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New Cross, un deprimido barrio de clase obrera al sureste de Londres. Allí ocurrió el peor bombardeo a la ciudad durante la II Guerra Mundial, en 1944, cuando un misil de largo alcance de los alemanes dejó 168 muertos. Allí también detonó uno de los más célebres levantamientos raciales en la isla, luego de que un incendio en 1981 matara a 13 jóvenes negros y precipitara una serie de encontronazos con la Policía. En ese barrio de incuestionable efervescencia y diversidad de etnias, nació en 1958 Gary Oldman. Y por las calles de ese barrio, en las horas más oscuras, un enérgico Winston Churchill pidió a los vecinos sangre, sudor y lágrimas.
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El 10 de mayo de 1940, con Francia y el resto de Europa sumidos en pánico o directamente aplastados por la bota nazi, Churchill fue nombrado primer ministro de un gobierno de coalición. Era un gordinflas borrachín de 65 años, un político conservador con una inteligencia y una experiencia de tigre curtido y un poder de convicción a prueba de balas. Y estaba en todos lados alentando y ordenando a las tropas, intuyendo lo que sentía la población, con su puro, con una sonrisa y una copa en la mano. Una de las mejores cosas que enseñó este héroe de Inglaterra es que se puede combatir a los nazis sin perder el gusto por la bebida.
Más de 200 horas de maquillaje, bajo la supervisión del especialista Kazuhiro Tsuji, le llevaron a Gary Oldman para lucir como Churchill. Y eso solo de preparativos, el punto de partida del como si. Un hombre delgado de 59 años se convierte en un veterano de 65, pelado, con papada. Es como que te tiren adentro de una bolsa y después te pidan que actúes. Solo un fenómeno como Gary Oldman puede hacerlo. Pero lo más increíble es que apenas nos percatamos de su presencia en Las horas más oscuras, que tiene seis nominaciones de la Academia, incluidas mejor película y, por supuesto, mejor actor. Nos olvidamos del maquillaje, de la bolsa y, lo que es mucho más asombroso, del gigantesco tour de force interpretativo. Ante nosotros está, sencillamente, Churchill.
El particular acento, la ironía, la risotada, las rabietas y los pasitos rápidos, los pasajes de relajada comprensión y ternura, los discursos vehementes, todo se vive desde la naturalidad del personaje y no desde la monumental técnica que está desplegando el intérprete, el más célebre de los contemporáneos sin Oscar, error que se encargarán de remediar los votantes el próximo domingo 4 de marzo, a menos que todos ellos en el momento de decidir sean víctimas de un masivo derrame cerebral.
Las horas más oscuras, del británico Joe Wright, conocido por sus correctas películas de época (Orgullo y prejuicio, Expiación, deseo y pecado, Anna Karenina), se enfoca en los primeros meses de 1940, cuando Inglaterra estaba sola para enfrentar a Hitler y su poderosa maquinaria bélica. Los debates parlamentarios en plena guerra, la intimidad familiar de Churchill, la monarquía acorralada, la desesperanza en los barrios pobres. Y sobre todo las bombas, porque de eso tratan las guerras: bombardear al otro hasta hacerlo desaparecer. Wright saca buen partido de todos estos aspectos.
El núcleo del drama, más que nada, consiste en la fortaleza y el espíritu de un hombre que debe transmitir a sus conciudadanos la indeclinable voluntad de luchar contra la tiranía, y en particular, convencer a muchos políticos de su propio gobierno que deseaban las paces con Alemania a toda costa. Cuando el mundo se consume en llamas y la flema británica se empeña en guardarse a sí misma, es necesario tener viejos como Winston: ¡nada de negociaciones con la bestia! ¡Victoria a cualquier precio! Había que encender al pueblo, unirlo y convencerlo de pelear en uno de los peores momentos de la humanidad.
Pero volvamos a Gary Oldman, el tipo capaz de ir desde un punk bien reventado como en Sid y Nancy (1986, su primer gran papel), hasta el dramaturgo Joe Orton (Susurros en tus oídos, 1987), Oswald (JFK, 1991), Drácula (1992), el siniestro policía de El perfecto asesino (1994, uno de los mejores malos en la historia del cine) o Beethoven en Amada inmortal (1994). Los tipos volcánicos le calzan a la perfección, son los papeles que Gary prefiere, como el inolvidable descarriado Jackie Flannery en Tiro de gracia (1990), una caracterización que repetiría una y otra vez. Y eso que cuando comenzó a estudiar teatro algún profesor le sugirió que se dedicara a otra cosa…
También hizo bazofias para ganar dinero, léase Avión presidencial (1997), o intervenciones para el placer de sus hijos, como el personaje de Sirius Black en tres entregas de Harry Potter. O su atildado James Gordon, el Jefe de Policía de Ciudad Gótica. Dar en la tecla no es solo desplegar la trascendencia de Hamlet, Macbeth o Yago.
En términos estrictamente cinematográficos, un punto de inflexión fue cuando vio a Malcolm McDowell en La naranja mecánica (1971). Gary tenía 13 años.
Admira a sus compatriotas Alan Bates, Tom Courtenay, Albert Finney y Alec Guinness, pero señala los resultados menos histriónicos e igualmente efectivos de los íconos norteamericanos Gary Cooper, Cary Grant y Steve McQueen (“la naturalidad de actuar como se respira”, dice Oldman). Y va aún más lejos:
—La actuación telefónica de Robert Redford en Todos los hombres del presidente, una maravilla. Únicamente lo vemos hablar durante varios minutos e intuimos la escucha al otro lado de la línea, una gestualidad que se debe apreciar en detalles.
Curiosamente, el papel que más le ha costado en toda su carrera —y su única nominación al Oscar hasta este Churchill— fue el de George Smiley en El topo (2011), el espía resbaladizo, silencioso, de escritorio, una catedral de emociones interiores. Ahí vemos el esfuerzo titánico de un actor habituado a desplegar adrenalina. Cómo no lo van a endiosar generaciones posteriores, con Tom Hardy, Brad Pitt y Ryan Gosling a la cabeza.
Gary Oldman no se muestra demasiado en público. Se casó cinco veces (“tengo buenos instintos para el arte, incluso para el dinero, pero no tanto para el amor”) y debió enfrentar problemas de alcoholismo, igual que su padre, a quien le dedicó la única película que dirigió (y escribió, y es buenísima) y que deja a Trainspotting a la altura de un juego de niños: Nil by Mouth (1997, dos premios Bafta, mejor película y guion), con Ray Winstone y Jamie Foreman, un retrato con sesgo autobiográfico de una familia disfuncional, donde la palabra fuck y sus variaciones se dice… 428 veces, a 3.34 por minuto.
Básicamente es un pesimista. En una entrevista para Playboy declaró que “el mundo se va a la mierda”. Los pesimistas por lo general tienen razón. O tal vez sea otra de las impresiones volcánicas que lo acompañan. Lo cierto es que está harto de tanta corrección:
—Nuestra cultura se refugia cada vez más en la comedia y en la sátira para decir cosas que normalmente no se pueden decir por el imperio de lo políticamente correcto.