murieron diez en los últimos meses en intentos fallidos. Hubo también duros enfrentamientos con la Policía. El mundo se enteró de que están allí, entre otras cosas, por la imagen de Cosette, la niña miserable que Jean Valjean compra y adopta en Los miserables, de Víctor Hugo. Banksy la instaló en un panel de madera frente a la Embajada de Francia. El dibujo tiene un código QR para entrar a un video que muestra el atropello policial. La niña frágil y delgada con la bandera francesa detrás envuelta en gases lacrimógenos. La inhumana situación de los inmigrantes, golpeados, maltratados en un limbo demasiado inquietante y doloroso. La paradoja que persigue a Banksy: la empresa dueña del edificio donde instaló la obra anunció públicamente que se quedará con la misma, la resguardará y la cuidará como merece una obra de un artista tan importante. Ya no importan los inmigrantes, ni el sufrimiento, ni la mezquindad, ni el desatino de la tragedia contemporánea. Importa el estatus de la obra, sacarse una foto al lado como sucede cada día con miles de turistas.

    Ni siquiera Banksy puede con el boomerang que produce el estado de situación del arte. “Todo es una venganza. Puedes adueñarte de una ciudad haciendo garabatos sobre ella”, dicen que dijo el grafitero alguna vez, en su momento de euforia. Como el punk, como el arte contestatario y revolucionario de cualquier época, el grafiti libertario y anárquico, el artista como transgresor nocturno, héroe de los callejones y cavernas, parece librar una batalla perdida. Solo queda la inmolación. Simbólica, claro. La performance, para ser más exactos. Su propio cuerpo, su jugada final, la presencia en el lugar del acto, frente a la representación. De otra forma, siempre parece que ganaran los malos.

    Vida Cultural
    2016-02-11T00:00:00