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Es necesario haber pasado el calvario de los aeropuertos, las colas, las revisaciones, más colas, los rayos, las cintas y escaleras interminables y más colas para la documentacion y el equipaje. Y todo eso después de una noche de insomnio a bordo del avión, con un compañero de asiento que anunció que no pegaría un ojo durante el viaje y no solo los pegó sino que no se quitó el antifaz ni para ir al baño.
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Las hordas de gente tienen un aire democrático y cuando uno se somete a protocolos de seguridad por lo menos le queda la idea de que con un ínfimo granito de arena contribuye al bien común. Pero cuando el sometimiento es a la tortura del asiento del avión, no hay consuelo. Para poder sentarse y comer hay que tener la plasticidad de Houdini. La clase turista es igual en todas las compañías, con diferencias de milímetros en la inclinación del respaldo. ¿Por qué y para qué? Para engrosar la plusvalía de las aerolíneas, que son tan cariñosas que no cesan de apretar a sus pasajeros.
Todo eso es necesario para poder, entre otras cosas, hacer una caminata por la elegantísima Avenida Montaigne y salir, como ahora, del Teatro de los Campos Elíseos, a metros del exclusivo Hôtel Plaza Athénée, después de haber escuchado a la Orquesta Filarmónica de Viena bajo la batuta del renombrado Lorin Maazel haciendo la Octava Sinfonía de Bruckner.
Con sus 83 años, Maazel dirige de memoria esta obra de 90 minutos. En los intervalos entre movimientos se permite un buche de agua que bebe desde su atril, donde, en lugar de una partitura, hay una botella y un vaso.
La Filarmónica de Viena es sin duda de las mejores orquestas del mundo. Brillante en todos sus sectores, también notablemente equilibrada. En Bruckner desplegó una fiesta de sonido y color. Y Maazel no es ajeno a estos brillos pero, con todo respeto, ¡qué orquesta maravillosa! Y con todo respeto también a Bruckner, ¿qué necesidad de escribir un cuarto movimiento, después del maravilloso Adagio, donde Maazel hizo llorar a más de uno? Es para mí un tema recurrente, en música, en literatura, en cine y en teatro: no poner el punto final en el momento adecuado.
Un par de días después apreciamos las bondades, menos rutilantes pero bondades al fin, de la Orquesta Filarmónica de Radio Francia, que dirigida por el coreano Myung-Whun Chung, su director musical, hizo el “Carnaval Romano” y la “Sinfonía Fantástica” de Berlioz, y secundó al joven pianista francés David Kadouch en el “Concierto No.1” de Mendelssohn. Una muy buena orquesta, un pianista todavía un poco verde, un director algo marcial, por momentos un poco frenético. El lugar, la Sala Pleyel, despojada, de acústica perfecta.
Un par de apuntes finales: los músicos de la orquesta en el intervalo de la Sala Pleyel salen al hall, se mezclan con el público, toman algo en la cantina. En ambos teatros, los espectadores tosen solo en los intervalos; durante la ejecución no se oye volar una mosca. ¿Son los franceses más sanos que los uruguayos o será un tema de educación ?