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Esta serie original de Netflix creada por Todd Kessler, Glenn Kessler y Daniel Zelman y producida por Sony Pictures TV, narra en 13 capítulos la historia de los Rayburn, una familia tradicional y de prestigio en su medio, que hace más de 40 años explota unos bungalows en la zona de los Cayos de la península de Florida.
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Los 90 segundos de presentación en cada episodio muestran el mar alrededor de los Cayos y un cielo gris y tormentoso que por momentos deja filtrar el sol, para volver a ensombrecerse segundos después. La imagen no es casual y a poco de comenzar cada capítulo de la serie, el espectador se encontrará en medio de una familia en apariencia feliz, en la que la visita de un indeseado integrante de la misma amenaza esa paz con oscuros nubarrones.
La trama es atrapante. Si no en el primero, por lo menos ya en el segundo episodio el espectador sentirá la necesidad inaplazable de avanzar en la historia. Es obvio que este resorte es clave en los guionistas de series, pero no es menos cierto que no todos logran concitar ese interés, esa curiosidad casi malsana por saber qué es lo que va a ocurrir en el próximo capítulo. Se sabe también que solo con esto no alcanza: no se trata de que ocurran tonterías durante 30 o 40 minutos y en los 10 o 15 finales se tire un anzuelo para que uno quede enganchado para la próxima entrega. No ocurre esto con Bloodline, que, con algún altibajo en su transcurso, consigue igualmente ubicarse entre las mejores series televisivas que se han visto últimamente.
Hay varias razones para que esto sea así. La locación elegida y la cruda historia que comenzará a develarse forman una rara combinación: los bungalows o sus clientes ocasionales no parecen ser de cinco estrellas; los boliches y en general el barrio circundante acompañan en cierta forma la oscuridad de la historia. Por otro lado, es muy fuerte el contraste de la sordidez de los hechos, de los rencores soterrados, de la violencia explícita y subyacente, con ese mar, ese sol y ese verde que presiden casi todas las escenas. Además de la riqueza de ese contraste, un excelente guión pone en boca de los protagonistas diálogos naturales y penetrantes, que permiten ir delineando poco a poco con toda claridad el carácter de cada personaje.
El rendimiento de un elenco de lujo es otro factor decisivo. Es apasionante ir descubriendo con qué riqueza los distintos actores van cargando de credibilidad sus personajes. No es extraño que la excelente Sissy Spacek se gane de entrada al espectador en su papel de madre (Sally Rayburn). O que lo mismo ocurra en el papel de padre (Robert Rayburn) con Sam Shepard, ese prolífico escritor y dramaturgo estadounidense, autor del memorable guión de Paris-Texas, (Wim Wenders, 1984) y también sensible actor, entre otras películas, del opresivo drama Agosto (John Wells, 2013), donde acompañaba a Meryl Streep y a Julia Roberts.
En cuanto a brillos interpretativos, los Rayburn hijos no le van en zaga a sus padres. El australiano Ben Mendelsohn pasea su carisma como Danny, el hijo mayor rechazado por su familia, que supo ser otro memorable hijo mayor de una familia de delincuentes en Animal Kingdom (David Michôd, 2010). Una máscara formidable capaz de despertar alternativamente compasión y miedo en el espectador. El segundo hijo es John, alguacil del condado, encarnado por Kyle Chandler, aquel agente del FBI que inspeccionaba la empresa de Leonardo Di Caprio en El lobo de Wall Street (Martin Scorsese, 2013). El desempeño de Chandler va de menos a más, desde una cierta sequedad propia del perfil del policía que es, hasta los estallidos finales de desesperación, que no conviene revelar.
Meg (Linda Cardellini) es de los cuatro hermanos la única mujer. Abogada, fría y a la vez temperamental, redondea muy bien su personaje. El menor de todos, Kevin (Norbert Leo Butz) es el de menos luces. Alcohólico, fracasado en su pareja y en su oficio de mecánico náutico de poca monta. Otra estupenda caracterización, quizás la de elocuencia más desgarradora. En realidad, son todos unos desgraciados, padres e hijos, y la visita del hermano mayor será el disparador para que el catálogo de miserias familiares enterradas salga a la superficie y la tragedia se instale para devorar por dentro, como un cáncer, a los Rayburn.
Como descuento menor debe señalarse algún exceso en los flashbacks que remiten a una misma escena o la reiteración con que Danny escucha un casete revelador en su camioneta. Pero volviendo a lo positivo, es excelente la fotografía, tanto a la luz del sol como en las escenas nocturnas y lluviosas, que son unas cuantas.
Quedan cabos sutilmente sueltos como para una segunda temporada, ya anunciada para 2016. Lo que no sabemos es qué quedará en pie de esa familia si todo continúa por este tobogán.