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    Frankenstein, yo y mi otro yo

    Cuando pases sobre mi tumba, de Sergio Blanco, en la Zavala Muniz

    Al entrar a la sala los tres están en escena, tocando rocanrol, actuando cantar y tocar un tema de aires pop-rock. Alfonso Tort y Enzo Vogrincic tocan guitarras eléctricas y Gustavo Saffores, el bajo. Demuestran un manejo aceptable de los instrumentos. Dan verosimilitud a sus gestos. El piso es una alfombra verde similar al césped sintético. A un costado, una mesa de caballete con una notebook, auriculares y unos pocos artículos de escritorio. Una gran pantalla apaisada ocupa todo el fondo de escena. Muestra cientos de nombres, luego una constelación de imágenes similares a las que tiene ante sus ojos un encargado de seguridad. Y muestra las imágenes generadas por los propios actores, en circuito cerrado. La puesta en escena de Cuando pases sobre mi tumba, espectáculo escrito y dirigido por Sergio Blanco, en cartel en la sala Zavala Muniz hasta el jueves 12, traza una continuidad con sus cuatro títulos anteriores: La ira de Narciso, El bramido de Düsseldorf, Ostia y Tebas Land.

    La dramaturgia y los mecanismos narrativos también se enmarcan, una vez más, en el universo de la autoficción que ha marcado la última década de Blanco, en la que se ha transformado en la figura teatral uruguaya con mayor proyección internacional. Todo un hito, destacado en estas y tantas otras páginas, con puestas en escena en más de 20 países y traducciones a una docena de idiomas. Para dimensionar el fenómeno de Blanco alcanza recordar que la puesta londinense de Tebas Land, sin dudas el punto de inflexión en su carrera, ganó el premio Off West End Awards de Londres al Espectáculo, Texto y Dirección. De hecho, esta obra es consecuencia de ese prestigio ganado en el feudo de Shakespeare, pues fue creada por encargo del mismísimo teatro El Globo de Londres, que la estrenará en 2021 con elenco británico. Además, esta puesta tiene tres años de camino asegurado en festivales de todo el mundo.

    En un principio, Blanco se propuso escribir sobre Frankenstein, sobre Mary Shelley, sobre su gestación en la famosa finca que Lord Byron tenía en Suiza, sobre ese inquietante proceso de transmutación entre la vida y la muerte surgido de la pluma de una jovencita de apenas 20 años que sorprendió al mundo con la obra fundacional de la ciencia ficción. Una cosa lleva a la otra, y es así que Blanco ideó que el protagonista de su obra, él mismo, ha decidido poner fin a su vida y para ello acude a una clínica suiza donde es posible efectuar el suicidio asistido legal. Y ha previsto que una vez muerto y enterrado —cerca del hospital psiquiátrico londinense de Bethlem— su cuerpo sea usado con fines necrofílicos por un joven inmigrante iraní. Con las —habituales en el teatro de Blanco— múltiples citas que llenan el aire de erudición —a Flaubert o Thomas Bernhard— y los muy disfrutables pasajes musicales que oxigenan la narración y le dan al espectador el necesario descanso y espacio para la contemplación y síntesis sensorial de lo que acaba de suceder, la historia fluye, al principio, en modo armónico y estimulante.

    Blanco sabe dotar a su teatro de la elegancia, el refinamiento y el necesario distanciamiento para contar sus historias. En este caso, ese dispositivo radica en que los tres intérpretes ya están muertos y nos cuentan lo que sucede entrando y saliendo de sus personajes de un modo que combina frialdad y calidez. El teatro que se comenta a sí mismo el perro que se muerde la cola y se ríe de eso. La fusión en escena de lo real y lo ficticio, de la verdad y la mentira. El juego con humor que el autor hace de sí mismo, cuando los intérpretes hablan sobre la falta de falsa modestia que caracteriza a Blanco.

    Todo cierra. Incluso cuando bajamos la vista al cartón que tenemos entre manos: “Estos tres personajes son uno solo: son mi Frankenstein —mi monstruo romántico—, que está hecho de la carne de estos tres seres habitados por la soledad, el abandono y la melancolía. No siempre es fácil esto de estar muerto. Es por eso que necesitamos venir a contar nuestras historias”, dice Blanco, el autor, en el programa de mano.

    Hasta aquí todo bien. La historia es potente y se sostiene. El problema —problemón— es la excesiva e innecesaria autorreferencialidad a su propia obra que Blanco le imprime al texto. Hasta ahora, sus obras plasmaban en escena aspectos de fondo, trascendentales, de su personalidad y periplo vital. Pero en Cuando pases sobre mi tumba los personajes vieron Tebas Land, o hablan de lo rica que es la Coca Cola, la bebida preferida de Blanco, y cuentan que Blanco escribió la obra con tinta hecha con sangre de toro, y que Blanco es un éxito en Tokio, Londres y París, todas cuestiones más apropiadas para las entrevistas periodísticas que para la propia obra.

    También el cúmulo de datos sobre los antecedentes de la necrofilia en la mitología egipcia, griega y hebrea, y en la historia del arte occidental, es más propio del contexto en que se presenta y se explica la obra que de la obra en sí. Cualquier recurso resulta redundante si se lo usa en forma abusiva, como explicar que lo que estamos viendo “es teatro”. El problema que atenta contra Cuando pases sobre mi tumba es que todas las virtudes arriba señaladas están entremezcladas con estos defectos. Y es imposible separar unas de otros.

    Vida Cultural
    2019-09-05T00:00:00