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    En un sótano sobre la calle Jackson, unas “locas feministas” empezaron a escribir sobre el aborto, el sexo y la libertad

    La revista se llamó Cotidiano Mujer; 30 años después la organización es una de las principales exponentes del movimiento feminista uruguayo

    La dictadura había terminado y el Uruguay se sentía efervescente. Era el fin de la opresión, del miedo, de los presos políticos, del aislamiento con el mundo. El sentimiento era de triunfo, de esperanza. Todo era posible. Militantes de todos los colores salían a las calles con renovada energía, las organizaciones sociales florecían, los partidos políticos volvían al Parlamento.

    Ese estado de ánimo impactó en un incipiente movimiento feminista que empezó a asomar la cabeza durante los años de la dictadura (1973-1985). Aunque en ese entonces la palabra “feminismo” todavía resultaba extraña —varios grupos que militaban por los derechos de las mujeres no se consideraban feministas—había quienes ya se atrevían a definirse así y soportaban el prejuicio de ser tildadas de lesbianas, “marimachos” y burguesas.

    En medio de esa agitación, un grupo de mujeres empezó a sentir el deseo —casi la necesidad— de comunicarse. No solo entre ellas, sino con el resto de la sociedad. Querían plasmar aquello que pensaban, que discutían, que leían. Darle forma, ponerlo en palabras y hacerlo público. Había que hacer una revista.

    “Necesitábamos la palabra escrita”, recuerda Elena Fonseca. “Los libros eran escritos por hombres, las leyes por hombres, los diarios por hombres. ¿Y dónde estábamos las mujeres? ¿Qué decíamos?”.

    La llamaron Cotidiano Mujer. Al comienzo, no eran más de 10. Lilián Celiberti, que recién salía de la cárcel, fue la ideóloga, junto con la italiana Anna María Colucci, que trabajaba en la embajada. Sumaron a la fotógrafa Elena Peri y a la dibujante Lala Severi, entre otras. La italiana hizo la primera donación: unos 1.000 dólares. Un tío de Celiberti les prestó un sótano sobre la calle Jackson, que cada tanto se inundaba. Allí se reunían una o dos veces por semana, de noche, a la salida del trabajo. Escribían, diseñaban, diagramaban la edición y la llevaban a una imprenta en Carrasco. Luego se las ingeniaban para distribuirla.

    El primer número salió a la calle en setiembre de 1985, financiando con el aporte de Colucci. En la portada había un dibujo de la artista plástica Pilar González. Al lado, un titular que recogía la consigna de la marcha del 8 de marzo de ese año: “Las mujeres no solo queremos dar vida, queremos cambiarla”. Debajo, una suerte de presentación: la revista sería un espacio para hablar de la vida cotidiana de las mujeres, de sus propuestas, de sus problemas. Y también sería un lugar de denuncia.

    Por si había dudas, en el quinto número escribieron: “Sí, somos”, en tipografía grande y gruesa, debajo de la pregunta “¿Pero, ustedes son feministas?”.

    “Había que decirlo y afirmarlo, porque en aquella época, el feminismo era mala palabra”, dice Fonseca.

    Escribieron sobre el aborto, sobre la mujer en el mercado laboral, sobre el trabajo doméstico, sobre la prostitución, sobre los sindicatos. “Fuimos recorriendo todos los hitos de nuestras vidas”, cuenta Fonseca. “Cada una de las cosas que la sociedad nos imponía. ¿Qué es la maternidad? ¿Es una obligación? Y si no te casás, ¿sos una pobre mujer, fea, solterona? ¿Querés tener hijos? ¿Cómo es que no tenemos los mismos sueldos?”.

    No saben de periodismo.

    Lucy Garrido era periodista, había trabajado en el semanario Jaque y en ese entonces escribía en El Popular, un diario del Partido Comunista. “En Jaque había bastantes mujeres, sin embargo no había ninguna que se llamara feminista”, recuerda Garrido. “Y yo me llamaba feminista, ya en esa época”.

    Desde muy chica se dio cuenta de “que algo no estaba bien”. Una vez su madre le pidió que le llevara la sal a su hermano. “Y mi hermano ¿qué es?, ¿un pelotudo? ¿Por qué no se la trae él?”, protestó. “Creo que ahí me hice feminista”.

    Un día la llamaron por teléfono. “Yo no sabía bien quiénes eran, y me dicen que quieren hacer una revista feminista”, cuenta Garrido. “Me parecía bárbara la idea, pero no sabían nada de periodismo. Y yo en ese momento pensaba que si ibas a hacer una revista, saber de periodismo era casi tan importante como ser feminista”.

    Tuvieron una primera reunión. Garrido quería saber cómo iban a titular, a escribir. “Se calentaron un poco conmigo”, dice entre risas. “Se dieron cuenta de que era una rompehuevos y quedó ahí”.

    Casi dos años después, Celiberti y Garrido se encontraron en un Congreso Mundial de Mujeres, en Moscú. ¿Por qué es que vos no querés estar en la revista?, le preguntó Celiberti. “Entonces agarro una lapicera roja y le digo: ‘Mirá’, y empiezo a rayar todo, las ocho páginas. ‘¡Por esto no quiero!’”.

    “Pero si gente como vos no ayuda…”, le reprochó. Y la convenció. “Ahí me sumé. Y fue divertidísmo”, dice Garrido. “No teníamos un peso. Eso era pura militancia”.

    El humor y las lesbianas.

    “¿Quiere saber lo que hacen las lesbianas en la cama? Compre Cotidiano Mujer”, decía una publicidad de la revista en radio y televisión. “¡Lo agotamos a ese número!”, se ríe Garrido. El humor era para las feministas de Cotidiano una herramienta esencial. “Siempre tratamos de incorporar el humor en las publicaciones, la ironía, cosas que permitieron reírse de nosotras”, dice Celiberti.

    ¿Por qué era importante? “Era fundamental. Porque era un tema muy denso y si querés que la gente los entienda empáticamente, tenés que ser capaz de explicarlos con humor. Muchas de nuestas campañas son así. Cuando sacamos el afiche de ‘Basta de rosarios en nuestros ovarios’, lo mandamos antes que nadie a la Curia. Y al otro día teníamos acá a todos los canales de televisión. Se armó un escándalo. Pero así fue que logramos hacer que la gente discutiera”, explica Garrido.

    El humor era también una forma de combatir los estereotipos que en ese entonces cargaban las feministas.

    La historiadora Graciela Sapriza, que se ha especializado en estudios de género y escribió varios artículos para la revista, cuenta que en aquella época “había mucha gente que decía que no era feminista para que no te acusaran de cosas”.

    “‘¿Van a sacarse los soutienes y quemarlos en la plaza pública?’, te preguntaban”. Es que en la década del 70 las feministas norteamericanas se sacaban el brassiere y lo quemaban, como protesta. “Había una asociación con algo radical y también con el lesbianismo”, explica.

    “Formar un grupo de mujeres feministas era como una locura”, cuenta Celiberti. “Había muchos prejuicios, de todo tipo y color. Las feministas éramos todas lesbianas, eso estaba muy en el imaginario”.

    “Enseguida asumían que eras lesbiana”, coincide Garrido. “Yo era lesbiana, ¡las demás no! Pero se lo decían a todas, no se salvaba nadie”.

    Esos prejuicios explicaban la necesidad de muchas mujeres de separarse del feminismo: “Tomaban distancia. Estoy de acuerdo con esto, pero no soy feminista, aclaraban”.

    “Eramos activistas”.

    Distribuir la revista era la parte más complicada. Al principio las vendían en las calles, en las manifestaciones que abundaban en esa época. Llegaron a reunirse con Enrique Espert, el líder de los canillitas, y consiguieron estar en los quioscos, pero les salía muy caro. “Era imposible, perdíamos plata”, cuenta Celiberti. También estuvo en las librerías. Pero más que nada se trataba de repartirla “a pulmón”.

    El financiamiento era otro problema. Organizaban festivales, rifas, ventas. En un baile cantó Jaime Ross, “cuando todavía no era Jaime Ross”, recuerda Celiberti. También lo hizo Fernando Cabrera. Gracias a los contactos de Fonseca con el mundo artístico —su hermano era el pintor Gonzalo Fonseca, del taller Torres García— conseguían algunas donaciones, como la del pintor Juan Storm, que les regaló dos de sus cuadros.

    Más adelante llegaron, “como caídas del cielo”, unas feministas italianas —de la organización Frauen Anstiftung—, que las financiaron. “Con estas mujeres inició nuestra aventura internacional”, cuenta Celiberti. “Además, pudimos pasar a alquilar una casa normal”, dice Fonseca. Hoy la casona antigua, sobre la calle San José, es la sede de Cotidiano.

    Varios años después, la revista pasó a un formato cuadrado, en colores, y salía tres veces al año. Hasta que llegó un momento en que las publicaciones se hicieron muy costosas, y pasó a ser una revista electrónica.

    También emprendieron otras “aventuras editoriales”, cuenta Celiberti, como Lola press, una revista bilingue que se editaba junto a feministas de Sudáfrica y Alemania. Luego se volcaron a la radio. Empezaron con un programa en la CX30 y después pasaron a Radio Universal. De a poco el grupo se fue expandiendo, y aquello que comenzó como un producto de comunicación hoy es una de las más importantes organizaciones que trabajan en la defensa y promoción de los derechos de la mujer.

    “Cotidiano marcó un hito. Tuvo mucha participación en las discusiones políticas”, dice Sapriza.

    “La revista contribuyó en poner sobre la mesa temas que no existían acá. Creo que pusimos todos los temas habidos y por haber”, evalúa Garrido. “Hablamos de las trabajadoras domésticas, cuando nadie hablaba de ellas. También nos metimos con la prostitución, por supuesto”.

    “Hicimos entrevistas a gente de izquierda que las leés ahora y te morís de risa de las cosas que respondieron. Con la izquierda nos metimos muchísimo, justamente, porque eramos de izquierda. Entonces queríamos pelear y debatir”, afirma.

    “Abordamos los grandes temas con la seguridad de que todos habían sido nombrados por los varones, que habían sido decretados y definidos por ellos. Al nombrarlos nosotras, como nuestra realidad, era una forma de apropiarnos”, dice Fonseca.

    “Éramos activistas”, agrega. “Nunca pensamos que lo que escribíamos iba a ser tinta pura. Iba a ser, tinta, sangre, sudor y lágrimas”.