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Su último libro de cuentos, Mi vida querida (Lumen, 2013), no solo fue celebrado por la crítica y los lectores como un acontecimiento literario del más alto nivel. También era la despedida. La propia Alice Munro (Wingham, Ontario, 10 de julio de 1931) así lo había anunciado. Estamos hablando de una señora octogenaria con una importante carrera en el mundo de las letras: catorce libros publicados (doce de relatos y dos novelas) con traducción a más de veinte idiomas. Si ella consideraba que debía retirarse a regar las plantas, mirar por la ventana los fríos paisajes del norte o leer a los clásicos, nadie podía objetar nada. Allí estaba su obra servida desde hace muchos años y con una calidad y una profundidad que no deben envidiarle nada a Chéjov, con quien ha sido comparada.
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La semana pasada Alice Munro fue galardonada con el famoso Premio Nobel de Literatura. Un representante de la academia sueca llamó personalmente a la escritora a su casa pero no la encontró y le dejó un mensaje. Más allá de la alegría posterior que la noticia debe haber generado en Munro y su familia, las palabras sonaron un tiempo en el vacío junto al pitido del aparato, entre los libros de la sala, viajando por los muebles, los objetos varios y los retratos, hasta quedar aleteando contra una ventana en procura de que alguien las reciba o las libere. Ese mundo donde algo reverbera en el ambiente, una pequeña nube de significados, un misterio a develar, casa a la perfección con la literatura de Munro, breve y contundente en las oraciones, progresiva en la construcción de la trama y los personajes, también poética, sugerente y finísima en detalles.
En Mi vida querida los relatos son asordinados, una música tocada lejanamente pero de un modo afinadísimo, implacable. Las campanas de una iglesia a la hora de la siesta. Hay parejas que se desintegran, hombres y mujeres que se exponen a los recuerdos, que son alcanzados por los destellos de su memoria pero nada pueden hacer para torcer sus destinos. Es una larga, compleja y agridulce vida mundana, con ciertos trazos excepcionales.
Todos los cuentos son muy parejos. Pero hay uno, “A la vista del lago”, donde una mujer visita a su médico para que le haga una nueva receta y se equivoca de día. “Ha confundido el lunes con el martes”, dice Munro. Desde ese momento, que es muy particular y luego el lector sabrá por qué, la mujer deambula perdida con su coche por un vecindario que no es capaz de reconocer. La trama avanza como si se tratase de pinceladas, de empastes y coloraturas aquí y allá: una funeraria, un niño en bicicleta que pedalea hacia atrás, calles sin vereda, de pronto un arbusto curioso, un paisaje desolado, onírico, que parece tener una resonancia altamente subjetiva, teñida por una especie de invalidez o confusión que, por supuesto, está presentada con mano maestra.
Listón muy alto, se dice habitualmente. Y si este último libro de Munro es estupendo, qué decir de la anterior colección de cuentos presentada en castellano: Demasiada felicidad (Debolsillo, 2010). Diez historias geniales, así nomás. Si la canadiense hubiese escrito solamente este libro, ya bastaba para darle el Premio Nobel, así nomás.
“Dimensiones”, el primer cuento, habla de una mujer que trabaja limpiando baños. Poco a poco nos enteramos de que fue madre de tres hijos y tuvo un marido. No conviene adelantar nada más, porque el impacto que caerá de pronto en la historia también tiene su valor. Y finaliza con una redención y un no seco, como terminaba con un sí de iguales características, inapelable, furibundo, aquella emblemática novela corta de Thomas Bernhard (“Sí”). El lector cierra el libro y piensa: perfecto, insuperable, con razón está puesto en primer lugar, debemos tomarnos un respiro porque esta mujer ha entregado una pieza única. Que otros escriban novelas largas. A esta escritora no hay con qué darle. “Dimensiones” insume 40 páginas y pelea en cualquier categoría.
Y se equivoca el lector. Porque sigue leyendo y el listón se mantiene bien alto, altísimo. En “Ficción”, una señora cuya familia es numerosa no reconoce a una muchacha en una fiesta que ofrece en su casa. Entre hijos y nietos con sus esposas y novias, son muchas las personas. La gente entra y sale de la casa, charla en el espacioso jardín, bebe ponche de frutas. Un día la señora descubre que la muchacha es escritora. La reconoce por la foto en la solapa del libro. Y compra el libro. Y lo lee. Y es una historia que trata de la vida de una niña y de una profesora de música, que es la propia señora. Como un telescopaje, la ficción intercambia pareceres con la realidad sin importar qué se acerca a la verdad y qué no. El mundo se extiende en matices. A veces son diálogos escuetos. A veces pequeñísimas descripciones.
Todos los relatos poseen un montaje sumamente cuidado. Pueden arrancar con un dato anodino que luego no resulta tan anodino: “Mi madre tenía un primo soltero” o “Roy es tapicero y restaurador de muebles” o “Sally guardó los huevos duros con salsa picante”. Capas que se adhieren y se complementan, trazos que van adquiriendo significado, no en las frases siguientes sino en los párrafos siguientes. Un mosaico donde nada es forzado. El estilo, como el bordado de un orfebre, avanza tan prístino como delicado.
Si bien hay un predominio de lo que podríamos llamar vida cotidiana (que por lo general tiene una ambientación rural o se ubica en una pequeña ciudad de Canadá), las variables de excepción se hacen presentes y en cierto instante estallan. Allí está el cuento con las escolares que se van de campamento y se dicen “mellizas”, y de pronto reciben la visita de una alumna “especial” (“Juego de niños”). O la viuda que escucha el timbre, abre la puerta y cree recibir a un operario de la luz (“Radicales libres”). O el niño de la mancha violeta de nacimiento en el rostro (“Cara”). Ellos y ellas tienen cosas extraordinarias para contar.
La edad madura, la vejez, la infancia recuperada. Munro pasea cómodamente entre hombres y mujeres de diferentes estratos sociales. Entre padres e hijos. Entre gente cercana y lejana afectivamente. Se extiende en las sensaciones y al mismo tiempo es breve, punzante. Despliega la inocencia y también es capaz de condensarla. “Cuando eres pequeño te transformas en una persona distinta todos los años”, dice la escritora.
También irrumpen las confesiones que nadie quiere escuchar, lo que padres y madres han guardado en el armario. Munro nos recuerda una de las frases más desagradables que puede escuchar una persona:
—Hay algo que creo que deberías saber.
Esta mujer te lleva al abismo y te trae de vuelta. Te acaricia con las palabras, que son de un filo quirúrgico. Si describe un bosque (el fresno, el arce, el roble, los distintos colores de las cortezas), es para que te pierdas en él. Habla de seres a quienes les suceden cosas que tal vez ya sanaron. O tal vez son heridas que no cicatrizaron, como le ocurrió a la matemática Sofía Kovalevski, un personaje de la realidad ficcionado por Munro. Te dan ganas de exterminar a su grasiento novio, cuya presencia es “una mezcla de aroma de animales con pelo y de tabaco caro”.
Cuentos que son viajes y más viajes, donde el lector se pierde en imágenes o asocia, como si ocurriesen allá lejos, en un espejo retrovisor, etapas de su propia vida. La gran escritura es un asiento al lado del conductor.
Munro se crió en una granja. Trabajó en una librería. Se casó dos veces. Tiene tres hijos. Escribe desde los 20 años. Aunque demuestra una enorme cultura no tiene pose de intelectual. En las entrevistas no habla de la deconstruccióndel relato ni de los pliegues del metatexto. Pero cada cuento lo trabaja lenta y obsesivamente. Cambia palabras incluso cuando ya están en la imprenta. Y su esperanza es, si puede, perturbar un poquito al lector. Un monstruo, la vieja.