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A veces uno llega al concierto con información sobre los intérpretes que va a escuchar, o porque tienen una carrera notoria, o porque se ha informado previamente sobre sus vidas. Otras veces se llega virgen de información, como fue mi caso en el concierto inaugural de la temporada 2016 del Centro Cultural de Música, el jueves 21 en el Teatro Solís. Confieso que es muy interesante y hasta agradable la sensación de sentarse a escuchar algo que no se tiene idea de cómo resultará.
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La primera comprobación es que la Orquesta del Estado de Siberia parece ser una orquesta apenas correcta. Eso pudo vislumbrarse en la obertura de Rusian y Ludmilia, de Mijail Glinka (1804-1857), que en sus cinco minutos de euforia y de ritmo a veces alocado, exige claridad en los planos sectoriales y dominio del matiz para levantar el espíritu en lugar de aturdirlo, exigencias ambas que no se cumplieron en debida forma.
Lo que en Glinka fue una conjetura, en la Scheherezade, de Nikolai Rimsky-Korsakov (1844-1908), devino una conclusión. La obra de Rimsky tiene una belleza indiscutible en sus melodías. La baquía del notable orquestador, que era su autor, puede constatarse aquí paso a paso, en el juego de contrastes de color entre distintos instrumentos con parte solista y entre los diferentes sectores de la orquesta. Fue evidente que ni el conjunto ni su conductor Vladimir Lande dieron la talla. La orquesta mostró falencias en los cornos, en los fagotes y hasta el violín concertino fue vacilante en su afinación. Por su parte, Lande no parece tener mucho para decir, aparte de marcar el ritmo. No hubo cuidado del balance, los sectores casi siempre se mezclaron de manera difusa, faltó gracejo en el fraseo, no hubo explotación del color, y vaya si esta partitura da oportunidad para que el color orquestal aparezca.
Los primeros acordes al piano del moscovita Andrei Gavrilov en la introducción al Concierto Nº 2 op.18 de Sergei Rachmaninov (1873-1943) impactaron por su sonoridad. Una mano izquierda poderosa contribuyó a que esos acordes planearan por encima de la orquesta. Pero unos segundos después el cuadro se fue completando con trazos menos felices: yerros de notas en ambas manos, arbitrariedad en los tiempos, aspaviento permanente, por momentos una crispación agresiva y una postura física que no congeniaba con el sonido que extraía del piano.
En el segundo movimiento cantó el tema inicial con gran musicalidad pero acto seguido volvió a errar notas y a realizar cambios arbitrarios y bruscos de tiempo. Cerró el Adagio con una muy buena sucesión de acordes sobre el final y luego por un instante volvió a perderse en ese tramo. El tercer movimiento fue hecho casi siempre sforzando y aporreando el Steinway. A esa tensión en el fraseo se sumó la insólita actitud de Gavrilov haciendo repetidas veces señas a la orquesta exigiéndole más emoción, más compromiso, en un divorcio muy claro con lo que desde el podio estaba haciendo Lande al frente del grupo orquestal, que tampoco era mucho.
El solista mostró un claro desequilibrio emocional en el discurso, al transitar entre extremos expresivos como si tal cosa. La sorpresa aumentó cuando fuera de programa hizo la Sugestión diabólica op. 4 Nº 4, de Prokofiev, porque aquí fue otro pianista: exacto en la endiablada digitación, preciso en el ritmo, poderoso en la sugestión, sacando sonido sin necesidad de golpear.
La explicación de este llamativo contraste entre el enfoque bipolar de Rachmaninov primero y luego esta notable y “diabólica” interpretación de Prokofiev, seguramente está en el periplo del propio Gavrilov: en 1973, a los 17 años, ganó el Concurso Internacional Tchaikovsky; en 1974, en el Festival de Salzburgo, sustituyó a Sviatoslav Richter por indisposición de este. Durante cinco años dio conciertos en las principales ciudades europeas. En 1979, Herbert von Karajan lo invitó a Berlín para grabar los conciertos de Rachmaninov, pero Gavrilov nunca llegó a Berlín. Como el artista nunca ocultó su posición crítica al régimen soviético, Yuri Andropov (KGB), con el apoyo de Leonid Brezhnev, le confiscaron el pasaporte y el pasaje de avión, le cortaron la línea telefónica, lo amenazaron de muerte y luego le impusieron arresto domiciliario. Pasó otros cinco años pero esta vez no de éxito sino de sufrimiento, que lo hizo recurrir a un hospital psiquiátrico. Recién en 1984 y gracias a la intervención de Mikhail Gorbachov, el artista recibió un pasaporte libre que le permitió salir de Rusia. En 1993, de manera imprevista, se autocuestionó públicamente como artista y anunció su retiro de los escenarios por dos años para estudiar filosofía y religión, y recién volvió en 2001. Actualmente vive en Suiza y sus apariciones son esporádicas.
Para quienes fueron al Solís y coinciden con esta opinión sobre su performance, puede resultar reconfortante ver en YouTube lo que este músico era capaz de hacer en 1990 con la Elegía op.3 Nº 1 de Rachmaninov, en un programa radial suizo. Maravilloso tiempo ido.