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En Clever (Uruguay, 2016), escrita y dirigida por Federico Borgia y Guillermo Madeiro, el protagonista (Hugo Piccinini) emprende un viaje en busca de alguien a quien llama “el artista”, un talento del tuneo que tiempo atrás se marchó de la ciudad y se instaló en Las Palmas, un pequeño pueblo del interior, una especie de balneario invernal y sin playa, donde vive con su madre. “El artista” en cuestión, autor de unos “fuegos muy pro” que Clever vio estampados en otro auto, se llama Sebastián. De aspecto entre rústico y cándido, es un fisicoculturista retirado e hipersensible, un hombre de musculatura inmensa y modales templados que toca el piano y asegura dejar el alma en cada obra (ya sea el letrero de la panadería Las Palmas o la fachada del antiguo gimnasio local).
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En una película habitada por personajes peculiares y extravagantes, el de Sebastián es, además, un gran personaje. Que tenga esas dimensiones es en parte gracias a la construcción que Borgia y Madeiro llevaron a cabo desde el guion. Pero también es por obra y gracia de Antonio Osta, analista de sistemas y pianista autodidacta, el hombre muculoso y sensible que lo interpretó en pantalla, protagonizando algunas de las escenas más divertidas, extrañas y conmovedoras de la película.
El campeón del mundo (Uruguay, 2019) es la primera incursión de Borgia y Madeiro en el documental. Y, como en Clever, su primer largometraje de ficción, es todo un hallazgo. Una película sencilla, emotiva, cuya solidez narrativa se nota ya desde las primeras escenas. El filme se acerca a la intimidad de Osta de manera respetuosa, a veces simplemente dejando la cámara en un punto determinado, y lo deja ser. Se lo ve en la cocina, organizando la agenda y las rutinas de ejercicio de sus alumnos (entre ellos alguien a quien llama “la pastabasera”), entrenando con pesas de diverso calibre, y teniendo diferentes instancias con su hijo Juanjo, de 17 años, con quien discute sobre Facebook y la impunidad con la que “cualquiera opina de todo”.
Según las notas de producción, Borgia y Madeiro buscaban “un forzudo enorme y, al mismo tiempo, un alma sensible y frágil” cuando se encontraron con el actor (que en realidad no era actor pero sí lo suficientemente intuitivo como para asumir un papel que le quedaba pintado). “En él encontramos al actor ideal para ese personaje tan particular, que si bien era posiblemente lo mejor de aquella película, en el rodaje nos invadía la sensación de que el personaje real detrás de Antonio era más interesante que el que habíamos imaginado. Nos enfrentábamos al cliché de ‘la realidad supera a la ficción’. Entonces este documental se impuso, aunque en ese momento no lo sabíamos”.
El filme comienza con imágenes de la caravana de vehículos con la que el “forzudo enorme” llega a Cardona, su pueblo natal, al regresar de Europa, tras obtener el título mundial de fisicoculturismo. Con su hijo y sus trofeos en brazos, responde a preguntas de los periodistas locales y recibe el cariñoso y caluroso saludo de vecinos y amigos, que lo envuelven en aplausos al son de “Dale campeón, dale campeón”. Diez años después de la gloria, la película lo encuentra nuevamente en Cardona, a los 43, viviendo con Juanjo, entre poleas y proteínas, intentando abrirse hacia nuevos caminos, a pesar de las cicatrices, el peso de la edad y los problemas de salud (de los que siempre es consciente y nunca se queja). “Lo que perdemos, lo perdemos”, explica, sin dramatismo: “No son cosas sustituibles. No es sustituible un título. No es sustituible un estado físico a los 21 años porque nunca más vas a tener 21 años”.
Con suma precisión, y en menos de 80 minutos, los directores capturan el mundo de Osta a través de pequeños grandes momentos. La charla en la que se habla de las ventajas de vivir en Cardona (especialmente una ventaja), el encuentro en un bar, donde un amigo le confiesa qué es lo que lo hace llorar de emoción, la misa del domingo, el entrenamiento diario, las ocasiones en las que se dispone a tocar el piano, las discusiones con Juanjo, en las que a veces los roles de padre e hijo parecen intercambiarse (“Yo necesito que me críen a mí un poco también”, le dice el padre al hijo), ilustran cómo el campeón se relacionaba con su propio pasado y con la vida cotidiana en el interior, además de que muestran sus ideas sobre la masculinidad, la familia y la paternidad, sobre los papeles del hombre y la mujer, sobre el uso de estimulantes, sobre el trabajo, el sacrificio y la amistad. Y sobre el paso del tiempo y sobre cómo eran las cosas antes.
El prejuicio puede conducir a la idea de que no hay vínculo posible ni sostenible entre el gusto por una actividad como el fisicoculturismo y la sensibilidad hacia el arte. Este documental, a través de su protagonista, es la manifestación de que ese vínculo no solo existe, sino que además puede ser muy intenso. En El campeón del mundo se lo ve a Osta como un atento y apasionado observador y admirador de la anatomía humana y la expresión corporal. El hombre veía y vivía el culturismo como una disciplina artística en la que los cuerpos son esculpidos usando mancuernas. En un momento habla con entusiasmo acerca de la armonía y las formas afiladas de las placas de musculatura que lucen los competidores en la actualidad y lo hace con pasión y convicción. En otra escena aparece contemplando con interés un concurso de culturismo. Es un tramo bastante breve, filmado maravillosamente, de manera simple y efectiva: planos cerrados de hipertrofiados bloques de carne enlazados y amalgamados como en un compacto exoesqueleto.
Osta se encontraba en México, participando de un seminario sobre Inteligencia y Salud en el Uso de Farmacología Deportiva, cuando falleció debido a las complicaciones renales que lo tenían alejado de la competencia. Fue en agosto de 2017. El documental todavía se estaba filmando cuando sucedió. Ante semejante panorama, los directores logran una resolución que, además de respetuosa, también es emotiva. Como toda la película.