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Espejo de familia, de Hugo Burel, es un retrato a varias voces de influyentes descendiente de catalanes e irlandeses
En su última novela, el escritor regresa a sus viejas inquietudes literarias y existenciales en torno a la hipocresía, la lucha por el poder y la crisis moral
imagen de Espejo de familia, de Hugo Burel, es un retrato a varias voces de influyentes descendiente de catalanes e irlandeses
Daniel Fernando Joan, cuyo tercer nombre delata un origen catalán, es un paterfamilias montevideano de la primera mitad del siglo XX. Daniel es uno de esos emprendedores ambiciosos que no dudan en sumarse a la prosperidad que —entre otras cosas— deja sin sol, durante la tarde, a la playa Pocitos para construir grandes edificios de apartamentos en la rambla. En aras del negocio, traslada a su prole a una mansión en Carrasco, una casa que ya tiene una pesada historia que influirá en la que nos propone el autor.
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El matrimonio tuvo seis hijos: Daniel Esteban, Luis Ernesto, Fernando Eloy, María Mercedes, Laura Constanza y el menor, Víctor Rodolfo, que nació justo cuando los aliados derrotaron a la Alemania hitleriana, en mayo de 1945, el único que tuvo que ser amamantado por una nodriza.
El padre se mantiene lejos de los partos y otras cuestiones cotidianas, pero tiene delineado un plan para cada uno de sus hijos. Claro que lo hace en beneficio del negocio, no de la felicidad de ellos. A través de la descripción de la etimología de los nombres que dan a sus vástagos y luego por las carreras que estos “eligen”, uno se va haciendo una idea de los valores de esta familia que, casi desde la primera página, sabemos que tuvo mucho esplendor económico pero —en varios aspectos— viene cuesta abajo.
Por el lado materno, la familia tiene un origen irlandés. “Tenía entonces más de treinta años, pero no había olvidado del todo la emoción de la dinamita”, cuenta uno de los hermanos acerca del antepasado aventurero nacido en Dublín. Fue un tipo que aterrizó a fines del siglo XIX en la tierra purpúrea a tiempo para prestar sus servicios a los blancos en las épocas en las que estos ponían explosivos a los colorados. Además de demostrar sus dotes de artificiero, pudo obtener —con suerte y picardía— el título de ingeniero, lo que le vendría tan bien como los conocimientos verdaderos acerca de la dinamita a la hora de trabajar para los ingleses de la Midland Railway, que entonces construían las primeras vías férreas criollas.
Descendientes de irlandeses y catalanes, esta familia acaudalada y a la vez austera de la sobria burguesía montevideana, que lustra los zapatos a diario y solo los repone en caso de verdadera necesidad, es propietaria de grandes campos, con muchas ovejas y poca agua, y también está marcada por un sino trágico que perfectamente puede ser leído como metáfora de un país en decadencia.
Ese es el microclima que construye Hugo Burel en Espejo de familia, su última novela, con la que regresa a viejas inquietudes literarias y existenciales: la hipocresía, la lucha por el poder, la crisis moral. Aunque solo hay puntuales referencias a la política, el texto da algunas pistas: los padres y los hijos menores, que no están preparando exámenes de facultad, viajan a Estados Unidos para olvidar desgracias y coinciden en el mismo avión con el entonces presidente del Consejo Nacional de Gobierno, Luis Batlle Berres. Es el año 1955, el menor tiene 10 años y el Uruguay comienza su declive después de finalizada la guerra de Corea, aquella que había facilitado las exportaciones.
Al parecer, a pesar del bien demostrado oficio, la escritura de esta novela no fue para Burel una tarea fácil. Al menos si se considera que este prolífico y premiado escritor uruguayo, que comenzó su trayectoria en 1975 con el cuento El ojo de vidrio, confiesa que demoró 23 años en poner punto final a la obra. Para presentar finalmente esta ficción, el autor tomó elementos de un ambiente que le resulta cercano; sin embargo, no sería el de su propia estirpe.
Burel, que trabajó en periodismo, diseño gráfico y publicidad, estudió Letras en la Universidad Católica cuando aún los jesuitas no habían obtenido la patente local. Ha publicado decenas de cuentos y novelas. Entre los más conocidos están El elogio de la nieve —un agudo cuento que en 1995 recibió el premio Juan Rulfo otorgado por Radio Francia Internacional, elegido entre 3.710 enviados de todo el mundo—, Los dados de Dios —aparecido dos años después—, una novela ambientada en el mismo Uruguay de la década de 1950, cuando Juan Domingo Perón era presidente en Argentina, y El corredor nocturno —acerca del ejecutivo de una empresa de seguros que corre porque no tiene nada seguro—, que fue llevada al cine.
Aunque ya en Los dados de Dios aparecen diferentes voces para construir el relato, en esta última novela el lector, para seguir la historia, tiene que lidiar con cuatro y hasta cinco perspectivas en primera persona. Las subjetividades que se van alternando son, sobre todo, las de cuatro de los seis hermanos; cada uno de ellos aporta su mirada sobre sí mismo, acerca del padre, la madre, los pares y el mundo que los rodea. A través de la evolución de estos personajes, a los que conocemos jóvenes y vemos finalizar su vida, Burel aborda y reflexiona, a menudo con sarcasmo, acerca de asuntos como la lucha de clases —un punto alto al tratarse de personajes que ven las cosas desde arriba y “nacieron en cuna de oro”—, el tratamiento que da la sociedad a la homosexualidad, los amantes (otra vez, las clases sociales), los agentes extranjeros que intervienen en la vida local para salvar el modus vivendi occidental y cristiano, la guerrilla y la corrupción, de la que son parte varios de ellos.
La voz del padre no está, pero en cambio sabemos de él por cómo lo ven los demás: es un pionero de la televisión uruguaya que admira todo lo norteamericano (es decir, lo estadounidense) y el lector sabe de su personalidad y sus valores gracias a la lectura que hacen sus hijos, a cómo reacciona ante los problemas que se presentan y también por los comentarios agudos y los silencios de su esposa, la de sangre irlandesa mezclada con dinamita.
El marketing editorial presenta esta novela como una de nivel superior en la carrera de Burel. Y por momentos lo es. Como cuando Fernando Eloy describe a los hijos de su hermano mayor: “Mis sobrinos son rapaces y desdeñosos y no les interesa otra perspectiva que reproducir el capital en negocios menores. Traen el sobre con el cheque imbuidos del orgullo barato de los estafadores que se inflaman el pecho cuando logran hacer algo decente. Tienen esposas acostumbradas al despilfarro y amantes jóvenes con las que se drogan o toman cerveza del pico de la botella en plena calle. En ellos descubro nuestra verdadera decadencia: vivir en lo inmediato, abolir el pasado y regocijarse con un presente de consumo fatuo, ordinariez y viajes a Cancún”.