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    Gitano hasta la médula

    Django Reinhardt, el guitarrista de jazz más desprolijo y célebre de todos

    Hace rato que ha caído el sol. La gente retorna a sus hogares luego de otra jornada laboral. Los comercios cierran las puertas y las calles de París reviven con sus cafés, boliches y restaurantes. Django Reinhardt se cruza con la muchedumbre, que son todos “payos”, es decir, no gitanos. Camina apurado hacia las afueras de la ciudad, donde tiene su casa, un carromato en un descampado con gansos y gallinas, ropa colgando, las brasas de un fuego y un par de hermanos que se pasan la botella y tocan la guitarra, una escena de Emir Kusturica. En la banda sonora escuchamos Naguine, una guitarra melancólica, solitaria. Su mujer ya apagó la vela y duerme. El carromato está repleto de flores de plástico, que mañana venderá en el cementerio. Django entra apurado, prende una vela, escucha el ruido de un ratón y en el intento de ubicarlo prende fuego a una flor, luego a otra y estalla en un santiamén el incendio. La pareja logra escapar cubierta con mantas, pero las quemaduras son graves. El carromato queda completamente carbonizado. El prometedor guitarrista, que solo tiene 18 años, ahora no podrá emplear los dedos anular y meñique de la mano izquierda, arruinados para toda la vida.

    Django Reinhardt, belga de nacimiento, criado en las plazas y en los mercados parisinos con el clásico espectáculo de la cabra subida a un taburete y la trompeta que la hace bailar, analfabeto, gitano hasta la médula, fue el músico de jazz europeo más importante de todos los tiempos. Cero educación, cero cultura, pero un genial talento disparado a la velocidad de su espíritu sin raíces. Todos los días amanecía con una vista distinta desde su carromato. Y lo primero que hacía antes de lavarse la cara en una palangana era tomar su guitarra y tocar, por ejemplo, Manoir de mes rêves.

    En la década de los 30 lideró junto al violinista Stephane Grappelli el Quinteto del Hot Club de Francia (QHCF). Fueron varios discos de 78 revoluciones que se escucharon en toda Europa: solo tres guitarras, un violín y un contrabajo. A donde iban hacían furor. Una música alegre, saltarina, con elementos de musette,el estilo de la clase trabajadora, improvisación y misterio. Y la hermandad gitana los seguía, bullanguera. Tocara lo que tocara, una composición suya o un estándar de jazz, Django era Django: reconocible desde el primer acorde.

    En una gira por Inglaterra con el QHCF lo sorprende la II Guerra Mundial. Grappelli, atildado, culto y disciplinado, todo lo contrario de Django, decide quedarse en Londres. El guitarrista vuelve a París. Las fronteras están militarizadas, las bombas pasan a formar parte de la vida cotidiana de la gente pero nada impide que Django reformule el quinteto, esta vez con el clarinetista Hubert Rostaing. Los éxitos continúan y el dinero entra a raudales, pero eso es lo que menos importa a Django, que también ama el juego y los billares. Él guarda los billetes en un agujero del colchón, y cada vez que algún empresario llama a la puerta de su carromato y le ofrece dar un concierto que por alguna razón desprecia (la razón puede ser sencillamente no tengo ganas), señala displicente el colchón, como si allí estuviese la reserva de oro de Fort Knox. El empresario se retira y los gitanos estallan en carcajadas. Una escena digna de Guy Ritchie.

    Su hermano Joseph Reinhardt también integra el quinteto. Joseph, el que toca la guitarra rítmica, el que sale en los costados de las fotos, el que debe cargar la guitarra del genio y cambiar sus cuerdas cuando se rompen. Y como Joseph también es gitano, en un momento de hartazgo manda a su hermano a la mierda. Que otro le cargue la guitarra y le aguante la cabeza.

    Cada músico norteamericano de jazz que pasa por la capital francesa quiere conocer a Django, tocar con él, ver cómo desplaza esos dos dedos útiles por el brazo de la guitarra. Y Django ahora tiene un departamento frente a los Champs Elysées, pero igual le tira el carromato. Atrás quedaron los tiempos en que tocaba para maleantes, putas y cafishios en cafés de mala muerte. También ha montado su propio club: La Roulette (o Chez Django Reinhardt), con la mejor música y la mejor cocina de París. Y la hermandad gitana se cuela por la puerta principal o por la puerta de los proveedores y chupan y morfan gratis y le gritan cosas a Django en caló, que él contesta también en caló, el idioma del único pueblo nómada que queda en el mundo. Hay que tener en cuenta que estamos en plena ocupación nazi y es frecuente encontrar altos oficiales de las SS vibrando con la pierna derecha bajo la mesa y los ojos extasiados sobre las manos del guitarrista, una escena tarantinesca. La banda sonora: Minor Swing, un tema que conocen hasta quienes no tienen la menor idea de quién es Django Reinhardt.

    Dicen que en una de las tantas reuniones a las que fue invitado (no se sabe si robó ceniceros como Sean Penn en Dulce y melancólico) se encontró con el solemne pope de las seis cuerdas Andrés Segovia. Cuando la reunión se descontracturó, le pidieron a Django que tocara algo. No traía la guitarra y se la pidió prestada a Segovia. El viejo dijo no. Trajeron otra y Django la rompió (digamos que tocó Love’s Mood, Vendredi 13 y Billets Doux), mientras al viejo se le desfiguraba la cara. ¿¡Cómo puede un tipo que no sabe leer música tocar así!?

    París es liberada. En algún momento tenía que ocurrir. Se desata la alegría y para festejarlo hay un gran concierto en el Olympia para las fuerzas norteamericanas. Django, la estrella de Europa, comparte cartel con Fred Astaire. Fuera de programa, el guitarrista improvisa varios temas con la orquesta de las Fuerzas Armadas de las barras y las estrellas, dirigida por el mayor... Glenn Miller. Hay que ver a Django con su traje y su bigotito, cada vez más solicitado por los fotógrafos.

    En 1946 viaja a Estados Unidos. Es un hecho que tocará con el gran Duke Ellington. El narcisismo de Django es grande, pero su espíritu gitano mayor aún. Cree que al pisar suelo americano le lloverán las guitarras de regalo, por eso deja el instrumento en casa. Pero no es así. Ellington sabe que el gitano es desprolijo y confecciona un itinerario con Reinhardt como “músico invitado”. Y bueno, le consigue una guitarra. Realizan giras por varias ciudades y terminan en Nueva York con un gran concierto en el Carnegie Hall, o al menos así debería ser.

    No lo deslumbran las luces de la gran ciudad sino sus billares, el tapete verde, la simetría de los tacos, la sensación de frotar la tiza y el sonido de las bolas chocando. Desafía a un par de tipejos con pinta de jugar bien. Las partidas se suceden y finalmente el guitarrista impone su habilidad. Cobra sus billetes y sale disparado. Pregunta a un transeúnte en un rudimentario inglés dónde queda el Carnegie Hall y llega cuando el concierto ya ha comenzado. Una escena de Woody Allen. Aquí el tema que suena es Swing 42, con su irresistible tono de no me importa nada.

    Para un gitano, el orden del mundo es un constante desorden. No cumplir con los horarios y los contratos trae sus problemas, todas esas chorradas de los “payos”. Si bien conoce a los grandes y toca con ellos, se vuelve a casa decepcionado. Eso sí: con el gustito de haber descubierto la guitarra eléctrica. Gracias a la amplificación del sonido ahora se puede sobreponer a las audiencias más molestas y ruidosas.

    El mundo ha cambiado y la música también. Estamos a fines de los 40 y principios de los 50. El swing y los salones de baile dejan paso a un nuevo movimiento que emerge con brutal fuerza en el jazz: el be bop. Estos son los nombres de los nuevos alquimistas: Charlie Parker, Dizzy Gillespie, Bud Powell, Thelonious Monk. Django, un fanático de Louis Armstrong, se vuelve a su carromato, da un suspiro por este mundo moderno y decide colgar la guitarra. Su nuevo pasatiempo: la pintura. Como es una celebridad, se exponen sus cuadros, unos paisajes y unas figuras femeninas con algo de encanto y mucho de naif.

    Samois-sur-Seine es una pueblito del distrito de Fontainebleau de dos mil habitantes, apacible, con casas encantadoras, manteles al aire libre con vino, pan y queso sobre las mesas. Allí fue a pasar Django sus últimos días. Era habitual verlo pescando en el Sena completamente despreocupado. La vida, primero una guitarra, luego una caña de pescar. No sé si algún turista alguna vez lo reconoció: ese hombre con el puchito en la boca y la caña de pescar... ¡es Django Reinhardt! Suenan Blues, September Song y Ol’ Man River, a ver si pican esos bichos. Todavía hay tiempo para que lo convenzan de volver a un estudio de grabación, cosa que hace. En 1953, unos meses antes de morir, graba un puñado de temas y entre ellos una versión de Nuages profundamente melancólica, para muchos la mejor de todas las que ha hecho. Los gitanos desconfían de la medicina, adivinan la suerte y viven en absoluta libertad. Dicen que Django sabía cuándo se iba a morir y este fue su canto del cisne.

    El 16 de mayo de 1953, en el hospital de Fontainebleau, dejó de respirar el mejor guitarrista de todos. No importa el diagnóstico, es una cuestión de hasta aquí he llegado, basta. Tenía 43 años. Suenan todos sus temas, más de 500, uno detrás de otro, varios días seguidos. Django, el inmortal.

    Aquel incendio ocurrido cuando tenía 18 se repite, pero esta vez dentro de la tradición y los ritos gitanos: cuando uno de los hermanos muere, se queman su casa y todas sus pertenencias. Todas menos su guitarra.