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    Haciendo boca

    A Tabaré le dieron mal las encuestas de imagen y empezó de nuevo su escalada “la dignidad de un país pasa por la lucha contra el tabaco”. Fue a la segura, a su zona de confort, como haría cualquiera, el propio Mick Jagger si el concierto viene flojo de respuesta y necesita algo que levante le diría a Keith Richards: haceme los acordes de “Satisfaction”, viejo drogón, vamos al hit derecho y después en los bis lo metemos de nuevo. En el caso de un político el hit es el enemigo que le quede más cómodo, no es necesario haber leído a Maquiavelo para saberlo.

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    El problema ni siquiera es la nueva embestida de Tabaré para levantar su autoestima de gobernante, lo absurdo es que los bienpensantes del mundo nos quieren hacer creer que conviene dejar de disfrutar ahora las delicias autodestructivas de la vida para que al cumplir 87 años el médico nos diga que tenemos el organismo como un joven de 78. Es la paradoja del control remoto envuelto en nailon: no le saco el nailon para que no se deteriore y no pierda sus funciones, pero se deteriora de todas formas (menos, más lento) y tampoco ejerce sus funciones en plenitud con el nailon puesto. A eso súmenle la inviabilidad del sistema de previsión social, y acordarán conmigo que viene siendo hora de plantearnos una pregunta difícil: al final, ¿de qué se piensa morir el uruguayo?

    Pero volviendo a Tabaré y su némesis imaginario, en algo estoy de acuerdo con el Presidente: en Uruguay necesitamos un enemigo que nos aceche, urgente. Nos vendría bien tener algún riesgo de verdad. Miren la familia del taxi cómo se unió y reaccionó ante la llegada de Uber. La ausencia absoluta de peligros es lo que nos va a terminar destruyendo como colectivo. Que no haya huracanes, terremotos, volcanes, frío extremo, ni siquiera olas grandes, que no haya un tiburón que pueda cobrarse un brazo del bejerto que se distraiga en el agua, un oso que se coma al bananita que se le vaya la pelota para adentro del bosque, que no haya enemigos con ansias de invadirnos o destruirnos (Argenitna y Brasil son involuntariamente destructivos con nosotros, ni siquiera tienen la intención de dañarnos), alimenta nuestra desidia. Ante esta carencia total de amenazas, y la ausencia de competencia —el otro motor de activación humana—por el tamaño de la aldea, no es descabellado pensar que seremos cada vez más inútiles con el correr de las generaciones. El peligro fomenta la actividad nerviosa como ningún otro agente, uno nunca corre más rápido y durante más tiempo sin cansarse que cuando tiene miedo de ser alcanzado, la borrachera se esfuma ni bien aparece la posibilidad de que le rompan la cara en una pelea, las guerras trajeron grandes avances tecnológicos y grandes artistas, en el vértigo de la supervivencia el individuo y los colectivos consiguen llevar su creatividad a lugares impensados. Ante el asedio, el organismo reacciona con movimiento y vivacidad. Los bichos que están en constante peligro suelen ser bastante más avispados que los plácidos habitantes de un mundo sin acechos. Hasta el ciervo, un animal —que por lo que se ve en los documentales de leones— es bastante pajarón y siempre tiene entre la manada más de un gil que se queda saltando alejado del resto con esa candidez grácil y distraída, es notoriamente más sagaz que la oveja.

    La inexistencia de peligros es lo que nos ha hecho este pueblo pelotudo que somos, un pueblo bovino, que pasta la vida con la mirada melancólica y la fuerza de voluntad de una vaca, o sea: ninguna. Y se los dice alguien que vino a esta vida a ver cómo viven los demás, con eso me alcanza y me sobra. A mí me gusta la existencia bovina, pero para una sociedad eso es sentencia de deterioro.