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Una vez, hace ya mucho tiempo, a un tío se le encomendó que cuidara a sus sobrinos. Como la televisión no era un aparato frecuente en los hogares y por aquel entonces no existían las computadoras, el tío —que era un dibujante profesional— sacó su lápiz del bolsillo y para entretener a los sobrinos comenzó a dibujar casas, autos, hombrecitos, animales, árboles y nubes. Uno de los sobrinos, que antaño tenía tres años, quedó maravillado con todas las cosas que podían nacer de la punta de un grafo. Hoy, ese sobrino ha cumplido los 80 años, se llama Joaquín Salvador Lavado y es conocido mundialmente como Quino, uno de los más grandes dibujantes y humoristas de la actualidad.
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Y Quino, en honor a su tío, abrió las compuertas de su gigantesco lápiz-represa y dejó salir una sarta, una peste, una avalancha de genialidades que a veces causan carcajadas, en otras oportunidades una simple sonrisa y con gran frecuencia una mueca de resignación o, lo que es lo mismo, un minuto de silencio y reflexión por la maloliente humanidad de la que siempre creemos formar parte en el bando de los limpios, porque los malos, los ladrones y los mugrientos son siempre los otros.
Entonces, y así lo demuestra su último libro ¿Quién anda ahí? (Ediciones de la Flor, 2012, 125 páginas), cobran vida maravillosos seres, como esa señora de aspecto bonachón con su bolso y sus agujas de tejer que de pronto se ha convertido en una implacable asesina; o el músico que desborda colesterol en sus venas y no música, como él creía; o el atildado señor que emplea su marcapasos como fuente de recarga para la computadora, el equipo de música y la cafetera eléctrica, un auténtico ciudadano cableado.
Los dibujos de Quino están plagados de detalles: en las miradas temerosas, irónicas, suspicaces y resignadas de sus personajes; en sus trajes apretados, que muchas veces parecen tener una cualidad táctil; en un cierre metálico que es más largo y ancho que una carretera; en las pantallas de seguridad de un estanciero paranoico; en la frondosa fauna que se concentra en un bar para ver un partido de fútbol.
Quino, como los grandes artistas, ha generado un mundo: autosuficiente, amplificado, genial. Y ese mundo hoy se disfruta en decenas de idiomas, aunque en realidad no necesita ninguna traducción porque es en sí mismo universal.
Atrás quedaron los garabatos en el banco de la escuela primaria y las tediosas ánforas y yesos que hacía en la Escuela de Bellas Artes de Mendoza.
Atrás quedaron Mafalda y sus amigos, que vieron la luz en 1964, primero en el suplemento “Gregorio” de la revista “Leoplán” y luego en diversos semanarios, revistas y diarios bonaerenses, y que en 1969 fueron presentados al público italiano nada menos y nada más que por Umberto Eco.
Atrás quedaron los salones de la fama, la enorme cantidad de premios y el gigantesco prestigio de ser reconocido y reverenciado en todo el planeta.
Atrás quedó incluso su pasión por el lápiz y el papel en blanco, porque los ojos de Quino sufrieron varias operaciones y en la actualidad ya no pueden servirle para dibujar. Ahora disfruta con la música, el cine, la gastronomía y, en especial, con el vino.
Es que hoy en día este extraordinario octogenario que no tiene hijos se ha convertido él mismo en tío, pero en el tío de la humanidad, ese conglomerado que con frecuencia nos regala arte, amor y belleza y que, con la misma frecuencia, también nos azota con dictaduras, guerras civiles y mundiales, estafas millonarias, hambre y miseria.
El tío Quino no es pesimista: lo que hace es colocar un espejo donde se refleja la vida en toda su complejidad de opereta, en su absurda crueldad, en su graciosísima desvalidez. Es la encrucijada de caminos donde los hombrecitos del mendocino discuten hacia dónde seguir, si hacia el cartel que dice “Individuos”, o hacia el que dice “Personas”, o tal vez hacia el que dice “Gente”. Es el niño hiperactivo con una enorme aguja a punto de pinchar a un pobre paciente en el sillón del dentista. Es la niña embarazada que encara a sus padres. Es el temeroso que no se anima a salir de su propio cuerpo y mira desde la camisa como si fuese por una rendija. Es el desvalido empleado que accede al despacho del poderoso jefe y es invitado a sentarse en un caballito de madera.
Pueden ir los periodistas a su casa en Mendoza y entrevistarlo. El tío les dirá cómo se siente los 80 años: como un arquero que no sabe por dónde le entró la pelota.
Pueden preguntarle por las letras de los tangos, y el tío les dirá que ahora las entiende mejor que nunca.
Pueden preguntarle qué es el humor, y el tío les dirá que prefiere beber vino mendocino a contestar esa pregunta.
Pueden preguntarle si la humanidad mejorará o empeorará, y el tío les dirá que prefiere beber cualquier vino a contestar esa pregunta.
Pueden preguntarle lo que sea y el tío no tendrá respuestas, porque todas esas respuestas viven en sus maravillosos libros plagados de hombrecitos y de hombrotes, de débiles y poderosos, de santos y demonios.
Sí, la humanidad está para el arrastre, pero vamos a divertirnos un poco.