Grande entre las grandes, sin distinción de género. Nacida en Bélgica en 1928 y fallecida en París el 29 de marzo de este año, a los 90, la realizadora Agnès Varda nos regala un maravilloso y último documental donde repasa toda su obra, desde las películas y las fotografías hasta las instalaciones. Aparece la señora de espaldas y habla ante un teatro repleto que la escucha con suma atención. “Allá arriba deben estar les enfants du paradis”, dice en alusión a la película de Marcel Carné. Expone sus máximas para hacer cine y destaca tres pilares: la inspiración, la creación y el compartir. La inspiración consiste en el tema que abordará, la creación en el modo en que lo hará (blanco y negro o color, tomas cercanas o lejanas, movimientos de cámara, música, etc.) y la consecuencia de todo esto es exponerlo al público, de lo contrario no tendrá sentido. La pesadilla de un realizador, dice Varda, es una sala vacía.
Vemos imágenes de sus grandes películas de ficción: Cléo de 5 a 7 (1962), La felicidad (1965), Sin techo ni ley (1985) y Jacquot de Nantes (1991), sobre su marido Jacques Demy, una pieza que resume su estilo como ninguna otra. Hay tres niveles: uno en blanco y negro que evoca con actores la infancia de Demy en el garage de su padre durante la II Guerra Mundial; fragmentos en color de las propias películas de Demy (Los paraguas de Cherburgo, Piel de asno) indicados por un dedo de cartón señalizador, e imágenes documentales en primerísimos planos —las canas y manchas en la piel, un ojo que parece contener toda la paciencia del mundo— de los últimos días del cineasta, quien murió un par de semanas después de haber terminado el rodaje. El resultado es una obra emocionante, plena de cinefilia, imaginación y ternura, como todo en esta mujer.
La gente común y los paisajes y ambientes de cercanías eran lo suyo. Rodaba en la calle de su casa, en París, en las ferias, en las panaderías, en las carnicerías a los dependientes cortando la carne, a los clientes a la espera de ser atendidos. No le importaba seguir a sus actores por la vereda y que los transeúntes reales mirasen a la cámara. El cine y la vida misma fundidos en un solo escenario. Esto daba mayor espontaneidad al producto, frescura y vibración, tres puntos clave de la nouvelle vague, un movimiento que abarcó a los nuevos realizadores franceses y que tan bien representado está en películas inoxidables al paso del tiempo como Sin aliento, de Jean-Luc Godard y Los cuatrocientos golpes, de François Truffaut.
Sandrine Bonnaire está a su lado. Lleva un paraguas, algo típico para integrar la imaginería de la cineasta, amante de lo lúdico e imprevisto, capaz de colocar gaviotas de cartón en una playa o depositar un proyector en funcionamiento en una carreta y moverla por un pueblo, de modo que la película exhibida sobre la pantalla tiene el movimiento adicional del vehículo que transita por las calles del mismo pueblo, que antaño quedó conservado en esas imágenes. Cae la tarde, vemos el cielo y a la carreta perderse por una calle con la pantalla luminosa, plena de cine. El círculo de la vida.
La actriz recuerda las únicas indicaciones que le dio Varda para encarar su papel en Sin techo ni ley:
—Es una chica que nunca da las gracias, apesta y manda a todos al carajo.
Luego la directora explica que la película está compuesta básicamente por travellings que van de derecha a izquierda, algo a contrapelo de la convención occidental de la lectura. La rebeldía de una protagonista que viaja sola con una mochila, que patea las puertas y las cortinas metálicas, que desea expresarse abriéndose camino, sin meta, sin rendirle cuentas a nadie, sin otra dirección que la propia del traslado, una auténtica beatnik femenina.
—¿Adónde vas? —le preguntan a Marlon Brando en El salvaje.
—Voy, sin más—responde el motociclista.
Así es el personaje de Bonnaire: solo va. Arma su tienda de campaña, hace su fueguito, se pelea con los camioneros que la levantan en la carretera y se arregla ella misma el único par de botas que tiene.
Agnès Varda fue una de las primeras feministas del cine. Antes de que ningún movimiento lo pusiera como pancarta, ella dijo en el corto Réponse de femmes: Notre corps, notre sexe (1975) que en la pareja el hombre es el burgués y la mujer el proletariado. La Varda, que se anotaba en toda marcha social por las calles de París y que en los últimos tiempos llevaba un cartel con su propia queja: “Me duele todo”.
Varda por Agnès (Varda par Agnès, Francia, 2019, 115 minutos) es un viaje hacia un enorme continente artístico. Nos recuerda que La felicidad se inspiró en los bellos prados y lagos del impresionismo. Que las playas son su lugar de reflexión porque tienen los tres elementos esenciales: cielo, mar y tierra, y para cada uno corresponde un tipo de sueño y de ensoñación, como lo aprendió con el profesor Gastón Bachelard. El sueño y la ensoñación, dos de las modalidades de estar en el mundo preferidas por la cineasta. Y da un paso más en su amor por las playas y el mar:
—Si a la gente la cortaran en dos, saldrían paisajes de su interior. En mi caso sería una playa —reconoce. Las playas de Agnès (2008), otro de sus inmensos documentales, que en cierta forma se emparenta con Varda por Agnès.
Cuando Demy fue tentado por Hollywood, la realizadora se trasladó con su marido. Y en Estados Unidos, entre otras cosas, filmó un documental sobre los Panteras Negras (1968) y una extraña película, Lions Love (1969), en plena era hippie, con Viva (la modelo de Andy Warhol), James Rado y Gerome Ragni.
Otro retrato, mitad documental, mitad ficción, fue para la actriz Jane Birkin, pero en general Agnès Varda se interesó por la gente común, sin posiciones relevantes ni poderes especiales. En su debut con La Pointe Courte (1955) ya había demostrado ese juego de bisagra entre un romance de ficción, con Philippe Noiret y Silvia Monfort, y un pueblo de pescadores con sus reales usos y costumbres. Está inspirado en Palmeras salvajes, de William Faulkner y el montaje lo hizo Alain Resnais, quien de paso le recomendó a la joven realizadora que viera Vampyr (1932), de Carl Dreyer.
Varda no le teme a rememorar sus sonados fracasos, como el homenaje a los cien años de cine llamado Les cent et une nuits de Simon Cinéma (1995), donde reunió un brutal elenco de estrellas: Michel Piccoli, Anouk Aimée, Alain Delon, Fanny Ardant, Gérard Depardieu, Catherine Deneuve, Jean-Paul Belmondo, Gina Lollobrigida, Jeanne Moreau, Marcello Mastroianni, Hanna Schygulla… la lista es larguísima y también incluye a Robert De Niro, quien voló en el Concorde para un único día de rodaje y aprendió su parlamento en francés:
—Querida, ¿apagaste el gas, cambiaste la arena del gato y guardaste la mayonesa en la heladera?
Una papa es más que una papa. Muchos tubérculos se tiran porque no tienen forma de papa, precisamente. Con la llegada del año 2000 Papá Noel trajo para los realizadores las cámaras digitales. Ahora podías salir a la calle y filmar con una cosa apenas visible entre tus manos, sin necesidad de sonidistas y otros operarios que por lo general intimidan a la gente. Entonces Agnès recorrió el barrio con su nueva camarita. Fue a las ferias cuando los puestos ya se habían levantado. Y vio a los sin techo recogiendo papas, manzanas y naranjas entre las cajas y las sobras de los feriantes y los barrenderos que hacían su trabajo. Le llamó la atención un muchacho que levantaba, comía y guardaba en un bolso hojas de perejil. Así cobró forma el documental Los hurgadores y yo (Les glaneurs et la glaneuse, 2000). Empieza con el origen de la palabra espigador en el Nouveau Larousse Illustré, custodiado por el gato de la realizadora, luego sigue con una pintura del Museo de Orsay, luego con una recolectora de papas y así, asociando ideas, conociendo personajes, llegamos a los que revuelven y levantan las sobras, mientras en la banda sonora suena un rap.
La papa con forma de corazón es desechada. No sirve para la venta. Pero a Varda le sirve, además, para hacer una instalación: Patatautopia. Se disfraza de papa y expone las papas con forma de corazón. Otras instalaciones serán resueltas con las latas de sus películas, con el propio celuloide que en ellas descansa, con la tumba colorida de un gato y con diversas fotos fijas, mientras a los costados laten imágenes en movimiento.
El anterior trabajo de Agnès Varda fue Visages Villages (2017), codirigido con el artista JR. Otra vez la gente común cobrando protagonismo por un instante gracias a gigantografías en los muros. Y un final que termina en la casa de Godard —hoy el único sobreviviente de la nouvelle vague— y la puerta que no se abre, quién sabe por qué.
Salir a la calle y dejarse sorprender, algo que nunca dejó de hacer esta gran directora de cine. Y borrar definitivamente los límites entre un registro real y una escena ensayada. El arte de descubrir una historia posible en el movimiento natural, inocente, de las manos de una mujer entrelazadas en su pelo mientras espera sentada de espaldas en una lavandería.