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Sean Connery, un actor estrella y el mejor James Bond
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáSean Connery, un actor estrella y el mejor James Bond. Desde Búsqueda en Océano, el análisis de Eduardo Alvariza.
Digámoslo de entrada: James Bond es el personaje más emblemático y popular de la historia del cine. Alguien podría decir que Drácula o Batman le pelean el puesto. Está bien, pero Drácula tiene poca movilidad (todo ese tema de la luz y las tinieblas), una dieta estricta y siempre termina en el ataúd. Y Batman lleva antifaz, lo que liquida al actor y en definitiva al personaje. Bond, en cambio, trabaja a cara descubierta, lo que le permite desplegar una gran batería de recursos —y muy especialmente la ironía— en tiempo y forma y posiblemente en todos los tiempos y las formas mientras el cine exista, con guerra fría o guerra a secas. La única manera de liquidar al agente 007 es con una internacional de paz y amor. Como la paz perpetua y el mundo sin voluntad de poder ni conflictos es una utopía, Bond seguirá en pie. Quien vista ese traje a la perfección tiene varias chances de integrar la galería de las estrellas del cine, sin necesidad de ser un actor extraordinario.
A principios de los 60, la productora británica Eon, comandada por Harry Saltzman y Albert R. Broccoli, había comprado los derechos de las novelas de Ian Fleming (con excepción de Casino Royale) para llevarlas al cine. Lo más difícil era encontrar al hombre que encarnase al agente al servicio secreto de Su Majestad. Tenían en mente a monstruos de la talla de Richard Burton, Peter Finch y Trevor Howard. Por alguna extraña razón que las audiencias deberán agradecer debidamente, le mostraron a la esposa de Broccoli varias fotos de actores, entre las que figuraba un tipo alto, atlético y buen mozo que prácticamente nadie conocía. “Es este”, dijo sin dudarlo la señora. No era rubio, como lo describía en sus novelas Fleming, había sido modelo publicitario y apenas tenía experiencia como actor secundario en unas olvidables peliculitas. Pero tenía eso que la señora del productor detectó sin lugar a dudas. Entra en escena Sean Connery, cuyo nombre y apellido ya es de fina estampa.
El satánico Dr. No (1962), con prudencia y sin demasiado presupuesto, fue la primera de la serie. Tenía un buen villano (Joseph Wiseman) y un director competente, Terence Young, que había dirigido al ignoto Connery y tal vez ni lo recordara. Y una bomba erótica que era Ursula Andress. Debemos reconocer que hay que tenerlos bien puestos para ver salir del agua a esta mujer y no desentonar. Connery lo hizo, y también sorteó una tarántula inmunda de las que crecen en Jamaica y varios malhechores que le salieron al cruce. Estaba preparado para ser el mejor agente y así lo demostró con rotundo éxito en las siguientes entregas: Desde Rusia con amor (1963), 007 contra Goldfinger (1964), Operación Trueno (1965), Solo se vive dos veces (1967) y Los diamantes son eternos (1971), además de otra película no oficial de Bond que irónicamente se llamó Nunca digas nunca jamás (1983) y que Connery filmó a regañadientes porque ya estaba podrido del mismo papel y quería hacer otras cosas. Era millonario y no quería moverse demasiado, a no ser para jugar al golf. “Hagan lo que diga con tal de que vuelva a ser James Bond”, dijeron los productores. Para que se sintiera como en su casa, llevaron las cámaras precisamente a su casa, donde filmaron algunas escenas en su imponente mansión en la Riviera francesa.
El personaje rebasaba los peligros y la heroicidad, el Aston Martin y el martini revuelto, no batido, con su permanente ironía.
—¿Sabe algo de armas, señor Bond? —le pregunta el malo Adolfo Celi mientras le tiende un rifle en Operación Trueno.
—No. Sé un poco sobre mujeres —responde nuestro agente secreto.
Al final zafó del arquetipo gigante en el cual el público lo quería ver, un arquetipo que aprieta y disminuye a cualquier actor. En paralelo a las abultadas sumas que le ofrecían por ser el salvador del mundo occidental, se fue labrando una carrera valiosa con papeles totalmente diferentes. Trabajó bajo las órdenes de Alfred Hitchcock en Marnie (1964), junto a Tipi Hedren. Para el director de Psicosis fue “el mejor galán” de todas sus películas.
Otro gran cineasta que creyó en Connery fue Sidney Lumet. Con este último hizo la olvidada La colina de la deshonra (1965), un intenso drama en blanco y negro sobre un grupo de prisioneros británicos en el norte de África que se rodó en el desierto español de Almería, escenario natural para tantos westerns de Clint Eastwood, otro actor que construía su legado por ese entonces.
Hay ciertas similitudes entre ambos intérpretes: ninguno de los dos llegaba con formación teatral ni era avezado en el recitado de Shakespeare (aunque Connery hizo un Macbeth para TV), pero ambos fueron genios para sacar el mejor provecho a sus físicos. Un primer plano de Eastwood o de Connery es ya de por sí un momento para la posteridad. Son tipos que imantan, tienen centro gravitatorio personal. Y eso que había detectado la esposa de Broccoli es lo que irradia una estrella cinematográfica, que no es necesariamente lo mismo que un gran actor. Lo tenía Bogart, lo tenía Marilyn. Lo tiene sobradamente Connery.
También con Lumet supo encarnar a un ambicioso ladrón en El gran golpe (1971) y a un brutal policía en Hasta los dioses se equivocan (The Offence, 1972). Este tipo de papeles lo iban alejando del espía todopoderoso y donjuán, si bien el público lo seguía asociando con el héroe 007.
A mediados de los 70 es una estrella que comparte cartel con otras estrellas, como en El viento y el león, de John Milius (con Candice Bergen), Robin y Marian, de Richard Lester (con Audrey Hepburn), Un puente demasiado lejos, de Richard Attenborough (con Dirk Bogarde, Gene Hackman y Laurence Olivier, entre muchos otros) y la que para muchos es su mejor interpretación: El hombre que sería rey, de John Huston, donde comparte cartel con Michael Caine como dos chantas masones en la India de Kipling.
La ciencia ficción tiene algunos ejemplos en los cuales figura Sean Connery. Uno de ellos es la fallida Zardoz (1974), de John Boorman, y otro el thriller Atmósfera cero (1981), de Peter Hyams, aunque resultan más eficaces Los aventureros del tiempo (1981), de Terry Gilliam, y Highlander (1986), de Russell Mulcahy. La cuestión de exclamar ante la pantalla “¡Mirá, es el actor de James Bond!”, iba dando paso a una aseveración mucho más respetuosa: “Es Sean Connery”.
Saber envejecer es una máxima que pudo llevar a cabo este actor escocés nacido en Edimburgo en 1930. Provenía de una familia de clase trabajadora y se crio en un duro vecindario de pandillas. Trabajó, entre otras cosas, como repartidor de leche. Y su primer papel importante lo hizo en 1958 junto a Lana Turner en Víctima de sus deseos (Another Time, Another Place). El novio de Turner era Tom Stompanato, un tipo pesado, vinculado a la mafia. En un ataque de celos fue con una pistola a buscar a Connery al set, pero Sean en una reacción digna de James Bond lo desarmó y lo tumbó de un tortazo.
—Buen apetito —le espeta 007 al enorme guardaespaldas de Blofeld cuando cae a la piscina con pirañas en Solo se vive dos veces.
A fines de los 80 llegaría el reconocimiento definitivo al veterano con tres grandes papeles: El nombre de la rosa, de Jean-Jacques Annaud, donde interpreta a William de Baskerville, un cura franciscano que no es otra cosa que un maravilloso detective del medioevo; Los intocables, de Brian De Palma, en la que es Jim Malone, el policía aliado de Eliot Ness (Oscar al mejor actor secundario) e Indiana Jones y la última cruzada, de Steven Spielberg, en la que compone al padre de Indiana y lo botijea permanentemente llamándolo “Junior”. Durante el rodaje de esta última película, bajo las condiciones de un insufrible desierto, Harrison Ford vio a Connery quitarse los pantalones y salir en calzoncillos antes de filmar una escena en exteriores. “¿Qué hace?”, dijo Ford. “Las tomas serán de la cintura para arriba”, le contestó Connery. Y Ford también se quitó los pantalones. Uno de los grandes momentos es cuando Connery en la playa, para defenderse de un avión alemán que está a punto de ametrallarlos en picada, gracias a un paraguas espanta a las gaviotas, que levantan vuelo y entorpecen la visión del enemigo.
No solo la elegancia y el porte. También estaba su inconfundible acento. ¡Pushhh the keyshhh! (¡Encará las teclas!), le alienta al joven escritor en Descubriendo a Forrester (2000), de Gus Van Sant.
El gran Sean Connery murió el sábado 31 a los 90 años, rodeado por su familia, en su residencia de las Bahamas, donde vivía feliz por estar al lado de un campo de golf. Según su esposa (la segunda, con quien llevaba 45 años de convivencia), el actor padecía demencia. Es que no debe ser nada fácil reconocer este mundo actual, con líderes mundiales que cada vez más se parecen a payasos.
Aparece el gordo Gert Frobe con un revólver y vistiendo un uniforme militar con charreteras truchas. Bond, sorprendido no por el arma sino por los pretenciosos pergaminos de la chaqueta, responde al toque:
—Well, congratulations on your… promotion, Mr. Goldfinger.