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    Física y química

    La teoría del todo, o cómo vivir con Stephen Hawking

    Colaborador en la sección de Cultura

    Uy. A priori, esta película contiene suficientes elementos para que la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Holly­wood chapotee gustosamente en su propia baba y habilite un suministro de premios Oscar de manera casi mecánica entre discursos hiperazucarados y bromas supuestamente ingeniosas de las que no faltan en su ceremonia anual. La teoría del todo lo tiene todo. Biopic de un personaje famoso (que además todavía vive y lucha), una enfermedad brutalmente degenerativa, una discapacidad, una mente brillante, demasiado por encima de la media, lo cual de por sí lo convierte en un freak, una mente que vive su propio drama y lucha contra la adversidad de estar encerrada en un cuerpo estropeado, que a su vez lucha por salir adelante en un mundo con baja tolerancia a lo diferente, una historia de amor que nace en la universidad, un relato de superación personal, otro relato de superación que corre en paralelo, un surtido de adversidades que ponen a prueba la historia de amor que parecía, precisamente, irrompible, un correlato sobre ciencia versus religión (o su variante más aceptada: ciencia y religión, juntas, no revueltas), un triángulo amoroso, el éxito y la fortuna, el reconocimiento, una caída, y otra, y otra, y, claro, un discurso en público, el mensaje esperanzador, aplausos de pie, porque mientras hay vida…, uy, ya saben. Y también: música a tono, fotografía a tono, jóvenes actores lindos y talentosos transformándose de manera prodigiosa. Listo, que el muchacho ni se moleste en ir a todas las galas si no puede, algunos premios se los pueden llevar a su casa.

    Pero no. Los prejuicios se quedan fuera de la sala y en la sala, la película, y en la película, Eddie Redmayne en el papel de Stephen Hawking, el cosmólogo, el físico teórico británico que no muchos saben bien qué es lo que sabe, que parece que es muchísimo (en realidad es bastante inmenso e importante), y que muchos conocen porque han visto su cuerpo blando y desinflado adosado a una silla de ruedas que parece parte de su anatomía y han visto cómo él, con su mirada clara e impasible, con su cabeza ladeada, cansada, se comunica por medio de un dispositivo que le confiere una voz inusual, de androide, para disparar definiciones como “el mayor enemigo del conocimiento no es la ignorancia, sino la ilusión del conocimiento” o “la inteligencia es la capacidad de adaptarse al cambio”, y posiblemente él puede ser una de las autoridades mundiales para hablar de la adaptación al cambio.

    Autor de bestsellers como El universo en una cáscara de nuez, ha dejado su ciborgiana voz registrada en canciones de los dos últimos discos de Pink Floyd (en “Keep Talking”, de The Division Bell y en “Talkin’ Hawkin’” de The Endless River), además de tener participaciones en Los Simpson, en Futurama y en The Big Bang Theory. No hace mucho declaró que le gustaría estar en una de James Bond. Al tipo le gusta cierto grado de exposición.

    La arista pop de Hawking es fina y superficial, aunque permite en gran medida acercar parte de su obra a un público mayor. Hawking es un especialista en la teoría de la relatividad general, y una zona de su trabajo transita las singularidades espaciotemporales y los agujeros negros. Vamos, el hombre es una autoridad para hablar en serio de los viajes en el tiempo; existe, siempre dentro de un marco teórico, un tipo de radiación en el horizonte de eventos de los agujeros negros que lleva su nombre. Casi la totalidad de su obra la elaboró luego de haber sido diagnosticado con esclerosis lateral amiotrófica (ELA), la razón por la que lleva años postrado, sin poder mover casi ningún músculo y sin poder hablar por su cuenta. Y aun así ha publicado libros de divulgación, tuvo tres hijos, se casó dos veces, ha recorrido el mundo, desde la Antártida a la gravedad cero.

    La película comienza con Hawking en la universidad de Cambridge, en la década de 1960, poco antes de que se diagnostique la enfermedad. Cuando conoce a Jane Wilde (Felicity Jones), una preciosa estudiante de poesía medieval española. Se enamoran. No de una, pero se enamoran. Hawking tiene 21 años, un agudo sentido del humor y una inteligencia sobresaliente. Quiere estudiar el universo y el origen del tiempo. Es un estudiante desgarbado que camina un poco raro, el cuatrojos ambicioso que confía en su talento, su inteligencia y su capacidad de trabajo. Y un día se cae al piso. Y ese golpe será más que un golpe. Unos exámenes y el médico explica de qué se trata el asunto. ELA. La enfermedad es degenerativa. Unas células del sistema nervioso llamadas motoneuronas dejan de funcionar, mueren, y eso provoca parálisis muscular. Hawking tiene una sola pregunta. ¿Y el cerebro? “Nada”, responde el médico. Al cerebro no le pasa nada, continúa funcionando. Pero el doctor le dice que su expectativa de vida es de dos años más. Ahí comienza el viaje infinito por una serie de diferentes pruebas y duros sacrificios que debió atravesar en lo sucesivo. La enfermedad cada año se volvió más agresiva, peor: hay que decir que Hawking y su mente brillante no estaban solos.

    La teoría del todo se basa en Travelling to Infinity: My Life with Stephen, las memorias de Wilde, que fue su primera esposa, con quien estuvo casado entre 1965 y 1991, y que fue un motor que animó la vida personal y matrimonial del científico, que tampoco, como se ve, fue ningún santo. El trabajo de Jones puede verse eclipsado por su compañero de elenco, pero su papel es complejo, de una lucha interna casi permanente (Wilde tiene más de una oportunidad para agarrar sus cosas y mandarse mudar), y ella lo lleva adelante con firmeza (ahí tienen otra nominación).

    El realizador James Marsh tiene elementos para hacer un dramón lacrimoso o una hagiografía endulzada de Hawking, pero como evidentemente tiene dignidad y buen gusto (no olvidar que este cineasta dirigió el elegante documental Man on Wire) opta por mostrar a Hawking aun en sus rasgos menos amables (mérito, según se sabe, del material en el que se basa), siendo en algunas instancias un personaje duro y cruel (además de egocéntrico), sin apartarse de la idea básica de que se trata de una película sobre un hombre luchando contra una enfermedad brutal que le recuerda día a día que está en desventaja, pero también manteniendo el foco para seguir trabajando, para desarrollar nuevas teorías y para seguir cuestionándose aun aquellas ideas que años atrás era capaz de defender a muerte.

    Lo de Redmayne, que está nominado al Globo de Oro, seguramente reciba una nominación (un crítico comentó, bromeando, que lo suyo es “como lo de Daniel Day-Lewis en Mi pie izquierdo pero con todo el cuerpo”), es sutil y notable. Porque entre esa gimnasia de contorneo físico y facial, Redmayne saca al personaje desde adentro, con la mirada astuta y esa sonrisa que a veces transmite timidez y otras parece decir Yo sí que me las sé todas, siempre sin perder el humor (componente fundamental del mundo Hawking). También hay sutileza, sin llegar a ser una gran composición, en la banda sonora, a cargo de otro nombre sobre el que se hablará bastante, el islandés Jóhann Jóhannsson (responsable de la música de Prisioneros, de Denis Villeneuve).

    Y eso es todo En la teoría del todo. Y no se le puede pedir más. Una biopic basada en las memorias de una esposa. Con elementos muy particulares, claro, pero Marsh no los explota en un festival de lágrimas sino que los mantiene con elegancia dentro de un sutil drama romántico. Quienes no entendían demasiado de agujeros negros ni de singularidad y ese tipo de asuntos, no se preocupen, van a seguir igual.

    La teoría del todo (The Theory of Everything). Reino Unido, 2014. Director: James Marsh. Guión: Anthony McCarten, sobre el libro Traveling to Infinity: My Life With Stephen, de Jane Hawking Wilde. Con Eddie Redmayne, Felicity Jones, Emily Watson, David Thewlis, Charlie Cox. Duración: 123 minutos.

    Vida Cultural
    2014-12-24T00:00:00