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    Hay que dar un “giro” a las políticas sociales y superar “complejos ideológicos” para desmontar el “mundo ñeri”

    Gustavo Leal asegura que lograron romper la omertá que protegía a los criminales y que el Ministerio del Interior es hoy “como una romería” adonde víctimas y victimarios acuden para brindar información

    Los Chingas: un nuevo modelo de control territorial. Ese era el título de la presentación que había preparado Gustavo Leal para su reunión del 10 de noviembre del 2017. El fiscal de Corte, Jorge Díaz, los fiscales Mónica Ferrero, Juan Gómez y Enrique Rodríguez, el comando de la Policía liderado por Mario Layera y las autoridades políticas del Ministerio del Interior seguían atentos su explicación de lo que pasaba en Los Palomares.

    El mensaje que les transmitió, según recuerda Leal, era que “la situación no era de una luz roja, era de catorce luces rojas” porque “si se instalaba” la lógica de Los Chingas, “generaba un cambio absoluto en la sociedad”. Estaba en riesgo la “gobernabilidad”, asegura. Esa reunión fue el disparador del primer Operativo Mirador del cual mañana viernes 12 se cumple un año.

    Diez operativos, 486 allanamientos y varias amenazas después, Leal dice que lograron romper la “omertá” que dominaba en ciertas zonas de la ciudad. Tanto que el Ministerio del Interior es hoy “como una romería” adonde víctimas y victimarios acuden para brindar información, explica el sociólogo.

    El problema de fondo excede a los Operativos Mirador, opina el director de las Mesas Locales para la Convivencia y Seguridad Ciudadana del ministerio. Desmontar el “mundo ñeri” que existe en esos lugares requiere dar un vuelco a las políticas sociales y superar “complejos ideológicos” de la izquierda.

    —En 2008 usted dijo que existía un “proceso de lumpenización” extendido en toda la sociedad uruguaya y que había una parte que estaba desacoplada. Diez años después, ¿sigue vigente esa reflexión?

    —Cuando escribí eso en 2008 me trajo algunos problemas porque el relato oficial era que la crisis estaba cediendo, estaba bajando la pobreza y, por lo tanto, era medio contradictorio sostener que estaba consolidándose un proceso de fractura social. En aquel momento, el fundamento de esa explicación era que la lógica del desarrollo urbano de la ciudad en el área metropolitana y la lógica por la cual las personas habían logrado salir de las crisis estaba consolidando algunos guetos y se estaba instalando con mucha fuerza lo que llamé “el proceso de lumpenización de la sociedad”, que hoy es el mundo ñeri. En un momento dije que estábamos en el punto donde pasamos de la compasión al pobre al miedo al pobre. El proceso de compasión había sido durante la crisis y había pasado a cambiar cuando sectores que estuvieron en la pobreza durante la crisis se incorporaron luego al trabajo y lograron salir de la pobreza. Esa dinámica, esos sectores medios que juegan un papel muy importante en el proceso de integración social son los primeros que empiezan a cambiar su relato. A diferencia de lo que la gente cree, no son los ricos los que hablan mal de los pobres, son los sectores que lograron salir de la crisis los que primero empiezan a mostrar signos de distancia sobre los sectores pobres que no se lograron incorporar. Y ahí hay un movimiento de personas que lo primero que hacen es salir de sus barrios. Claramente la dinámica que se estaba consolidando era un proceso donde los entornos eran cada vez más parecidos entre sí y diferentes al resto, básicamente el concepto es ese y creo que era un análisis que no estaba equivocado.

    —¿Fueron las primeras luces amarillas que se pusieron sobre este fenómeno de violencia en la sociedad?

    —Tal vez sí. Ahí también aparece una mención sobre los inempleables, que es una categoría muy importante para entender un proceso que hubo en el Uruguay. Lo que observé en aquel momento es que la modalidad de crecimiento económico sostenido que el Uruguay estaba teniendo era claro que no incorporaba en el mercado a personas que, fruto de su desvinculación del mundo del trabajo y su desvinculación del sistema educativo, empezaban a ser inempleables. Y ahí había un riesgo enorme de que esa inempleabilidad estructural se manejara desde las políticas públicas sobre la lógica de que no era estructural sino pasajera, y por lo tanto la respuesta no tenía que ser un fuerte sistema de subsidios para que la gente pudiera navegar durante esa incertidumbre, sino advertir de que al ser estructural debían diseñarse políticas distintas. Creo que lo que sucedió después fue que ese proceso se consolidó sobre todo en lugares del área metropolitana y en algunas ciudades del interior.

    —¿Creían algunos integrantes del gobierno que el crecimiento económico derivaría en la solución?

    —Creía y creo que el cambio sustantivo en el proceso social de la exclusión en el Uruguay tiene que ver con la dinámica cultural. En esas zonas se dio la instalación fuerte de una lógica muy endogámica de esos grupos que se retroalimenta y donde a la exclusión persistente se le suma un proceso de fortalecimiento del mundo ñeri y la exaltación, con la construcción de símbolos y ritos, del desafío a la legitimidad del Estado, que es la marca que te distingue. Para poder transformar esta realidad hay que entender un triángulo: lo legítimo, lo posible y lo verosímil. Lo legítimo es una construcción que se da por las personas y su entorno, por ejemplo la integración a través del trabajo. Lo posible es lo que es legítimo, pero se puede o no hacer: ’Yo quiero trabajar pero no puedo’, entonces ahí ingresan los programas puente del Estado para ayudar. Lo verosímil es si es creíble que yo pueda hacer ese trayecto. Entonces, el problema central es cuando hay una construcción de lo verosímil que empieza a ser disonante con lo legítimo, porque aunque sea posible, la persona decide no transitarlo (ver recuadro).

    —¿Cuándo comenzó a advertir directamente a las autoridades de este fenómeno?

    —Este escenario que se intentó consolidar en Los Palomares se había advertido ya en el año 2012, cuando pasaron algunos conflictos en el Marconi y cuando se diseñó el Plan Siete Zonas. En el Marconi lo que vi fue un encuentro entre el señorío feudal y el fordismo. Un señorío feudal donde un líder necesita tener el control del territorio para delinquir, y para eso necesita la confianza y la omertá de quienes viven en el territorio, por eso la primera lógica es tener protegidos. Y eso ya se visualizaba en el Marconi con las fiestas que hacían los líderes a los vecinos, los regalos de Navidad, los regalos de Reyes, el papel de mediadores en los líos barriales. Esa protección luego pasa a ser extorsión, exige guardar cosas, exige el reclutamiento de familiares; no es la protección de Robin Hood o de la Madre Teresa de Calcuta, es una protección criminal. Esa protección luego se mezcla con el fordismo, con la producción en serie, donde los líderes ordenan el mercado del delito en su territorio, donde especializan a los delincuentes según el delito. Por ejemplo, en ese entonces en el Marconi les pagaban a los delincuentes $ 12.000 por auto robado y les indicaban dónde dejarlo para luego ellos encargarse del resto, para no tener problemas y mantener el territorio ordenado.

    —¿Esto se repitió luego en Los Palomares?

    —Lo que pasó en Los Palomares implicaba la consolidación muy potente de este fenómeno a una escala para mí intolerable, porque ahí ya se ponía en riesgo la gobernabilidad democrática. La situación no era de una luz roja, era de catorce luces rojas que si se instalaba generaba un cambio absoluto en la sociedad. Y por suerte hubo el respaldo y el reflejo de la institucionalidad del Estado, porque acá lo que hubo fue un apoyo del sistema político, del conjunto del Estado, de la institucionalidad toda del país que tuvo una capacidad de reaccionar con vigorosidad. Estas acciones han estado fuera del debate político, yo lo siento así.

    —¿No cree de todas formas que el gobierno demoró en actuar?

    —Creo que se hace ahora porque no se hizo antes. El problema es por qué no lo hicieron antes, y ahí yo he tenido una actitud de mirar el día después, porque no quiero estar en el foco de esa discusión. Soy consciente de que esa discusión debilita la alianza que es necesario construir para tener una respuesta contundente, entonces me concentro en los apoyos. Porque estoy convencido de que hay ciertos acuerdos robustos que hay que construir para esto, porque esto es demasiado importante. Y sí, es cierto que en Los Palomares pasaron todos los gobiernos democráticos y a cada uno le podés recriminar cierta falta de acción, pero prefiero concentrarme en la necesidad de regar la planta de los acuerdos. Quisiera que cuando me vaya del ministerio haya quedado puesto un camino, porque no estás hablando de un tema común y corriente, porque solamente la gente que conoce y ha vivido en sociedades fracturadas te puede hacer comprender lo importante que es conservar lo que tenemos. Cuando no se le dieron los recursos al Plan Siete Zonas, creado durante el gobierno pasado, para continuar, me di cuenta de la falta de construcción común que hay en el país.

    —Para el desarrollo de estos operativos, ¿también fue clave el reclamo continuo de la población para actuar contra la delincuencia?

    —Absolutamente. Por suerte hay en la población un umbral de tolerancia a la violencia que todavía es bajo. A mí me parece muy bien que la gente se enoje con los temas de seguridad porque es un síntoma de que estás sensible y no anestesiado frente a la violencia. El entender la protesta es parte de entender a una sociedad que pone umbrales a las cosas, porque la gente protesta por las cosas que cree que son importantes. Si no hay una sensibilidad en la sociedad que te ayude, es imposible hacer lo que estamos haciendo.

    —Más allá del reclamo de la opinión pública, especialmente necesitan del apoyo de los vecinos de las zonas donde el gobierno actúa.

    —Sí, nos pasó ahí en Los Palomares: la construcción de información sistemática, la generación de alianzas, algunas silenciosas, que te permiten tener una estrategia de desembarco donde vos prevés los escenarios. Lo anterior a la omertá es la pérdida de confianza en lo público, la presencia tenue del Estado, por lo tanto el silencio es la primera barrera de alguien que tiene que sufrir vivir en esos territorios. Si la autoridad no logra distinguir que el silencio de algunos es por protección y miedo, y no por complicidad, lo que hace es generar una estrategia de tierra arrasada, donde todos son culpables. Y en esa estrategia las víctimas de una represión terminan aliándose y el propio Estado le genera un espacio de lealtad al crimen organizado. Lo que hay que hacer es romper la omertá ejerciendo la autoridad con rigurosidad.

    ¿El éxito en Los Palomares rompió la omertá en otros territorios?

    —Sin duda. Los verdaderos héroes, el verdadero coraje lo tiene esta gente que logra romper con esto, porque nadie quiere vivir en la omertá. Hoy vino una persona al ministerio a hablar conmigo, no es el primero, acá hay como una romería ahora. Era una persona con muchos antecedentes penales muy pesados, cinco veces preso. Vino del barrio de donde vive a decirme que me había visto y escuchado en la televisión tras el operativo en el Complejo Tala de Las Piedras. Y me trajo información porque quiere que se actúe de la misma manera en su barrio. Y así como vino él ha venido una cantidad de gente, de víctimas y de victimarios que entienden que perdieron. Entonces, sí, la omertá se puede romper, y la gente la rompe cuando se da cuenta o quiere darse cuenta de que esto ahora cambió. Esa omertá se logró romper porque la represión fue selectiva, porque había un allanamiento y gracias a la inteligencia se sabía quién podía salir del barrio y quién no podía salir. La gente es muy sensible a si vos sos quirúrgico y no sos un carnicero.

    —¿Cuál es el próximo paso luego de estos operativos?

    —Van a seguir, y luego tenemos que ir en estos lugares a un modelo de más barrio, porque lo que se necesita es tener un entramado urbano que te favorezca el modelo de sociabilidad, una transformación muy consistente que tiene que ver con la mejora de los servicios sociales. Antes teníamos gente que se caía del mapa. ¿Qué hicimos? Como creímos que con el crecimiento económico esta gente que se caía del mapa iba a ingresar al sistema, armamos una serie de programas puente para esas personas, creímos que iba a ser natural la integración a través del crecimiento económico. Y acá la izquierda cometió el pecado de creer que esto iba a funcionar. Por eso digo que tenemos que tener un giro en las políticas sociales para que se adapte a la situación que tenemos hoy, porque el modelo actual es un modelo que necesita un cambio. Estamos llenos de programas puente para rescatar a gente que está fuera del sistema, pero cuando la traemos al servicio público, el mismo servicio público la expulsa. En el liceo se ve clarísimo cuando tenés un 35% de gente que termina el bachillerato, un desastre, y en algunos de estos barrios los contás con los dedos de las manos. No necesitás tantos programas puente, lo que necesitas es la reforma en profundidad de estos servicios públicos. Y en eso hay que ser creativos y hay que orientarse a los resultados. Y en estos territorios, si querés tener resultados, tenés que hacer cosas distintas y se te tienen que caer algunos complejos ideológicos, porque mientras vos tenés complejos ideológicos la gente tiene una trayectoria de vida embromada. Necesitás también una dinámica fuerte de inclusión laboral, por ejemplo, habría que pensar mecanismos como los que se ofrecen a las empresas en las zonas francas, darles posibilidades a quienes inviertan en estos territorios. Porque esta idea cuesta plata, son US$ 250 millones en un quinquenio.

    —¿Es reversible el problema?

    —Creo que es un problema manejable para el país todavía. Creo que la situación más crítica que tuvimos en los últimos tiempos en materia de seguridad fue lo que pasó en Los Palomares, que de haberse instalado era un cambio cualitativo enorme, porque era un modelo exitoso de control territorial basado en el poder de la mafia. Los Palomares es el lugar donde hay mayor concentración de exreclusos y donde hay más personas que visitan reclusos en las cárceles del país, entonces lo que pasa en ese lugar tiene una vinculación directa en el mundo del delito. Esto se logró parar y se revirtió ese proceso; y creo que si esto se consolidaba, había una cantidad de pantallas que iban a pasar rápidamente y nos íbamos a acostumbrar, como se ha acostumbrado, por ejemplo, Río de Janeiro, a que el Estado ya asume que ciertos lugares los manejan los delincuentes. Entonces, creo que tenemos la posibilidad de revertirlo. Estamos a tiempo. Es necesario querer vivir en un país que se siga llamando Uruguay, si no, vas a vivir en un país que se llame Urucry, el país del llanto permanente, de la nostalgia de lo que fue.