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    Garganta con arena

    El martes 11 se editó “Tempest”, el nuevo álbum de Bob Dylan

    La calma que precede a la tempestad es lo primero que se oye en el nuevo disco de Robert Allen Zimmerman. Una bucólica introducción a ritmo de foxtrot y el slide que desliza por el brazo de una guitarra eléctrica en diálogo melódico con un piano, mientras la steel guitar lleva el pulso y contagia al oyente a marcar el compás con el pie. Dos golpes de redoblante y se desata el aguacero con el contrabajo a todo vapor y los acordes de una guitarra ronca, casi tanto como la garganta de este veterano nacido hace 71 años en un pueblito de Minnesota llamado Duluth, desde hace cinco décadas famoso por ser el lugar donde Bob Dylan berreó por primera vez.

    Con “Duquesne Whistle” —tema que huele a western, coescrito con un tal Robert Hunter— comienza Tempest, para algunos un disco más de Bob Dylan, para los agentes de ventas, el primer álbum de canciones originales del viejo Bob en tres años, y para los afectos a los aniversarios, el que llegó a las disquerías el pasado martes 11, a 50 años de “Bob Dylan”, el primero, y once años después de la caída de las torres, el número 35 en su lista de discos de estudio. Una lista a la que se suman, para deleite de los numerólogos, nueve registros en vivo oficiales, 14 recopilaciones, otros dos con los entrañables “Traveling Wilburys” y cientos de ediciones piratas, allí donde haya llegado la eterna “Never Ending Tour”, que una vez lo hizo odiar el Cilindro Municipal y lo devolvió a estas costas hace cuatro años para tocar frente a un montón de apostadores que se levantaban de a 50 en cada tema, ante la incredulidad de los fanáticos que abarrotaban las gradas populares del parking del Hotel Conrad.

    Las asociaciones obvias con “The Tempest”, última obra de Shakespeare, generaron la especulación de que este sería el testamento de Dylan, pero rápidamente el hombre aclaró: “Nada que ver, no va por ahí”.

    Las diez canciones de Tempest, producido nuevamente por Dylan con el seudónimo Jack Frost, dan cuerpo a una obra construida en base a esquemas musicales tradicionales. Se trata, ni más ni menos, que del floclore originario de la mayor parte del territorio estadounidense. Dylan no toma riesgos experimentales y mantiene la sonoridad de “Christmas in the Heart” (2009), “Toghether Trough Life” (2008), “Modern Times” (2006), “Love and Theft” (2001) y “Time Out of Mind” (1997), todos discos sumamente elogiados por la crítica y, además, muy bien vendidos.

    Tempest tiene lo que debe tener toda obra que aspire a ser un clásico: antes de que el vejete desate los truenos de esa garganta aguardentosa, un oído medianamente entrenado reconocerá que se trata de un tema de Dylan. Como la E Street Band de Bruce Springsteen, la guitarra sucia de Neil Young, la inmaculada de João Gilberto o el rasgueo asordinado de Fernando Cabrera, la banda de Dylan —Tony Garnier en bajo, George Receli en batería, Charlie Sexton y Stu Kimball en guitarras, acordeón y violín, Donnie Herron en steel guitar, banjo, violín y mandolina, a quienes se unió David Hidalgo, de Los Lobos, con una guitarra áspera como la de Johnny Cash— presenta su sello de identidad en cada compás; ya sea en clave de blues, como en “Early Roman Kings”, de rock and roll rápido y furioso, como en “Narrow Way”, de balada country, como en “Long and Wasted Years”, de pop-rock stone de tiempo medio como “Pay in Blood” —el beat de redoblante recuerda al de Charlie Watts y las guitarras remiten inequívocamente a la dupla Richards-Wood—, o de tonada de trovador que deambula por un camino sinuoso entre mandolinas, violines, acordeones y pianos mientras susurra sobre un lugar lejano y misterioso llamado “Scarlet Town”.

    Es que Tempest es un disco de cuentos más o menos extensos, más o menos reales, más o menos ajenos para el típico burgués urbano que consume la música de Dylan, pero que se tornan profundamente conmovedores y honestos al ser entonados por esta garganta descascarada pero viva que vocifera sobre la vida, el amor, la muerte, la amistad, la injusticia y el arte mismo, como en la hermosa “Roll on John”, un tributo explícito a John Lennon con referencias a “A Day in the Life” y a “Come Toghether” y con un efecto vocal que remite inevitablemente al genio de gafas redondas. Esa voz es la de un viejo cantante, la de un ser humano lo suficientemente honesto y digno como para no osar disimular su vejez y su imperfección con trucos tecnológicos.

    Durante los casi 14 minutos de Tempest, la penúltima canción del disco, que relata como un mantra la tragedia del Titanic, el oyente tiene tiempo suficiente para evadirse y recordar, como si estuviera en una butaca del Teatro del Centro, a Eduardo Darnauchans, autor de la eterna “Dicen los cantores”.

    Cuando termina el álbum, pasan los nubarrones, vuelve la calma y queda la sensación de que, aunque no sea la que inspiró a Cacho Castaña, esta garganta con arena seguirá berreando hasta que se marche de este mundo.

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