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Uno se la imagina suave, dulce, frágil. Es posible que sea una mujer fina, serena, con cierto aire melancólico. En realidad, no importa. No hay que conocer a la autora para percibir su mirada detenida largamente en un paisaje, tal vez en un recuerdo de la infancia. Y en las connotaciones que hay detrás de esa mirada. Basta apreciar la obra de Eva Olivetti (Alemania 1924, radicada en Uruguay desde 1939), expuesta parcialmente en el Museo Gurvich bajo el título “La plaza y los árboles de Eva”, para comprobar que detrás se encuentra una artista de extrema sensibilidad que esconde, además, una personalidad cautivante.
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Es cierto que en una de las paredes hay un autorretrato de 1971 donde Olivetti se muestra seria, dura, con alguna carga emocional densa, quizás más de la que uno pueda sospechar ante sus otros trabajos. Con fondo verde agua, aparece una larga figura vestida de azul, con cabello corto y claro. Los detalles del rostro llaman la atención por su seriedad y por sus rasgos marcados, casi tristes. El cuerpo, también: es lánguido.
La discípula de José Gurvich se muestra de cuerpo entero, apenas desde el comienzo de las piernas, pero su mitad ocupa casi toda la altura de la tela, el torso extendido y los brazos caídos al lado, como si la modelo hubiese sido obligada a pararse frente a la pintora. Llama la atención la presencia de ese delgado cuerpo que parece forzado a posar, detenido en el tiempo, sin ánimo narrativo. Pero muchas veces las apariencias engañan, sobre todo en el arte.
En este caso, forman parte de un sistema de imágenes que golpea con esa serena y personal melancolía. Muy bien ubicado por los responsables del montaje, el tono del autorretrato se diluye en sus cuadros y se vuelve más complejo, liviano, poético y, en cierta forma, vivo. Ella parece mirarlos, la mayoría colgados en la larga pared de enfrente. O quizás enfrentarlos precisamente en una actitud de desconcierto o de lejanía: parece verlos como uno puede imaginar que observó esos paisajes en su momento cuando los pintó, fascinada, como en una extraña y poética revelación.
Es evidente que esas imágenes surgen como revelación. Por el lirismo que expresan, pero particularmente por la sensación de descubrimiento. No son paisajes en el sentido propiamente dicho. Aunque los títulos hablen de plazas y árboles, las más obvias de las referencias, sus cuadros no son para nada obvios ni referentes. Todo lo contrario. Son rastros de paisajes, sencillos, a veces apenas un corte en la posible imagen de un campo o una playa o un momento en la fachada de una ciudad.
Siluetas casi, aunque siluetas de colores, planos alejados bastante del dibujo. Son rastros de colores pastel tenues, frágiles. Tonos en ocre, verdes suaves, marrones y algunos azules que ofrecen la posibilidad de un encuentro con la pintura en el sentido más puro y cautivante. Con poca gama, con colores y formas que se reiteran, con indicios de espacios trillados, la artista ofrece un mundo que se confunde con líneas que caen como una lluvia, con esa especie de pantalla de colores que Olivetti logra construir entre el objeto casi borroneado y la mirada del espectador.
Por las dudas, hay que decir que está un paso antes de la disolución abstracta y un paso después de la figuración, a un lado de la herencia constructiva, en cierto camino de los pintores metafísicos, pero lejos de las corrientes dominantes de la época. Si eso quiere decir algo, habla de una mujer cuya obra parece solitaria en el poblado contexto nacional.
Esa soledad está en el tono lánguido de su figura pero, al mismo tiempo, a diferencia de su autorretrato, claramente en la fuerza y la hermosura de aquellas imágenes, en la exacta medida de sus colores, de sus formas, de esas líneas que rayan y disuelven cualquier intento de claridad, de evidencia, de obviedad ante lo que uno puede imaginar que ve.
Lleva ese camino al extremo de la belleza en obras como “Construcción ciudadana” (1968), donde el azul domina un velo majestuoso o en “Luna en la ciudad” (1970), de claros tonos ascendentes. Es un camino complejo el de Olivetti. Pero está transitado por la sencillez y la ternura.
En cierto sentido, algo parece unir a esa mujer desgarbada, sin gracia, con la riqueza y variedad de su mundo artístico. Tal vez sea la pura pintura, una sencilla clase de pintura, un verdadero despliegue de capacidad sin estridencias, sin necesidad de euforias desmedidas. Eso, precisamente, parece ser Olivetti. Y también sus notables paraísos perdidos.
“La plaza y los árboles de Eva”. Museo Gurvich (Ituzaingó 1377), de lunes a viernes de 10 a 18 horas y los sábados de 11 a 15 horas. Hasta mediados de agosto.